Desde el momento en que Irán se convirtió en una república islámica –el referéndum que oficializó el comienzo de la nueva época se efectuó el 1 de abril de 1979–, tras el derrocamiento del sha Mohammad Reza Pahlaví, los nuevos gobernantes de Irán tomaron un camino bajo la guía del ayatolá Ruhollah Musavi Jomeiní: construir una teocracia al margen de la ley.
En lo sustantivo, esa ruta no ha sufrido modificaciones en este período que ya supera las cuatro décadas. Muchos analistas especularon que tras el brutal período en que gobernó el extremista Mahmud Ahmadineyad (2005 a 2013), el ascenso de Hasán Rohaní, en agosto de 2013, al que por un tiempo se calificó de “moderado”, permitiría dos grandes cambios: que comenzase una apertura en el ámbito de las libertades para la sociedad iraní y que Irán dejase de constituir un peligro no solo para sus vecinos, sino también para el planeta entero.
Aquellos entusiasmos menoscababan la principal cuestión de fondo: que los presidentes de Irán no son más que gestores de coyuntura, y que el núcleo del poder está constituido por el triángulo que conforman el líder supremo –Alí Jameini, desde 1989, tras el fallecimiento de Jomeiní–, el Consejo de Guardianes –integrado por 12 miembros expertos en “jurisprudencia islámica” y que gozan de un poder de veto casi único entre las estructuras de poder en el mundo– y la Guardia Revolucionaria Islámica, fundada por Jomeiní en aquel abril de 1979, verdadero poder militar del extremismo islámico, emporio cuyas ramificaciones controlan buena parte del país. No se equivocan quienes sostienen que su poder real es mucho mayor que el de la red clerical chiita.
La Guardia Revolucionaria Islámica o Pasdarán es, en lo primordial, un Estado dentro del Estado. Una feroz estructura incrustada en los miedos de cada familia iraní que vigila cada uno de sus pasos. En términos militares, aunque sea una rama de las fuerzas armadas de Irán, es mucho más poderosa que ella: sus miembros están mejor entrenados; disponen de los armamentos más sofisticados; mantienen operaciones terrestres, navales y aeroespaciales; controlan la milicia Basij, de casi 100.000 miembros; entre sus ámbitos de influencia están los medios de comunicación y el sistema educativo; y, muy importante, son propietarios de un enorme conglomerado económico que incluye las mayores empresas en telecomunicaciones, petróleo y gas, construcción –especialmente de obras públicas–, ingeniería, sector automotriz, naviero y más. Su objetivo, proteger la revolución islamista, le ha facilitado convertirse en una red de activos cancerberos que oprime la cultura y la cotidianidad de cada persona de Irán.
En abril de 2019, la Guardia Revolucionaria Islamista fue declarada “terrorista” por el gobierno de Estados Unidos. La medida la convierte en la primera organización regular –un ejército de Estado– en recibir la misma calificación que grupos como Al Qaeda, ISIS, Boro Haram, Hezbollah y otros. No debe haber duda al respecto: la Guardia Revolucionaria Islámica, núcleo del poder en Irán, es la entidad encargada de gestionar el terrorismo, una de las principales políticas de Estado de la república islámica.
Una de las unidades de la Guardia Revolucionaria Islamista, conocida como la fuerza Quds –creada en 1982–, que está bajo el mando directo del líder supremo, se especializa en operaciones extraterritoriales. En la mayoría de los casos, la estrategia procura ocultar su participación en las operaciones. Su método más frecuente consiste en proporcionar recursos financieros, armas y entrenamiento a miembros de Hamás, del Hezbolá libanés, la yihad islámica palestina (PIJ), las brigadas Al-Ashtar en Baréin, el Hezbolá de Irak, a los hutíes en Yemen, a los talibanes en Afganistán y a muchas otras agrupaciones.
Los terroristas son enviados a Irán con la coartada de que viajan a recibir educación religiosa, cuando en realidad son sometidos a intensos entrenamientos en las técnicas de acabar con vidas inocentes. Cuando se suman los ataques relacionados con Irán, por más cuarenta años, el balance es la pura atrocidad. De acuerdo con estimaciones de expertos, el extremismo iraní ha invertido no menos de 80.000 millones de dólares con resultados sangrientos: más de 200.000 muertos, decenas de miles de bombas detonadas en los 5 continentes. En los últimos 10 años, la expansión terrorista de Irán ha alcanzado a 30 países en los 5 continentes.
Pero esto no es todo. La misma teocracia asesina ha desarrollado una industria de misiles que viola los tratados internacionales de No Proliferación que ahora intenta establecer una sucursal operativa en territorio venezolano, para expandir las mismas políticas de coacción y desestabilización en todo el continente americano. Menos conocidas, pero también de extremo peligro, son otras actividades que desarrolla la teocracia asesina de las que poco se habla: el enorme entramado societal y financiero, disperso por todo el mundo, que le sirve para obtener recursos para sostener grupos terroristas, adquirir armas y encontrar guaridas para sus líderes. Hay que añadir la creación de ejércitos de hackers que actúan en diversos ámbitos en contra de los intereses de gobiernos democráticos.
He considerado necesario escribir este artículo para exponer en líneas gruesas quién es el aliado de la tiranía de Maduro que le vende combustibles, instala una red de automercados, se dispone a tomar el control de la desaparecida producción petrolera y, lo más riesgoso, quiere convertir a Venezuela en un territorio bajo su control para desplegar misiles y convertir al país en un centro exportador de terroristas para todo el continente.