Pedro Linares, Universidad Pontificia Comillas
Hace unos días se aprobó en el Congreso la Ley de Cambio Climático y Transición Energética. Una ley muy necesaria y bienvenida, pero que ha dejado fuera una cuestión absolutamente fundamental para navegar la transición y para impulsar la descarbonización: la fiscalidad energética y ambiental.
En su (limitado) descargo, hay que reconocer que la ley introduce la creación de una comisión de expertos sobre fiscalidad, a la que se atribuye la responsabilidad de completar este aspecto. Pero, sinceramente, la historia reciente no nos invita a ser muy optimistas. De hecho, ya hemos tenido otras comisiones de expertos tanto en transición energética como en fiscalidad, cuyos resultados han acabado donde siempre: en el cajón.
El coste ambiental de nuestras decisiones
En todo caso, lo que es evidente es que, si queremos cumplir los objetivos marcados por la ley, es imprescindible contar con una fiscalidad que envíe las señales de precio correctas a todos los agentes. ¿Por qué tanta insistencia en esta cuestión?
En primer lugar, para asegurarnos de que los consumidores, los inversores, las empresas, y en general todos los agentes implicados en decisiones que afectan al consumo de energía y a las emisiones de gases de efecto invernadero toman las decisiones correctas.
El objetivo es que cuando una persona vaya a comprar un vehículo, o el combustible para ir de fin de semana a la playa, o un equipo de calefacción para su vivienda, o incluso sus alimentos, vea reflejado en su precio el coste que supone emitir CO₂. Que cuando una empresa vaya a actualizar su equipo industrial sepa que el equipo que más emite le va a costar más. Que cuando un inversor esté decidiendo dónde colocar sus ahorros, tenga en cuenta que la inversión más contaminante será menos rentable.
Esto puede hacerse de distintas formas. Algunos ejemplos serían:
- Subir los impuestos a los carburantes.
- Modular el impuesto de matriculación para que paguen (mucho) más los vehículos más contaminantes.
- Utilizar el certificado energético para determinar cuánto IBI pagamos.
- Introducir impuestos que graven el consumo de materiales o alimentos con huellas de carbono elevadas.
Todo ello, por supuesto, de forma gradual para que los consumidores nos vayamos adaptando, pero con un horizonte cierto.
Estímulos para las tecnologías limpias
En segundo lugar, la fiscalidad permite que existan suficientes incentivos al desarrollo de tecnologías más limpias. Si los ahorros de emisiones que implican estas tecnologías llevan aparejado un ahorro económico, será más fácil que se desarrollen y se adopten de forma masiva.
Ahora mismo, por ejemplo, los vehículos eléctricos son más caros que los convencionales. Para que sigan bajando sus costes y se hagan competitivos, necesitamos invertir en desarrollo tecnológico (no solo estimular su demanda con ayudas). Y para que esa inversión se produzca, quienes la hacen deben tener claro que su inversión va a ser rentable y va a producir fruto, gracias a un precio del CO₂ que hará que su producto sea más atractivo que el vehículo convencional.
Esto ahora no sucede salvo para los sectores sujetos al sistema europeo de comercio de emisiones. En estos sectores (como el eléctrico) existe un precio por emitir CO₂ que está contribuyendo, por ejemplo, a que en España se abandone el carbón. Pero esta señal no existe para el transporte o para los edificios. Quizá por eso las emisiones de estos sectores siguen aumentando, mientras que las del sector eléctrico disminuyen: porque no cuesta nada seguir haciéndolo mal.
Es cierto que la fiscalidad no es la única posibilidad: también podemos obligar a utilizar determinadas tecnologías, o prohibir otras (como las bombillas incandescentes). Pero esto, además de lo que implica para la libertad individual (que la fiscalidad sí respeta), tiene un coste mucho mayor. Distintas investigaciones han mostrado que las obligaciones pueden costar hasta un 60 % más que los impuestos para conseguir lo mismo.
Los puntos flacos de los impuestos
Por otra parte, también es necesario recordar que la fiscalidad no es perfecta. Solo lo sería si los mercados fueran también perfectos, si siempre nos comportáramos como agentes económicamente racionales, o si no hubiera barreras o inercias que impiden que produzca los efectos ideales.
Tampoco podemos olvidar que la fiscalidad puede tener impactos distributivos relevantes. En general, el introducir una señal de precio al CO₂ tiene efectos regresivos, es decir, perjudica más a los segmentos de menos renta, ya que estos tienen una mayor intensidad energética, y utilizan más los combustibles fósiles (al ser más baratos).
Esto hace que sea necesario completar la fiscalidad con otros instrumentos de información, de apoyo tecnológico, o de compensación para los vulnerables. Pero, para que todos estos instrumentos funcionen bien y sigan alineados con la descarbonización eficiente, es fundamental contar con una señal de precio que oriente todas las actuaciones.
La fiscalidad climática es imprescindible. Por eso es llamativa su ausencia de la ley que debe dirigir la descarbonización en España hacia 2050.
Pedro Linares, Profesor de Organización Industrial de la Escuela Técnica Superior de Ingeniería ICAI, Universidad Pontificia Comillas
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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