A M.D.S.
Del 20 de febrero al 19 de septiembre de 2004, más de 200 obras que pertenecen al Museo de Arte Moderno de Nueva York, el MoMA, fueron expuestas en el Neue Nationalgalerie de Berlín. Yo estuve ahí. Contigo.
Después de darle la vuelta a contrarreloj a Europa, empezando en Londres, Bélgica, Francia y España, llegamos a Berlín, que, sin saberlo, exponía obras icónicas que yo nunca creí llegar a ver de cerca. La Persistencia de la Memoria, el mural de las Cuatro Estaciones de Twombly y el mural a tres piezas de los nenúfares de Monet que ya anunciaban su entrada al arte abstracto. La Noche Estrellada era la más visitada.
Me senté frente a ésta, contigo, y parte para aparentar algo de erudición, parte para apreciar un momento único frente a algo único, parte para entender el porqué esta obra es tan famosa y parte para estar contigo, me senté una hora frente al mayor cliché del arte moderno, mientras me seguía enamorando de mi amiga. Otro cliché de la Modernidad.
Te enamoras del amor que evocan las estrellas en remolino y te preguntas si esto que sientes es posible. Lo haces como jalado por un instinto, como el artista que pinta sin saber porqué.
Recuerdo una vez en la esquina de alguna esquina de Madrid, me mirabas con ojos grandes mientras yo te hablaba de mis sueños, y planeábamos el día siguiente para aprovechar el tiempo. No dejar esquina de museo sin visitar.
En esa época, yo no tenía especial cariño por los museos de arte. Mi papá es de los que siempre comentaba frente a los cuadros modernos que hasta un niño podría haber pintado eso y por eso su fascinación era más por los museos de Historia Natural y los de Ciencia y Tecnología. Mis papás me llevaron al Louvre, al Orsay, al Prado y a la Uffizi, pero más por la selfie, antes de que las hubiera, que por su apreciación estética o su atracción por la vida artística.
Pero años después, contigo caminé por el Thyssen y el Reina Sofía, a paso lento con demasiadas pausas, parte porque te quería abrazar por la espalda, y parte porque parecía que tú sí sabías para qué estaba el arte ahí.
Muchos años después, en el Tamayo, leí en la pared de la entrada de una exposición que no recuerdo, que cada obra que se agrega a la colección no solo es una pieza más, sino que cada adición, reescribe toda la narrativa.
Eso es lo que hacemos cada vez que vamos a un museo. No es nuestra vida de siempre más un museo nuevo que agregar a la larga lista, sino que es una nueva vida.
¿Te acuerdas cuando Ella no se quería dormir en el Rodin? Dos horas para que nos deje ver la exposición en paz. Pero ella es como tú: va a aprovechar el tiempo. Está a contrarreloj. Y entonces, aprendimos que al museo no se va con carriola, sino con ergo baby para que tu bebé sea parte de la obra misma que estás viendo.
O tocando.
Como cuando Lara tocó el Rothko en el LACMA antes de que los guardias le saltaran encima.
Benditas sus manos. Las de Mark y las de ésta niña que está poseída por lo pictórico.
Yo también toqué a Rothko esa primera vez en el TATE. Nos encontramos, cada quien en su camino por separado antes de coincidir en la entrada tan gigante de ese museo, y tú que ya habías hablado con Rothko, me sentaste en el centro del Rothko Room y me dejaste ahí en silencio. Y pocos días después, el viaje a contrarreloj por Europa nos puso una retrospectiva de él en el Guggenheim de Bilbao sin que lo hayamos pedido. Pero si.
Difícil no enamorarse de ti a través de los museos que haz hecho aparecer a lo largo del camino.
En la luna de miel apareciste una expo de Annie Leibowwitz en Sydney y otra de Cartier Bresson en algún lugar que ya olvidé. O tal vez fue al revés. Éstos fotógrafos, con sus fotos tan famosas, son parte de nuestra intimidad. Tú me hiciste apreciar que la foto de Schwarzenegger o de la Reina Isabel, esconden más que un opulento presupuesto para armar un buen set y comprar un buen vestuario. Por eso entendí rápido cuando me llevaste a ver a Balenciaga en el MaM, a la colección de Cartier y cuando me pusiste los documentales de Grace Coddington, de Yves Saint Laurent y de Bill Cunningham. No es el precio de la bolsa, ni del cuadro, es lo que hay detrás. El arte no es el producto, es el proceso.
Tú siempre lo supiste porque te lo susurró Rothko: El silencio es tan preciso.
Yo sigo evocando ese silencio con tantas palabras que uso.
Con el tiempo aprendí a deambular por los museos con audífonos escuchando música clásica, o rock en español, y burlándome de mi y de los que deambulan el museo como sabiendo a dónde van. Nadie lo sabe. Prefiero seguirme riendo de eso. Que mis hijas sepan que yo tampoco lo entiendo, aunque me ponga a leer y me aprenda las fechas de nacimiento de los artistas.
Con el tiempo aprendí a ir dos veces al mismo museo, o tres, o cuatro. Nadie se baña dos veces en el mismo museo. Cambias tú y el museo también. Nuestras hijas lo empiezan a percibir: la vida se trata de regresar al lugar de siempre. Tal vez esa es la definición de familia. ¿Y quién diría que la mejor atracción en Miami es un museo frente al puerto de los cruceros?
Peregrinamos a la Orangerie, al museo privado de Dalí en Montmartre y luego al de Picasso en Le Marais. Tomamos clases de Picasso en francés, ¿cómo es posible tanto amor y tanta vida en una vida?
Me encantó que nunca fuéramos a ver el penacho original de Moctezuma en Viena, pero hablamos de él mientras evocamos a Klimt y los penachos que el esconde en sus follajes de oro y clorofila.
Hace unas semanas fuimos por tercera vez al museo de la filatelia de Oaxaca, lo vimos el último día antes de manejar 8 horas de regreso. Vamos, aunque solo tengamos 20 minutos.
Mientras tú buscas los horarios y te aseguras que no vayamos los martes porque los cierran, yo me trato de ubicar en el mapa para no perdernos la Monalisa, aunque lo padre son los cuartos de a lado con los grandes murales bélicos, que repetitivamente nos siguen diciendo que esa es la forma de crear democracia y libertad. Una mezcla de guerra y pintura sobre lienzo.
Peregrinamos también a Giverny.
Cuando fui contigo la primera vez y nos tomamos el tiempo para la foto perfecta en el Puente Japonés, sí me hubiera creído que a la siguiente, no habría tiempo para esa foto porque nuestras hijas no se quedarían quietas.
Siempre prefiero imaginar el Puente Japonés que verlo en foto. O mismo en los cuadros de su arquitecto. El Puente Japonés es algo que existe porque lo imagino. Y aunque ese lugar es bajado de la imaginación, Monet, y yo, y tú, sabemos que nos vamos quedando ciegos y por eso la memoria y la posibilidad son inmortales.
Las fotos, además, son pobres representaciones, y por eso nunca han sido nuestros tesoros de esas visitas. Ni siquiera las postales que de vez en cuando compramos, o los lápices que dejamos de coleccionar en algún momento del contrarreloj.
Pero los libros de arte, eso si, nunca dejaremos de coleccionar. Si nos separamos algún día, tendríamos que comprar los mismos para duplicar nuestra biblioteca que es lo que nos constituye a cada uno por separado. La separación es tan imposible como los bebés siameses que comparten corazón. Habría que elegir. Pero no.
Sé que a veces te aburro con mis discursos del colonialismo y la espectacularización del arte. Que las cuatro paredes blancas me empiezan a dar miedo y siento la obra separada de su espectador. Es en los últimos años que empiezo a apreciar el performance, las obras de arte que se consumen mientras son expuestas, las que no llevan demasiada explicación y las que están fuera de los libros de historia porque le están hablando al futuro.
Tú me has llevado a esos museos fuera de los museos. Los que montan en bodegas abandonadas y en las naves industriales que las clases bajas y marginadas se apropian para hacer un retrato de sí mismas. Yo no llegaría por mi mismo a esos lugares que tú encuentras en tus blogs y te aventuras sin que alguien te haya asegurado de que son seguros.
A mi no se me ocurriría ponerme a contar los Space Invaders de las calles o aprovechar mi viaje a Sao Paolo para explorarlo a través de los murales de aerosol que re-inventan la ciudad y sus favelas.
A veces yo me digo ser el intelectual, el que sabe de arte o al menos el que quiere contenerlo, pero tú eres la verdadera artista porque eres la exploradora. Tu terapia es práctica. Tu conocimiento no es enciclopédico, pero es de la experiencia vivida.
John Lennon se enamoró de Yoko porque en una de sus exposiciones, ella puso una escalera que solo te llevaba al techo. Pero al subir y acercar tu mirada al límite superior de la galería, ahí, en letras chiquitas que necesitaban una lupa, se leía: “YES”. Solo así se alcanza el amor. Y por eso trasciende los techos.
Nos metes al jardín escultórico, sea Storm King o al de arte moderno de Nueva Orleans, y les tomas fotos a tus hijas mientras tocan, juegan y aprenden en los árboles que envuelven a las esculturas que la lluvia y el tiempo van dejando atrás.
¿Te acuerdas en la Gagosian cuando nos metimos a los laberintos de Richard Serra? A contrarreloj nos vamos encontrando, mientras buscamos a nuestras hijas para que no se pierdan en su futuro. Te repito: yo me hubiera contentado con verlo en una foto o ver cómo se ha movido el precio de esas piezas en el mercado.
Y luego, nos llevas a los talleres de niños. Eres la única persona de este continente que sabe que esas zonas son más que una ludoteca o donde encuentras una niñera para que te cuiden a los infantes mientras te vas a la cafetería. Tú sabes que los usuarios más importantes de los museos son los niños y a través de ellos, las familias pueden unirse, conocerse, despertar una vida creativa cuando la fuerza de la rutina y las aspiraciones occidentales, nos hacen meros turistas en las ciudades que habitamos y en las cuales morimos lentamente.
Lara pintó la escultura de Giacometti mejor que Giacometti mismo. La foto del dibujo lo atestigua, pero su certeza de trazo lo haría atestiguar igual al Giacometti mismo. Por eso hace su arte, me lo dijo él, en uno de sus silencios.
Lloro al visualizarte en la cama reservando tres semanas antes las actividades para niños. Y pagando 35 euros por ellas. Algo sabes que nadie más. Ahora que hay tantas dudas sobre si usar el Louvre, el Met y el British como el ejemplo para los museos del futuro, creo que tú sabes algo que concierne a los niños que establece una nueva posibilidad para estas instituciones centenarias. Tal vez las historias de los países, y sus guerras y las historias de sus vencedores, no es lo que los museos deben perpetuar por siempre.
A los niños eso les importa menos. Si bien la memoria del pasado es necesaria para tantos fines, los niños están más en el presente y el futuro. Y hay que permitir, no solo hoy sino cuando ellos tengan hijos y los lleven a los mismos museos, que piensen más con sus manos y con el corazón que las irriga.
Por eso empiezas a pensar en el futuro de los museos también como algo que sucederá dentro de casa. Lo empaquetas para ir en familia, para escucharlo en el coche. No tienes tanta teoría aún, pero tus curiosidades e investigaciones a algo están apuntando. Ojalá te permitas seguirte invitando a la discusión global sobre la definición del Museo. O al menos, me lo quieras compartir a mi y me pidas que te acompañe a seguir haciendo tu research y te pueda yo abrazar por la espalda.
Ahora amo las tiendas de los museos porque me recuerdan a ti. Y entramos al museo por la tienda y salimos por ahí también. Sin comprar. Te veo diseñando las tiendas de los museos que se han transformado para bien, pero ahora todas son copias de sí mismas, y ya cansan las tazas ingeniosas y las repisas de diseñador para colgar tus libros en la pared. También las cafeterías podrían ser transformadas.
¿Te das cuenta? Sigo intentando meterme a la conversación de los museos. Contigo quiero ser “alguien” en ese mundo que tanto amas, y haciendo esto, veo que siempre me has dejado ser quien soy. Y que te encanta tomarme fotos cuando cargo a nuestras hijas en los hombros y me las llevo a ver el Azul Klein.
Patti Smith y Robert Mapplethorpe no tenían suficiente dinero para ir al Whitney. Compraban un boleto y uno esperaba al otro en la banca de enfrente. Tú y yo no hemos pagado museo por tener unas credenciales de prensa, que hasta hace unos años eran falsas, pero ahora, ya las portamos con mayor legitimidad.
Escribo estas líneas para enaltecer la memoria en el contrarreloj. Para enaltecer esta alianza de co-curaduría de vida. Para preservarla, compartirla y hacer un cut-out al estilo Matisse. Saborearla cada vez que paso por ahí.
Como lo hacen los museos.