La mayoría de las naciones de América son propensas a elegir redentores que luego se convierten en los verdugos de su libertad. Sin duda, son sociedades a cuyos dirigentes les encanta patear lo conquistado institucionalmente cuando llegan al poder y borrar lo que han logrado otros con inteligencia, sentido de justicia y de progreso. Su promesa es el cambio.
Son ilusionistas que tienen un mercado cautivo de ignaros, ingenuos y desesperados a quienes hacen creer que sin esfuerzo alguno es posible ascender socialmente y mejorar los niveles de vida. Son sociedades adolescentes, tan inmaduras como arrogantes. La mayoría de las veces eligen emocionalmente y, aparentemente, casi nunca llegan a desarrollar el sentido común, que a mi juicio simplemente depende de buena intuición —que no la tienen todos— y de educación que esa masa no tiene y que cada día es más deficiente e insuficiente.
Pueblos narcisos que viven contemplándose sin saber qué camino definitivamente tomar para hacer perfectible la democracia, consolidar la institucionalidad y lograr el desarrollo. La democracia, recordemos, es un ser vivo que hay que alimentar con creatividad a diario. Pero da la impresión de que el tiempo no cuenta, los dirigentes no pagan sus delitos y, lo más grave, los disparates económicos y políticos, los sufrimientos y los muertos no tienen dolientes.
Cada cierto tiempo, las expectativas para mejorar con cambios en democracia —que son progresivos, paulatinos, lentos— se desmoronan y la gente siente que lo que se ha hecho no es suficiente para permitirle avanzar a un ritmo en el cual se sienta que el progreso y bienestar son inmanentes al ritmo y rumbo político de sus dirigentes e instituciones. Las personas se derrumban y piden un cambio sin importar la naturaleza ni quién lo promueva. Abandonan el exiguo sentido común instintivo que poseen y, extraviadas, se lanzan en búsqueda de la novedad.
El padre espiritual de la democracia, Alexis de Tocqueville, identificó en su libro Democracia en América que el principal enemigo de la democracia era consustancial a la eficacia de su funcionamiento: satisfacer las expectativas de participación de las mayorías y de bienestar integral sostenido en el tiempo. De no lograrlo, su comportamiento se traduce en un modelo de inestabilidad política a causa de las esperanzas frustradas y su potencial revolucionaria. La disonancia cognitiva de status, es decir, la frustración que se acumula cuando una persona piensa que algo le impide progresar social y económicamente y se ve en un escalafón más bajo del que corresponde a sus expectativas.
Samuel Huntington, autor de un libro de gran utilidad para entender Iberoamérica –Political Order in Changing Societies– hizo aportaciones sustanciales para reforzar la tesis Tocqueville sobre las esperanzas frustradas. Demostró con datos de muchos países que las sociedades agrarias, al igual que las economías capitalistas avanzadas, son más estables, mientras que los países en fase de modernización (como los nuestros) son puntual y regularmente objetos de golpes de Estado, revoluciones, insurrecciones, revueltas, rebeliones y guerras civiles.
Agregaba que el asunto está en que las nuevas tecnologías logradas en la modernización (sindicatos, periódicos y partidos políticos) otorgan a las personas la capacidad de plantear exigencias políticas que los sistemas políticos tradicionales no están en capacidad de satisfacer. Los expectativas crecen más rápido que las respuesta de las instituciones.
La modernización, en opinión de Huntington, posee una enorme capacidad para provocar una disonancia cognitiva de status de dimensiones descomunales en los países en desarrollo. Especialmente en el presente, que con la revolución digital ha empoderado a los ciudadanos, que se sienten falsamente protagonistas y dueños de su destino. Como corolario, los ritmos de movilización social y el auge de la participación son elevados y los de organización e institucionalización política bajos.
Es lo que está ocurriendo hoy en Iberoamérica, donde una insatisfacción sostenida ha creado una tendencia al desorden, a la revancha y el escepticismo en la búsqueda del cambio. Se promueven y aúpan nuevos hombres y nuevos proyectos a ciegas, sin importar las experiencias del pasado, la escasa o nula capacitación de los liderazgos en asuntos del Estado, pero especialmente haciendo caso omiso de sus credenciales como enemigos de la democracia liberal y el libre intercambio del occidente capitalista y cristiano.
Hoy suenan las alarmas en los sectores que aún poseen sentido común en Latinoamérica. La gente vive presa de la ansiedad. Piensan que la llegada de Pedro Castillo, Gabriel Boric y Gustavo Petro desencadenaría la venezolanización de la sociedad latinoamericana. Una preocupación valida, pero lejos de la realidad. El caso venezolano es único y suigéneris, imposible de repetir. Chávez era un militar que por ignorancia y resentimiento creó un espíritu de cuerpo en los militares contra la civilidad, corrompió las fuerzas armadas e hipotecó su obediencia y lealtad a países enemigos de la democracia, la libertad y el libre intercambio.
El pobre Pedro Castillo es un maestro humilde, preso en su soledad. Un náufrago al que las olas lo arrastraron hasta el palacio presidencial del Perú. Ni siquiera tiene un equipo de profesionales calificados que lo acompañe y se arriesgue con él en el ejercicio del poder. Es un pobre ser anodino. No sabe qué hacer ni por dónde comenzar. Un personaje folclórico, inofensivo y patético. Inspira lástima.
A Gabriel Boric se le irá el primer año de mandato tratando de atar consensos para la aprobación de la nueva constitución. Tendrá en las fuerzas institucionales chilenas sus más fuertes escollos, especialmente la Iglesia, las Fuerzas Armadas y la elite de la sociedad civil chilena, que ya anuncia su alerta ante los dislates contenidos en el primer borrador.
En cuanto a Gustavo Petro, sus adversarios más notorios serán los empresarios colombianos —a quienes los radicales izquierdistas acomplejados de Puebla llaman “oligarquía”— y las Fuerzas Armadas, que tienen más de medio siglo combatiendo los grupos irregulares y conocen bien el pasado de Petro como militante del M-19. Nadie olvida el dolor causó al pueblo colombiano con el criminal asalto al Palacio de Justicia en 1985, que causó 98 muertos entre civiles y militares.
Petro maquilló su turbulento pasado con una buena gestión al frente de la Alcaldía de Bogotá. Sin embargo, intuyo que no verá realizado su sueño. Doy por descontado que Rodolfo Hernández lo derrotará en la segunda vuelta.
Las esperanzas frustradas y la disonancia cognitiva de status en sociedades de mentalidad adolescente y de frágil memoria, en un momento de cambios vertiginosos provocados por la globalización, de revolución digital y pandemia, producen en una masa emotiva (que siente, más que razona, presionada por las carencias y la ignorancia) la atrofia del sentido común al momento de elegir.
Una masa tan volátil y desprevenida como la adolescente del barrio que, hambrienta y sin futuro, se va con el que le susurre al oído las mentiras mejor presentadas relacionadas con sus más ansiados anhelos: la maternidad y el abandono del infierno que significa su casa. No sabe que el que mejor enamora es el que peores resultados le garantiza de la aventura.
Por lo complejo de sus raíces culturales y su historia, América Latina constituye una gama de problemáticas muy difícil de abordar con las herramientas convencionales, que son las de los políticos tradicionales. Y esa es la responsabilidad que nos toca asumir a todos. Las respuestas hasta han sido insuficientes ante los voluminosos e intrincados desafíos, además de lentas y burocráticas.
Lo que hoy acontece, lejos de abrumar a los verdaderos demócratas, debe convertirse en el gran acicate para perfeccionar lo que siempre hemos hecho mejor que sus enemigos: preservar la democracia, mejorarla y defenderla.