La invasión rusa de Ucrania y la posterior guerra total impulsada por Putin vulnerando la legalidad internacional recuerda a lo sucedido en 1938 en Múnich entre Chamberlain y Hitler con respecto a los Sudetes. La Segunda Guerra Mundial evidenció la inoperancia de la Sociedad de Naciones, cuya disolución dio paso a la Organización de Naciones Unidas. Es posible que ahora haya llegado el momento de disolver un organismo supranacional que alberga en su Consejo de Seguridad a quien viola la legalidad internacional.
Javier Rupérez no tiene ninguna duda: la democracia y la libertad siempre caerá del lado de Occidente. La Guerra de Ucrania ha puesto de manifiesto la fortaleza de una Alianza Atlántica, que renace de sus cenizas. La OTAN hoy vuelve a ser ese poderoso elemento de atracción para las viejas o nuevas democracias interesadas en mantener y eventualmente defender las libertades de sus ciudadanos, no la institución en ‘muerte cerebral’ que en un determinado momento había sentenciado Macron.
Javier Rupérez (Madrid, 1941), diplomático de carrera, fue uno de los negociadores del Acta Final de Helsinki (1975), protagonista destacado de la entrada de España en la OTAN (1982) y presidente de las Asambleas Parlamentarias de la OSCE (1996-1998) y de la OTAN (1998-2000). Ha sido embajador de España ante la sesión de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa que tuvo lugar en Madrid (1980-1982), ante la OTAN (1982-1983) y ante el gobierno de los Estados Unidos en Washington (2000-2004). Entre 2003 y 2007, como subsecretario general de la ONU, dirigió en Nueva York el servicio ejecutivo del comité antiterrorista del Consejo de Seguridad.
Es imprescindible preguntarse cuál es el futuro de las Naciones Unidas cuando uno de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, y por tanto dotado del poder de veto, la Federación Rusa, emprende una actividad criminal contra un Estado independiente
Licenciado en Derecho y Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid, militó tempranamente en la oposición democristiana al franquismo, siendo en 1963 uno de los fundadores de Cuadernos para el Diálogo, la revista dirigida por Joaquín Ruiz Giménez. Ha formado parte de los equipos dirigentes de la Unión de Centro Democrático, del Partido Demócrata Popular/Democracia Cristiana, del que fue presidente, y del Partido Popular, del que fue vicepresidente. Presidió la Internacional Demócrata Cristiana entre 1998 y 2000.
Desde 1979 hasta 2000 fue miembro de las Cortes españolas como senador o diputado, representando sucesivamente a la Comunidad de Castilla-La Mancha y a las provincias de Cuenca, Madrid y Ciudad Real. El 11 de noviembre de 1979 fue secuestrado por la organización terrorista ETA político-militar que lo mantuvo cautivo durante 31 días. Entre 1996 y 2000 presidió las Comisiones de Asuntos Exteriores y de Defensa en el Congreso de los Diputados. Presidió la Fundación Humanismo y Democracia desde 1989 hasta 2000 y actualmente es miembro de los patronatos de FAES y de la Fundación para la Libertad.
Académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Ha publicado Estado confesional y Libertad religiosa (1970), Europa entre el miedo y la esperanza (1976), España en la OTAN: relato parcial (1985), Secuestrado por ETA (1989), El espejismo multilateral (2009) y dos obras de ficción, Primer libro de relatos (1987) y El precio de una sombra (2006), además de dirigir y participar en numerosas obras colectivas. Su firma ha aparecido regularmente en diarios y otras publicaciones periódicas españolas y extranjeras. Entre otras muchas condecoraciones, posee la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica y la Encomienda de la Orden de Reconocimiento a las Víctimas del Terrorismo.
Se perfila un horizonte geopolítico que apunta hacia un nuevo orden internacional con un mundo bipolar en el que dos bloques se disputan la hegemonía. ¿De qué lado caerá la libertad, el Estado de Derecho y los derechos humanos?
Indudablemente del lado que denominamos “occidental” y que incluye la UE, la OTAN y países lejanos de Europa y del Atlántico, pero próximos en las convicciones como son Australia, Nueva Zelanda, Japón, y Corea del Sur, entre otros. Como vimos con motivo de la desaparición de la URSS en 1991, está en el orden natural de las cosas y de la ciudadanía el mostrar la inclinación para apuntase a y compartir tales valores.
Afirma que la guerra de Ucrania es el ataque más grave a la seguridad y la estabilidad internacional desde la Segunda Guerra Mundial. Pero este escenario no ha irrumpido de repente. Desde el 11-S se han sucedido acontecimientos globales que han desembocado en la actual crisis. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí y cómo saldremos de esta encrucijada?
Las posibles y variadas explicaciones no justifican la última de las razones que nos han conducido a la situación que actualmente vivimos en Ucrania: la voluntad destructora de un déspota llamado Putin empeñado en reconstruir el espacio territorial y político de la fenecida URSS apoyándose exclusivamente en la utilización criminal de la fuerza y alegando motivos que no tienen base en la historia, la política o el derecho internacional.
El mundo, desde luego, no es perfecto y podemos fácilmente recordar episodios violentos varios desde que en 1945 finalizó la Segunda Guerra Mundial. Ninguno como el que protagoniza la Federación Rusa de Putin, destructor de un país y del sistema internacional que tiene en la Carta de las Naciones Unidas el mejor ejemplo.
Y bueno sería recordar, aunque ya resulte demasiado tarde, que al chantajista conviene pararle los pies y disuadirle de sus aventuras futuras cuando se observe por primer vez el propósito de sus aventuras. Precisamente lo que no se hizo cuando en 2014 Putin invadió y anexionó contra toda razón y ley la península de Crimea, que era y sigue siendo parte integrante del territorio ucraniano.
Occidente derrotó al fascismo militarmente y el comunismo evidenció su inoperancia. ¿Ha llegado el fin del liberalismo? ¿Habrá que revisar el sistema democrático y corregir sus fallas y errores?
No comparto en su integridad la opinión de los “profetas de calamidades” que tienden a dar por finiquitada la experiencia liberal y democrática. Problemas de funcionamiento y alcance existen, indudablemente, y a ellos habrá que prestar atención: populismos, polarización, desigualdades, degradación de las clases políticas, cansancios de varios tipo y origen. Muchos de ellos, hay que recordarlo, explotados en las omnipresentes redes sociales por los hábiles creadores de las fake news que tienen sus despachos y factorías en Moscú o en Pekín.
Pero de ahí a concluir que la democracia representativa está en sus estertores finales constituye para mí un tránsito sin fundamento. Mientras sigamos votando con libertad y expresando nuestras opiniones sin miedo a ser reprendidos y la economía social de mercado siga ofreciendo oportunidades de mejora para los que más las necesitan, la democracia sobrevivirá. Mal que les pese a los Putin y Xi de este mundo. O a los que, como Trump, organizan golpes de Estado en el Congreso de la Estados Unidos para alterar el resultado electoral.
Cree que la Guerra de Ucrania tiene el efecto positivo de haber unido al mundo occidental. ¿Ha salido la OTAN fortalecida cuando protagonizaba sus horas más bajas?
Indudablemente. En varios aspectos. Los Estados Unidos, que bajo Trump estuvieron a punto de abandonar la Alianza, han reencontrado un poderoso motivo para recuperar el entendimiento y la colaboración con los socios europeos en un propósito común, cual es la defensa del orden internacional tal como describe la Carta de las Naciones Unidas. Y los países europeos, tradicionalmente recostados en sus responsabilidades ante la supremacía del poderoso socio norteamericano, han comprendido que la garantía de la seguridad común depende de todos y cada uno de los aliados. Buena prueba de ello es la extendida decisión de aumentar los gastos nacionales de defensa hasta alcanzar el 2% del PIB, tal y como viene recomendando la propia Alianza.
Confiemos en que la cumbre de la OTAN que tendrá lugar en Madrid a finales de junio sepa y pueda trasmitir el nuevo vigor con que la Alianza contempla el presente y el futuro de la situación internacional. La OTAN hoy vuelve a ser ese poderoso elemento de atracción para las viejas o nuevas democracias interesadas en mantener y eventualmente defender las libertades de sus ciudadanos. Ello es lo que llevó a los que fueran países integrantes o aliados de la URSS a solicitar su ingreso, o lo que lleva actualmente a países tradicionalmente neutrales como Finlandia y Suecia a plantearse la misma opción. La OTAN hoy no es la institución en “muerte cerebral” que en un desafortunado momento había sentenciado Macron.
¿Qué papel debe desempeñar la Unión Europea en este nuevo orden internacional?
La UE debe reforzar el esquema de sus capacidades defensivas. La “estrategia europea de defensa”, que ya ha conocido algunos avances, debe continuar ofreciendo potencialidades y alternativas al proyecto común en el que deberían estar implicados, en la medida de sus posibilidades y tamaños, todos sus miembros. Siempre en colaboración y coordinación con los Estados Unidos y con la OTAN, de la que son miembros la mayoría de los socios de la UE.
Cabe predicar lo propio de la política exterior común, que ciertamente ha conocido avances ante las necesidades forzadas por la invasión rusa de Ucrania, pero que debería profundizar en sus perfiles hasta constituir un elemento esencial y compartido del esquema comunitario. Precisamente para hacer llegar principios y oportunidades de progreso y mejora política, social y económica a otras regiones del ancho mundo: América Latina, África y el Oriente Medio, por ejemplo.
¿Y las organizaciones supranacionales como Naciones Unidas, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional?
Es imprescindible preguntarse cuál es el futuro de las Naciones Unidas cuando uno de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, y por ello dotado del poder de veto, la Federación Rusa, emprende una actividad criminal contra un Estado independiente. Este sería el momento en el que el mismo Consejo de Seguridad recomendara que el agresor fuera expulsado del organismo. Propuesta imposible de realizar dado que el veto ruso impediría que el Consejo llevara a cabo su propósito.
Pero la subsistencia en su seno de un delincuente de tal calibre pondría, ha puesto ya, en duda la viabilidad del sistema. ¿Es posible la continuación de la existencia de la ONU como si nada hubiera ocurrido y cuando todos y cada uno de los preceptos básicos de la Organización han sido sistemática y groseramente violados por la Federación Rusa? ¿No sería quizás este el momento de declarar difunta a la ONU y sustituirla por un nuevo organismo internacional del que no formaran parte la Federación Rusa y todos aquellos países que han mantenido, aplaudido o tolerado la comisión de los crímenes contra la humanidad que bajo la obediencia de Putin han practicado y siguen practicando las fuerzas rusas en Ucrania?
Por la misma razón, ¿no es este el momento de recordar cómo, tras la Segunda Guerra Mundial, la impotente Sociedad de las Naciones fue sustituida por la Organización de las Naciones Unidas, a la que no fueron invitados a participar los países derrotados en la guerra, como Alemania, o Japón, ni aquellos que habían mostrado alguna proximidad a los derrotados déspotas totalitarios, como España?
Son preguntas con difícil o incluso imposible respuesta pero que deben ser imprescindiblemente planteadas. El FMI y el BM pertenecen al espíritu de economía de mercado nacido en Bretton Woods y que tanto parentesco mantuvieron desde el principio con los elementos fundadores de la ONU. Los rusos, fueran soviéticos o putinianos, nunca estimaron en gran medida la actividad de tales foros. Ambos carecen de las rigideces estructurales que caracterizan a la ONU. Bueno sería que sus miembros y rectores adecuaran su tarea a reconsiderar la presencia de y las relaciones con un país actual y debidamente sometido a un rígido y contundente sistema de sanciones económicas.
Hoy la guerra se libra en muchos frentes: en el campo de batalla, en la economía, en los medios de comunicación, en la empresa, en la cultura y el deporte… Se busca el default del agresor. ¿Resulta efectiva esta confrontación total para aislar y reducir a quien viola la legalidad internacional?
Es una parte significativa y eficaz de ella, pero no puede ni debe ser la única. Como ya han comprendido varios países occidentales, es imprescindible dotar de armamento al agredido para que pueda responder adecuadamente a la agresión armada. Es este un terreno en donde comprensibles cuidados intentan evitar la totalidad de la catástrofe: una confrontación entre bloques que bien equivaldría a una Tercera Guerra Mundial en la que, con más que alguna probabilidad, se recurriera a la utilización de las armas nucleares.
Pero no cabe olvidar la norma habitual frente al potencial agresor: el empleo de la creíble disuasión para evitar la utilización de la fuerza. No se hizo en su momento, cuando la anexión de Crimea, y en este caso ya es seguramente demasiado tarde para recurrir a ello. Y en el caso de las sanciones económicas no faltan ya los que desde Moscú o desde capitales occidentales afectadas alertan de las consecuencias catastróficas que para el mundo europeo democrático pudieran tener su generalización y continuación en el tiempo. Temas todos ellos de complicada evaluación y ardua decisión. Pero siempre conviene recordar lo elemental: es urgente acabar con el tirano y con las consecuencias de sus actos. Aunque ello comporte la existencia de ciertos sacrificios.
Si la paz no arbitra mecanismos para la reparación, la justicia y la renuncia al uso de la fuerza no será duradera y se volverá a romper. Usted negoció el Acta Final de Helsinki sobre seguridad y cooperación en Europa. ¿Cómo de ser el acuerdo de paz que ponga fin a la confrontación bélica?
El Acta Final de Helsinki y la misma Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa que en ella encuentra su origen, están hoy sometidas a la misma duda existencial que ahora sufren la Carta de las Naciones Unidas y la Organización correspondiente: la agresión contra Ucrania supone la violación completa y radical de los “10 principios que deben regir las relaciones entre los Estados participantes”, uno de los cuales es naturalmente la Federación Rusa. Tanto más cuanto que en el caso de la OSCE todos los Estados miembros, que fueron 35 en su origen y hoy cuentan 57, trabajan sobre la base del consenso, lo que en la práctica supone conceder a cada uno de ellos el derecho de veto.
“Concluir que la democracia representativa está en sus estertores finales constituye para mí un tránsito sin fundamento. Mientras sigamos votando con libertad y expresando nuestras opiniones sin miedo a ser reprendidos y la economía social de mercado siga ofreciendo oportunidades de mejora para los que más las necesitan, la democracia sobrevivirá”
Es dolorosamente difícil imaginar en estas circunstancias dónde y cómo se puede gestar un acuerdo de paz que ponga fin a la agresión rusa. Tanto más si se tiene encuentra que para Putin no hay final que no contenga la ruptura de la integridad territorial ucraniana. Idealmente un acuerdo de paz debería contener la condena de la agresión, la restitución íntegra a Ucrania de todos los territorios ocupados, las reparaciones debidas por la Federación Rusa a Ucrania como consecuencia de todos los destrozos humanos y físicos en que han incurrido las tropas invasoras y desde luego la apertura de un juicio internacional contra Putin y sus colaboradores por los crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos durante la agresión.
No faltarán gentes que se inclinarán por compromisos intermedios, todos ellos basados en la idea de que “hay que dar algo a Putin” y la urgencia, moral o utilitaria, de retornar a la paz. Ello equivaldría a premiar la agresión y dar pie a que otros de la misma escuela tomaran nota y procuraran seguir el mismo camino. Entre otros, el mismo agresor de hoy. La historia no suele repetirse, pero lo sucedido en 1938 en Múnich entre Chamberlain y Hitler con respecto a los Sudetes recuerda en gran medida lo que ahora ocurre entre Putin y el Occidente con respecto a Ucrania. En el fondo, si bien se mira, la cara de Putin recuerda cada vez más a la de Hitler. Le falta solo el bigote.
¿Es posible que en el largo plazo China sea la auténtica vencedora y el nuevo líder global?
Muchos así lo creen. Y no cabe negar la realidad: China es hoy una potencia mundial en términos comerciales y económicos con visibles alientos imperiales en su entorno natural –el Mar de la China– y evidentes proyectos de proyección hacia el resto del mundo –África y Latinoamérica, principalmente–. También con no menos evidentes fragilidades: un sistema dictatorial y opaco al que no resultan extrañas las manifestaciones de incompetencia.
La Rusia de Putin es hoy claramente un subsidiario chino y Pekín ha tenido dos cuidados contradictorios, muy propios del sistema: mostrar una visible solidaridad fraternal con el agresor, pero sin llevarla hasta extremos de imposible recuperación. Y la China que tanto puede, depende para su presente y futuro de la red de intereses mutuos también creados con el mundo occidental euroatlántico que atiende a sus necesidades y compra sus productos.
No creo que China sea la vencedora de la crisis. Tampoco creo que quiera aparecer como tal. Entre otras razones porque, más allá de sus prospecciones globales, no le interesa enfrascarse en una tensión permanente con los Estados Unidos de América, y subsidiariamente con la Unión Europea. Claro que todo ello pudiera ser simplemente una profecía. O, como los sajones predican, un wishful thinking, la confusión de la realidad con los deseos. Quién sabe.
En 2015 usted ya hablaba de una renacida Guerra Fría. ¿No ha habido cierta dejación por parte de la comunidad internacional para dejar que la agresión ocurriera?
Fue precisamente a raíz de la invasión y anexión de Crimea por parte de la Federación Rusa en 2014 cuando utilicé el término y la comparación. Y desde luego la timidez con que la comunidad internacional reaccionó, o más bien dejó de reaccionar, contra ello es donde podemos encontrar algunos de los 33 polvos que han traído estos trágicos barros.
Hay que recordar también que Putin no era nuevo en esas maniobras agresivas: ya había hecho sentir su ilegal mano de hierro en Chechenia, en Georgia y en Moldavia, amén de otras incursiones en el terreno de la criminalidad que ya habían permitido tener una clara radiografía del siniestro personaje. Es comprensible, aunque no elogiable, que el estabilizado y próspero mundo occidental prefiriera mirar para otro lado ante acontecimientos que tenían lugar en tierras extrañas mal conocidas y nunca apreciadas. Era, de nuevo, la obsesión, tan lícita como torpe, por evitar la confrontación y mantener la paz.
Otra vez, los manes de Múnich, Hitler y Chamberlain. Pero todo ello no debe en absoluto permitir la desviación de las responsabilidades: la agresión militar de Rusia contra Ucrania tiene un solo culpable y se llama Putin. Todo lo demás son fabulaciones enloquecidas o subvencionadas, puestas en movimiento por aquellos abonados al sempiterno “oro de Moscú” o interiorizadas por los que a izquierda o a derecha ponen sobre el neozar moscovita los odios de la homofobia o las nostalgias del estalinismo soviético. Y es que, confusos manes de la historia, Putin ha conseguido lo nunca imaginado: que la ultraizquierda y la ultraderecha coincidan en la papanatas adoración de un sangriento criminal. ¿Nihil novum sub sole? Quizás.