Las enfermedades visitan a los seres humanos a su antojo, unas de día, otras durante la noche, trayéndoles sufrimientos, en silencio, pues Zeus les ha negado la palabra. Hesíodo. Felizmente, pues si siendo mudas son atroces, ¿qué serán parlanchinas? ¿Puede uno imaginárselas anunciándose? ¿En vez de síntomas, proclamas? Por una vez Zeus se comportó con delicadeza.
Cioran
Javier Milei se anuncia en su discurso y modo –cargados de elocuencia, con sus gesticulaciones, sus camaleónicas sentencias, sus dotes histriónicas extravagantes, agresivas, adornadas con insultos soeces a todo lo que parezca inconveniente a su gusto y oportunismo– como un nuevo actor del gran espectáculo en que se ha transformado la política en los tiempos de la globalización y de las nuevas tecnologías de la comunicación.
Es una especie de mago. Como los grandes demagogos en América Latina que siempre han sacado –a la usanza del oficio– de un viejo sombrero, un anacrónico menjurje ideológico que sirve rápido y para todo. En la psiquiatría y la psicología los perfiles que podemos hacer de los seres humanos ayudan mucho a aproximarnos a lo que serán las actuaciones, que al final nos permiten deducir el verdadero alcance de sus palabras; es el intento que pretendo en el pequeño ensayo que sigue.
Latinoamérica: líderes de promesas, no de hechos
Recordemos que en Latinoamérica son excepcionales los momentos en que los hechos superan a las palabras. El caso en el que la palabra ha superado con creces a los hechos ha sido lo natural. El oficio del demagogo populista o revolucionario es el código genético que identifica a nuestros hombres en el poder. Especialmente la mentira revolucionaria.
La versión más emblemática y distintiva del discurso político en el siglo pasado, nos ha dejado un legado de deconstrucción institucional, pobreza y desolación económica que la historia registrará como experiencias políticas que avergüenzan a la civilización occidental, como son los regímenes de Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Nunca he creído ni en el carisma ni en la elocuencia. Toda agitación es pasajera y contraria a la lucidez de la sabiduría, que es mesurada, reflexiva, profunda y silenciosa, por eso comparto el célebre aforismo de Cioran:
Montaigne, un sabio, no tuvo seguidores; Rousseau, un histérico, alborota aún a las naciones. Solo me gustan los pensadores que no han inspirado a ningún tribuno.
Una mínima panorámica de Suramérica
En grandes rasgos, el panorama latinoamericano, a riesgo de parecer exageradamente simplificador, podemos pintarlo como un continente a la deriva en un momento de crisis civilizatoria, con modelos de gobiernos liberales de escaso o poco rendimiento, y otros socialistas, de improvisados lectores de catecismos que nunca supieron qué hacer cuando llegaron al poder y aún no saben, en una época en que emergen nuevos paradigmas debido a la globalización, al reordenamiento geopolítico del mundo, a la reaparición de los nacionalismos y a la revolución tecnológica.
Milei no salió de la nada. Emergió de un nuevo escenario que aún –a su bien decir– no han descifrado o no han sabido leer las ‘‘castas’’ ancladas en una polarización imaginaria, para insuflarle fuerza o repotenciar ideologías fracasadas que hace tiempo dejaron de estar vinculadas a la nueva realidad.
Donde hay vacíos de espacios codiciados por el ser humano –poder, dinero, placer– cualquier aventurero los llena, sobre todo si hay varias cosechas de jóvenes que, sobrecargados de información, es imposible que no se sientan defraudados, decepcionados, solitarios, maltratados y rotos, cuando han pasado cuatro décadas desde que el presidente Raúl Alfonsín, en 1983, les prometió con la sensatez que lo caracterizaba: una democracia con futuro en la que se come, se educa, y se cura.
Derecha e izquierda, falso dilema
El falso dilema entre izquierda y derecha llegó a su fin, no solo porque se acabó la Guerra Fría, sino porque se trataba de una disputa creada artificialmente. La izquierda radical marxista fue liquidada por los militares institucionales y los promotores de la democracia entre la década del sesenta y del setenta.
Esa izquierda quedó después solo en siglas representadas, cuándo no, por unos pocos fanáticos que sobrevivían en las universidades, otros asociados al hampa común, o como grupos terroristas crueles y sanguinarios, como Sendero Luminoso en el Perú.
Después de finales de los sesenta, América Latina se debatía entre el final de las dictaduras y la emergencia de la democracia liberal, disputada fundamentalmente entre distintas versiones del socialcristianismo y de la socialdemocracia, inspiradas principalmente en las versiones de Italia, Alemania, y en liderazgos caudillescos de cada país que asumían las directrices y las interpretaciones personales que daba su líder a sus seguidores, como en el caso del peronismo en Argentina, o del gaitanismo en Colombia.
Esas versiones, básicamente de socialcristianismo y socialdemocracia, que ejercieron el poder en la democracia liberal, resultaron insuficientes para dar respuesta a las expectativas que crearon cuando nacieron y, peor aún, a las formas de gobierno que llevaban el sello de sus fundadores. A menos principios y más culto personal, mayores desafueros: peronismo, menemismo, kirchnerismo.
Una democracia sin verdaderos custodios y petrificada
La democracia liberal, burocrática y por lo tanto lenta –controles con los vicios propios del patrimonialismo: dejar hacer dejar pasar–, corrupta hasta los tuétanos, con distintos grados en uno u otro país, pero corrupta, se transformó paulatinamente, en la medida en que se incrementaba la gente que come, la gente que se educa y la gente que se cura, en un sistema que se equivocaba económicamente de manera reiterada, que languidecía por inercia, que se oxidaba, que se cerraba, que se hacía selecto, solo para beneficio de una casta.
En lugar de irla perfeccionando en su representación, que debería ser cada vez más aquilatada, más dinámica en el funcionamiento de sus poderes, más rigurosa en la aplicación de la ley y en la impartición de justicia, más mestiza, más a tono con nuestra cultura e idiosincrasia, con una educación cada día más acorde con los cambios, de más calidad y de mayor cobertura, se fue estancando con el mal clásico de nuestra bellaca cultura: despegue de esprínter y llegada de burro. Nos falta persistencia, disciplina, perfección, optimización y eso solo se logra, como en todo oficio, repitiéndonos bien hasta hacernos cada día mejores.
En América Latina, de acuerdo con Samuel Huntington, en nuestras sociedades adolescentes las expectativas crecen más rápido que el ingenio y la creatividad de los gobernantes para satisfacerlas; la democracia liberal tenía que generar un resentimiento natural en poblaciones que no veían satisfechas sus necesidades de crecimiento y bienestar y sí observaban en cada gobierno, engordar financieramente a quienes gobiernan y a los que están cerca del poder.
Al no satisfacer progresivamente las necesidades de las mayorías, las democracias latinoamericanas han perdido credibilidad y han alcanzado niveles de descontento nunca vistos, al punto que el lumpen de la izquierda se hizo notable cuando parecía exterminado, y ha tomado poder y fuerza en algunos países.
La mutación cultural provocada por la revolución tecnológica ha hecho más evidente la disonancia cognitiva de status, que no es otra cosa que el malestar generalizado que manifiesta la masa al sentir que algo le impide progresar y alcanzar los niveles de participación y bienestar económico que le corresponde. Haciendo más esfuerzo y trabajando más, su status social lejos de mejorar, desciende. Vivimos enterrados en arenas movedizas.
La democracia argentina
La democracia, después de cuarenta años de su restauración, el 30 de octubre de 1983, había quedado a la intemperie, expuesta a errores y omisiones; sin rectificaciones, innovaciones y reformas profundas por parte de la clase política, ‘‘la casta’’ como acertadamente la llamara ‘‘el león’’ Milei.
Pocas veces la democracia y los demócratas argentinos se miraron en un espejo y contemplaron sus verrugas, su miopía, sus síntomas de que, al igual que el cuerpo humano o como cualquier máquina o sistema, la democracia necesita atenciones, mantenimiento, tratamientos y operaciones quirúrgicas traumáticas, afecto, cuidado, para que cada día funcione mejor y en armonía, para que se haga realidad más allá del lema inicial, el sueño de todo auténtico demócrata, la democracia donde todos comen, todos se educan y todos se curan en libertad.
Encuentro una cierta similitud entre esos cuarenta años de la restauración de la democracia argentina y las cuatro décadas, cumplidas en 1998, de la democracia venezolana. En ambos casos, para cualquier buen observador del comportamiento de los liderazgos, no era necesario ser un experto en criminología para deducir por sus antecedentes golpistas, sus gestos, los matices atenuados y contenidos del discurso, la bestia que se insinuaba, aunque militar y de un signo ideológico contrario, al monstruo que asoma sus fauces hoy en el país de Jorge Luis Borges.
Ensayos urgentes: Para pensar la Argentina que asoma
Siento que deben ser profesionales o científicos sociales argentinos quienes nos ilustren con argumentos su visión de la realidad, plasmada en un libro escrito a contramano –después de las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias donde apareció un elefante que nadie vio, realizadas en agosto de este año– por una decena de profesores en distintas áreas titulado Ensayos urgentes: Para pensar la Argentina que asoma, compilado por Guillermo Levy.
En mi opinión, los trabajos de Lucas Arrimada y Andrés Ruggeri, sin restar importancia al resto, son los dos que más nos ayudan a entender el fenómeno Milei. Para el compilador, las primarias de ese 13 de agosto y sus resultados, dejaron la sensación de que habían quemado los libros con los que explicábamos el mundo y leíamos la política. No hay que llorar ni amenazar, hay que comprender y transformar, afirma el mismo Levy.
Las palabras iniciales del profesor Arrimada en su ponencia, parecen obra de un excelente retratista que reproduce exactamente la obra venezolana, puesta en escena en diciembre de 1998, esta vez representada por actores argentinos:
Los discursos hipócritas siembran la decepción que los cínicos cosechan. La democracia donde no se come, no se educa y no se cura se devora a sí misma. Se educa a sí misma en políticas de supervivencia y maltrato horizontal, crueldad del pueblo por el pueblo. Se enferma de malestar social que no se arregla con discursos vacíos y promesas recurrentes, en una economía en restricción sistémica. Ese malestar abandonado a su larvado y leudado, estimulado por factores extremos, provocarán acciones catárticas atroces. Lo peor está por venir y hay que prepararse.
En las condiciones de la Argentina de las elecciones del 2023, el apoyo público lo recibió quien con más eficacia maneja el dolor producto del malestar social levantado y orientado a remover la fibra interior de grupos específicos de minorías aisladas que se transformaron en emblemas para exhibir el espectáculo social de la crueldad en la descomposición.
La soledad que cruza a la sociedad, según Arrimada, no la analiza nadie. Los problemas de salud mental tampoco. El rol de las plataformas en las fracturas de la democracia sigue ausente. No hay diálogos ni debates, hay procesos de humillación y guerras culturales que han reforzado los traumas…
El libertarismo no es el único que hace cosplay de ideas, valores y principios… En la actualidad nadie parece creer en nada. La era de las ideas, valores y principios, de la responsabilidad y el honor, parece terminada. Estamos en tiempos de posmodernidad, de nihilismo performativo. Vivimos en presencia de la performatividad del mal. Las ideas y valores se performan para la audiencia mientras nuestros derechos se licuan en la economía. Estamos ante la performación del mal –sentencia Arrimada–.
Entre hipócritas y cínicos
Hay una imagen que este profesor maneja con una lucidez que ilumina con grandes reflectores las clases que representan a los aspirantes del poder cuando una democracia se encuentra en decadencia, o está en peligro de ser asaltada por un populismo autoritario emergente, por solo poner un nombre a los simulacros de democracia que producen especímenes extraños, de esos que actualmente van apareciendo en el mundo, con las mutaciones culturales que está provocando, en gran parte, la revolución tecnológica.
Es la construcción literaria de enfrentamiento de dos tendencias que sobreviven de la clase política en general: los hipócritas o simuladores, como yo los he llamado en Venezuela, y los cínicos sádicos. Los hipócritas o simuladores, la casta que se ha compartido y alternado en el poder tradicionalmente y los cínicos, que representan a los revolucionarios o aventureros de distinto o indefinido signo que, aún a sabiendas de que no pueden ni tienen con qué, se nutren del malestar que, por errores acumulados, omisiones, malas políticas y falta de creatividad, han fomentado los hipócritas.
Hay una mezcla de un fenómeno, dice Arrimada, parecido a la banalidad del mal, junto a un narcicismo potenciado y una vida ante audiencias, ante los ojos de los demás. Se ve lo que funciona y después se busca replicar el guión, actuar y performar. Sin estudio normativo, sin principios ni códigos, reactivo a las respuestas externas, al placer del corto plazo, al goce sádico.
Los hipócritas son frágiles porque, si son descubiertos se quiebran. No sucede igual con el cinismo sádico y nihilista. Es flexible como el junco: se dobla, pero no se rompe. El cínico dice lo peor sin rodeos, te promete la represión a sangre y fuego, la venta de órganos, el mercado de la muerte. Habrá tiempo para reacomodar las frases o cambiarlas después con una angelical sonrisa.
Los cínicos sádicos, afirma Arrimada, promueven las necropolíticas que felizmente construirán sin vuelta y con apoyo fervoroso. Para ellos, no hay culpa ni vergüenza ni límite moral alguno. Declaman libertad y practican la opresión en forma de empobrecimiento. Profesan el liberalismo y administran autoritarismo y negocios para un círculo. Fingen escuchar a la gente y hacen lo que dice la casta financiera.
El elefante que nadie vio
Andrés Ruggeri, en su ensayo El elefante que nadie vio, sostiene que son varias las motivaciones que convergen para explicar la perplejidad que conmociona a la Argentina después de la victoria contundente de Javier Milei con 14.554.550 votos, para el periodo presidencial 2023-2027. La mayor cantidad de votos obtenidos en toda la historia (55,56% contra 44,35% de su opositor Sergio Massa).
En el caso de la excelente votación obtenida en las primarias: en primer lugar, se estima que esa votación proviene de un sector que encontró en el candidato de la Libertad Avanza, la manera de castigar la pésima gestión de Alberto Fernández, especialmente en el manejo económico. En segundo lugar, fue un repudio a la política que no brinda esperanza, sino que trata de demostrar que los demás son peores. Y por último, una ilusión estilo ruleta rusa de votar por el único que todavía no los defraudó porque no ha gobernado y provoca a la casta en la que la gente depositó toda la culpa.
En lo particular, la hipótesis de Ruggeri propone que una gran parte de esos votantes responde a la reformulación del mundo del trabajo que ha provocado la hegemonía de las políticas neoliberales en el capitalismo globalizado en las últimas décadas que los gobiernos progresistas no han sabido revertir y que, por el contrario, inadvertidamente han favorecido.
La sociedad rota conecta con un líder también roto
Coincido casi en su totalidad con la tesis de Arrimada, quien sostiene que una sociedad rota y abandonada, maltratada y solitaria, conecta con la fragilidad de alguien tan roto, abandonado, maltratado y existencialmente solo como ella. Muy enojado con sus padres –solo después de 10 años volvió a tomar contacto con los jefes de la familia– y tan lacerado emocionalmente como la misma sociedad. El enemigo común son sus padres, los políticos, las elites, el sistema político.
De allí que Levy afirme, con gran tino, que la virtud política más destacada de Milei está en conectar con el espíritu del 2001,del que se vayan todos y presentarse como el instrumento para castigar a una clase política convertida en el chivo expiatorio de la sociedad que asume una irresponsable posición de víctima.
Ellos me rompieron –interpreta Arrimada a Milei–, los quiero rotos y humillados, con terror. Javier Milei parece, en su comportamiento psicológico, el otro lado de la moneda de lo que representó Chávez en su momento. La versión contraria de uno de sus enemigos, los zurdos, a quienes tan vehementemente desafía y ofende. Solo que estos, mostraban otras motivaciones distintas, también muy oscuras: el resentimiento – voy a freír sus cabezas en aceite–, la cólera, la envidia al funcional, al ganador, al poderoso por mérito y por mano propia, al distinguido, al noble; Chávez era más un vengador de sus carencias personales, sociales y afectivas.
La misma finalidad, diferentes motivaciones y estilos
Por eso hay también diferencias motivacionales distintas entre esta pléyade de ‘‘estrellas nacientes de la política’’ en el continente, que acompañan los nuevos paradigmas, resultados de la crisis civilizatoria, la globalización, el resurgimiento de los nacionalismos y la nueva revolución de la técnica y las comunicaciones. Ellos son los hijos de la era, el populismo autoritario.
Para Arrimada, Donald Trump, Bolsonaro y Macri son fenómenos muy diferentes en su calidad, en su gestión pública y en su trayectoria hacia el poder, a los casos de Chávez y Milei para mí. Los tres, según él, son ganadores, empresarios, bien nacidos, machos alfa, así construyeron la imagen pública con la que performan.
A ninguno, afirma Arrimada, se le recuerda un momento de fragilidad humana sincera, de debilidad evidente, de exposición, de ponerse a llorar en una entrevista, de saberse y mostrarse roto, profundamente solo, como un paria frente a todos, como un bicho raro, de reconocerse maltratado, ninguneado, humillado en privado y en público.
Concluye: las inseguridades de Milei son evidentes, pero también son auténticas, sinceras, no está performando, actuando, simulando. Igual que sus abruptas reacciones. Todos podemos conectar con esas inseguridades, con su forma extraña de bailar… y eso lo humaniza, aunque su discurso sea profundamente insensible, deshumanizante y nos augure un mundo de dolor.
Las nuevas tecnologías hicieron el resto
Un sistema democrático que se petrifica, una clase política que no gobierna para todos, que no se actualiza, que no moderniza las instituciones, que, al igual que en el caso venezolano, después de cuarenta años no ha superado ni siquiera el presidencialismo, tiene como consecuencia que las mayorías, cansadas de esperar, maltratadas e inmovilizadas -y ahora con las nuevas tecnologías, que empoderan más ficticiamente de igualdad a las sociedades-, ante la inercia y la indiferencia, muestren el signo manifiesto de ese descontento, que es sin duda, la indignación.
Pero esa indignación, recordemos, es individual, aislada, así como aparece y se manifiesta a favor de Milei, no se convierte en masa, carece de propósitos, en una sociedad organizada. La ira, como se concentra en votos, asimismo muta en desconfianza y castigo ante cualquier acción que moleste.
Llega el que mejor conecte con la insatisfacción, alguien con un discurso altisonante que puede ser cualquiera que se parezca al más común de los hombres, alguien a quien los algoritmos logren hacer compatible con la soledad de los seres humanos, que es otro de los signos de la transición que hoy vive el mundo occidental.
Epílogo
Como bien lo afirma Arrimada, Milei conecta e interpreta sensiblemente algo que está en la sociedad y la sociedad que lo escucha conecta con Milei. No hace falta escucharlo ni reflexionar su ‘‘propuesta’’. Los gestos ya generan una conexión posible. Todo lo que está mal ya lo saben quiénes miran imágenes, incluso con las pantallas en silencio.
La paradoja es que en un mundo cada vez más falso, con performance de malos actores que nos distraen de un futuro eclipsado, lo más auténtico y potente es el dolor, es la bronca, es la angustia, es el trauma, es el origen de la tristeza, del vacío, de la soledad. La performatividad del mal oculta la extrema fragilidad humana de esa vida. Una parte importante de la sociedad doliente parece conectar con esa fragilidad del mal.
Y el problema, confiesa Ruggeri, es que no tenemos un solo proyecto creíble a futuro, simplemente no ofrecemos otra cosa –y aquí el parecido con Venezuela luce patético, después de 25 años, salvo algunas propuestas aisladas– que volver a los buenos momentos del pasado.
Si no logramos estructurar un nuevo proyecto de transformación –acota Ruggeri– que dé esperanzas hacia el futuro, solo nos resta esperar el fracaso de la ultraderecha en su experiencia de gobierno, lo que ciertamente va a llegar con un costo económico, social, político y cultural intolerable.
La noche de diciembre de 1998, que prometía una mejor democracia en Venezuela, se convirtió en una pesadilla de 25 largos y penosos años que aún no termina. Ojalá y la noche que comenzó el día que Javier Milei arribó a la presidencia se transforme, por el bien de Argentina, en una cálida noche de verano que sirva para que más temprano que tarde, la democracia argentina retome el camino hacia su renovación y consolidación definitiva. El tono y la calidad del discurso no presagian mis buenos deseos.