No hay democracia sin información veraz y no hay totalitarismo sin desinformación. La verdad material es una aspiración lógica de cualquier sistema libre y plural, y, en cambio, cada vez el ruido informativo, tanto en medios de comunicación tradicionales como en redes sociales, se ha convertido en un molturador de conciencias.
Antes de que existiera el ágora digital, un verdadero Estado confuso con un gobierno inasible como en el Mago de Oz, ya existían herramientas de propaganda que conducían el sentimentalismo mórbido de las sociedades hacia el borrado de cualquier inteligencia natural. La inteligencia artificial, al menos hasta la fecha, opera como una tecnoalucinación autoritaria y militarista y debilita las bases mismas de la democracia, precisamente en donde más tenía que soportarla.
Si alguien entendió que las redes y sus aledaños iba a ser meros repositorios de información para albergar contenidos reales, era un aborigen ingenuo y víctima propiciatoria de los anticuerpos antiliberales. Bienvenidos a la distopía.
La sociedad está plagada de bienintencionados que aceptaron las redes sociales como un territorio cuasilibertario donde podía desaparecer la intermediación para hacer de la democracia un espacio libre de interferencias y filtros. La utopía de la democracia directa frente a la democracia representativa parecía abrirse paso a través de la democracia digital. Sin embargo, las buenas intenciones sucumbieron pronto ante la constatación de que la soberanía digital no radicaba en los usuarios, como aparentemente podría pensarse, sino en una élite tecnológica y minoritaria opaca y ajena a cualquier control democrático.
El oligopolio de los partidos y de sus convenciones de poder estaba llamado a ceder ante las comunidades digitales que aspiraban a recibir información cabal y así actuar de modo directo en la actividad política. Sin embargo, la falta de fiabilidad de la información y la entrega del poder de control al monopolio tecnológico, cuestiona la totalidad del modelo y refuerza nuevamente el poder de los intermediarios tradicionales, esto es, de los partidos políticos y de los medios de comunicación veraces.
Pero la desinformación es un fenómeno predigital, como todos los problemas que han acuciado y sacuden a la democracia. La manipulación social ha sido llave de paso para regímenes totalitarios a través de la propaganda o directamente desde el embuste, con el agravante en el «Moby Dick» digital de que la manipulación es inmediata y renovable continuamente. Pero no sólo de los regímenes totalitarios y de las primeras hornadas de populismo a finales del siglo XIX, sino también de los bandos en una contienda. La desinformación bélica y el recreacionismo fueron munición emocional efectiva en las dos grandes guerras mundiales como también en la Guerra Civil española.
Precisamente, alguien poco sospechoso de alentar el sentimiento totalitario, y de denostar las prácticas alienantes a través de «1984» como Orwell, lo advirtió en Homenaje a Cataluña. El narrador de la pesadilla autárquica y tecnológica de un mundo impensable con Ministerios de la Verdad, se sorprendía de la capacidad de creación de una narración ficticia por parte de los medios afines a los dos bandos de nuestra Guerra eterna:
«Ya de joven me había fijado en que ningún periódico cuenta nunca con fidelidad cómo suceden las cosas, pero en España vi por primera vez noticias de prensa que no tenían ninguna relación con los hechos, ni siquiera la relación que se presupone en una mentira corriente. (…) En realidad, vi que la historia se estaba escribiendo no desde el punto de vista de lo que había ocurrido, sino desde el punto de vista de lo que tenía que haber ocurrido según las distintas líneas de partido. (…) Estas cosas me parecen aterradoras, porque me hacen creer que incluso la idea de verdad objetiva está desapareciendo del mundo. A fin de cuentas, es muy probable que estas mentiras, o en cualquier caso otras equivalentes, pasen a la historia. ¿Cómo se escribirá la historia de la Guerra Civil Española?».
Paradójicamente, la propaganda sigue y el revisionismo retrospectivo campa ahora también en las redes sociales, ochenta años después, como si el campo de batalla se hubiera desplazado al país de las tentaciones digitales en una guerra interminable.
En el año de la pandemia que vivimos peligrosamente, la infodemia se ha extendido exponencialmente. Y no se pone en cuestión la opinión intercambiada en un espacio público, sino la sustitución de los «hechos objetivos» por los «hechos alternativos». La deliberación democrática se basa en la valoración de los hechos reales, pero cuando no hay hechos o los hechos son falsos, el debate es inexistente y yugula la democracia.
La dialéctica asamblearia basada en la falacia y en la inconsistencia del debate político no pueden remplazar la democracia representativa y liberal basada en el conocimiento. Además, la depauperación de las élites políticas representativas provoca que la mediocridad encuentre cobijo en la desinformación aderezada con el narcisismo de los nuevos tiempos. Es fácil entender que en este desgobierno triunfen los piratas, aquellos que se hacen con el control de la desinformación. Los piratas juegan a la fragmentación social por nichos de información y al cinismo propio de la inseguridad que genera la confusión. Las redes son océanos donde ganan los piratas. Quizá sea tiempo de poner freno al bandidaje democrático. Al abordaje.
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