por RAMIRO VILLAPADIERNA
La urbanidad occidental ha dado al mundo parte de lo que mejor tiene, incluida la carta de naturaleza del individuo; pero ha perdido el valor de la buena vecindad, esa solidaridad moral arrumada por los siglos. De ahí, a veces la gente se siente sola, hace cuentas y quiere huir. El islamismo compite, y muy bien, decía Gellner, en ese nicho. El sociólogo Bauman, gran pesimista avisado, dice ver esta sociedad en permanente escapada: como el patinador bajo el que cruje el hielo, y acelera. Peor, decía, es el optimista que cree que el fino hielo -una sociedad blanda y temerosa- no puede perder pie en este extenuante supermercado.
Cuando los burgueses lloran, se compran algo; la sociedad de consumo ofrece una constante reposición de opciones para sortear grandes preguntas. Pero cuando ya se tiene coche, casa y homecinema, darse un lujo es por ejemplo ser independiente. Ver izarse tu bandera en la ONU.
¿Cambiaría algo? No ¿Para qué, pues? Pues para que se nos vea y nos reconozcan; o sea, más o menos como todos los días tenemos presentes en nuestras vidas a Portugal o a Noruega, por ejemplo, dos estados con historia pero que bien podrían no existir ya. Es decir, es un orgasmo de un minuto y un largo anti-climax de dos generaciones. De hecho, hace sólo medio siglo, el viejo reino de Baviera pudo ser independiente -siempre lo había sido- pero pasó página y se dedicó a ser la región más moderna de Europa; y no han mirado más atrás.
Pero ante el nuevo miedo urbanita a perder, el mismo que en los años 20, los bienes raíces cotizan y, claramente, el nacionalismo –verdugo del siglo europeo- no se ha ido del continente para siempre. «En el siglo XIX se había descubierto que todo individuo tenía que pertenecer a una nación o a una raza determinada si realmente pretende ser reconocido como ciudadano», se mofaba el dramaturgo austríaco Franz Grillparzer; «y empezó eso de la nacionalidad, la fase previa a esta bestialidad que estamos viviendo ahora», agregó Joseph Roth, quien murió en 1939, creyendo ingenuamente haber visto ya todo el mal que podía traer el desplazamiento identitario hacia la nación, y recordando lo bien que habían convivido veintitantas nacionalidades, lenguas y religiones, sin riesgo de caer bajo Berlín ni bajo Moscú.