Desde el “creced y multiplicaos” la especie humana ha tenido siempre presente la precariedad de su existencia y su extrema fragilidad. A la fecha, ni la una ha mejorado ni la otra desapareció con la poderosa fuerza defensiva de las bombas atómicas. La pandemia de la SARS-CoV-2 ha sido una sacudida, mejor, un terremoto que todos lo han sentido o perciben que se acerca el fuerte e indescriptible ruido que les precede.
Van 2,75 millones de fallecimientos y los contagiados se cifran en más de 125 millones. Todos y cada uno acepta su indefensión ante una hebra proteica que ni siquiera califica como ser vivo: un virus. El mundo al descampado y sin abrigo, con poca agua, con cientos de millones de seres que se acuestan sin cenar y sin esperanzas de que conseguirán el desayuno cuando despierten.
Se creía que en el siglo XXI los humanos vivirían como los Supersónicos, ni más ni menos. La tecnología y la ciencia habrían resuelto todos los problemas, o casi todos. Pero un acto exclusivo de los humanos rompió la ilusión de un mundo mejor, más vivible y cómodo. La demolición terrorista del World Trade Center de Nueva York con el choque de 2 aviones de pasajeros, sus 2.990 muertos y 35.000 heridos, encaró al mundo con la realidad del milenio que empezaba.
Ni las calamidades, ni la violencia ni la irracionalidad se habían quedado en la centuria anterior. Seguían las guerras y se multiplicaba la destrucción de la naturaleza. Unos pocos llevaban rato alertando sobre el calentamiento global, la pérdida de la diversidad, del equilibrio imprescindible para la vida. La mayoría seguía en la fiesta.
En poco más de un lustro estalló otra crisis exclusiva de los humanos: el crack financiero de 2008 ocasionado por la explosión de la burbuja inmobiliaria. Una crisis del capitalismo con amplios efectos: hambrunas, quiebras y muertes que no respetaban barreras ideológicas. El PIB cayó en todo el mundo, pero fue más duro para los indefensos y vulnerables. Demasiados fueron dejados atrás.
En 2015 parecía que la dirigencia mundial –los políticos a cargo de las decisiones–empezaba a tomar conciencia de la calamidad que acechaba a la humanidad. Y que desde 1992, en la Cumbre de la Tierra, sonaban las alarmas. La militancia internacional, multilateral y global apuntaba sus cañones contra el neoliberalismo y fortalecía los movimientos antiglobalización. En enero de 2001 se reunió en Porto Alegre el Foro Social Mundial. Participaron 12.000 asistente de todo el mundo. La izquierda que había quedado huérfana con el derrumbe de la Unión Soviética y encontraba una manera de revivir el Comintern que tan útil le fue a Stalin. Cada vez tenía más participantes y asuntos nuevos para el debate, incluido el software libre, el sida y la vida después del capitalismo.
Fue en 2009 cuando el foro –reunido en Belém, Brasil– giró sobre la Amazonia y el patrimonio natural que quedaba en el planeta. La política empezaba a incorporar la naturaleza en su arsenal. Los dislates que se cometieron en el socialismo real soviético y los que se siguen perpetrando en el socialismo capitalista de China no les permitían un completo de cara. Fue con el calentamiento global ocasionado por los gases invernadero cuando el populismo anticapitalista hace suya la bandera del medioambiente. Los grandes causantes del desastre ambiental ya no eran sus camaradas, sino las grandes potencias: Estados Unidos, la Unión Europea, Japón y a veces nombraban a China por disimulo.
Empezó la batalla por controlar el medioambiente y la preservación de la biodiversidad. Pero fue, precisamente, el ejercicio del gobierno en las primeras décadas de este siglo lo que los desenmascaró: la deforestación de la selva amazónica, la destrucción de reservas forestales y zonas de protección especial, incentivos para extender los cultivos de coca a zonas de bosque tropical, la protección de la minería ilegal, la desregulación del uso de mercurio y la construcción de un ferrocarril turístico en la península de Yucatán sin considerar la opinión de los ecologistas los dejó al descubierto. Simple demagogia.
Con todos los fracasos y desencantos, en abril de 2015 el mundo estaba más sensibilizado en cuanto a la salud del planeta. Aunque no como una comunidad de vida, sino como el hogar de los humanos. Se avanzaba unos centímetros con respecto a la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático que se aprobó en Nueva York en mayo de 1992 y entró en vigor en 1994.
Entonces las palabras escogidas fueron “reforzar la conciencia pública en el mundo sobre los problemas relacionados con el cambio climático. Tuvieron que pasar 4 años para que el Protocolo de Kioto incluyera medidas más enérgicas y jurídicamente vinculantes. Se establecieron metas de reducción de emisiones para 37 países y la Unión Europea. En 2009 fue ratificado por 187 Estados y se acordó la reducción de las emisiones en un 5%, como mínimo.
Si bien había preocupación en mitigar las emisiones de gases de efecto invernadero, siempre se insistía en que el crecimiento económico debía ser compatible con la protección del clima. La realidad era lo contrario: evitaban que la protección del clima obstaculizara el rendimiento económico.
En abril de 2015 había real preocupación por el calentamiento global. Tanto que en la COP21 se negoció un acuerdo para mantener el aumento de la temperatura global promedio por debajo de los 2 °C por encima de los niveles preindustriales. Se intentaría limitar el aumento a 1,5 °C mediante la reducción de gases de efecto invernadero –dióxido de carbono, metano, ozono, óxido nitroso, clorofluorocarbonos y vapor de agua– todos producidos por la acción humana, en especial por los países más industrializados.
Al mes siguiente en el Foro Social Mundial que se celebró en Túnez aparecieron el “Clima, el Agua y la Tierra”, con mayúscula, entre los temas que se debatían. Al final emiten una declaración en la que se afirma que “el agua, la tierra y las semillas son bienes públicos y no mercancías”. Se insiste, desde el supuesto progresismo, que el planeta, la naturaleza, son propiedad de los humanos. Están ahí para su uso y beneficio, no importa que hablen de bien público o privado. El resto de los seres vivos no cuentan, ni animales ni plantas. Una visión unidimensional y contra natura. Alienada.
Una relación suicida. Habiendo perdido el amor por la naturaleza, por las otras criaturas con las que constituimos un sistema en perfecto equilibrio, las vemos como un recurso que puede ser saqueado y explotado del cual no hay que presentar cuentas a nadie. Somos poderosos, tenemos herramientas, tecnología, conocimientos y destrezas de las que carecen los otros seres vivos. Somos los nuevos dioses y en el impulso de dominación utilizamos la ciencia y la tecnología para someter a la naturaleza y, no faltaba más, a otros seres humanos.
Creemos poseer poderes divinos. Abandonamos el mundo silvestre o lo destruimos sin conmiseración, sin medir las consecuencias. Una lucha vana. El único uso sabio del poder respetar a los otros seres vivos, con quienes compartimos un hogar común, la Tierra.
Vivimos una nueva época, sin duda, y hay muchas razones para sentirnos orgullosos de lo que ha hecho el Homo sapiens, pero lo que debe avergonzarnos es mucho mayor. La Tierra tiene poco más de 46 billones de años, mientras que la civilización comenzó hace poco menos de 6.000 años, cuando inventó la escritura y el pensamiento alcanzó otra dimensión. Hasta la primera Revolución Industrial los desperdicios del hombre y los animales que los ayudaban en sus tareas eran reabsorbidos sin dificultad. Se mantenía el equilibrio. El hombre sembraba, cortaba árboles, cuidaba su manada de ovejas y la naturaleza reponía los daños. Se tomaba su tiempo, pero la hierba volvía a crecer, se aclaraba el agua de los ríos y los árboles daban sombra otra vez.
Con la Revolución Industrial se rompieron todos los equilibrios naturales y sociales. La producción se multiplicó y los campesinos devinieron en operarios apretadores de tornillos, o en los propios tornillos. En menos de 200 años, el hombre empoderado no solo dominó la energía nuclear con fines bélicos, sino que también con tecnología bastante rústica logró pisar el suelo lunar y traer algunas piedras de memorabilia. Por supuesto, no había que ir tan lejos para saber qué contenían. De ahí en adelante, los saltos fueron exponenciales en todos los aspectos: la ciencia, la medicina, la física, la computación, en fin, en todas las ramas del conocimiento y el arte. También fue mayor el saqueo de la naturaleza, la destrucción de los ecosistemas y la contaminación. No soltaba su aparejo de violencia y maltrato, de dueño de vidas y haciendas.
Una civilización que mientras más avanzaba en lo económico y en la creación de conocimiento, más prescindía de la naturaleza. La destruía. Valía como materia prima, como insumos. Hasta ahí.
| REUTERS/Raquel Cunha
Costó entender el papel del hombre en el planeta como la especie dotada de destreza para crear herramientas y de inteligencia para resolver problemas, superar obstáculos y someter –domesticar– a otros miembros de la flora y la fauna. Cada vez más poderosos, con solo apretar un botón podían acabar con el planeta varias decenas de veces. Quizás por esa razón algunos científicos proponen 1945, el año Hiroshima y Nagasaki, como el comienzo del Antropoceno. Si fuese así, que no luce descabellado, los seres humanos deben asumir la responsabilidad de los fenómenos naturales (el clima, los niveles del mar, la calidad del aire, la fertilidad del suelo) que una vez fue atribuida a Dios o al destino.
La especie humana es la fuerza que ahora da forma a la naturaleza. Pero todavía no lo acepta y lo rechaza con la misma tozudez con la que no admitía que los planetas giran alrededor del Sol o que la tierra es redonda. No se puede negar la ley de gravedad ni los hechos básicos, pero los empresarios, los políticos, la gerencia pública y los pescadores no pueden seguir negando que el cambio climático se deriva del mal uso de los recursos de la naturaleza.
La raza humana ha sido muy eficiente acelerando su destrucción, su extinción como especie a pesar de su inteligencia. Se ha obcecado con ideologías, con doctrinas políticas, con religiones, pero sobre todo con el poder, y ha construido una realidad apocalíptica a punta de codicia y destrucción ecológica.
Hay que decirlo. Las élites han fracasado, los políticos han fracasado, mientras la burocracia solo vela por su propia supervivencia en el nivel que sea. Mientras que la libertad y la naturaleza son los grandes olvidos. La especie humana castiga a sus semejantes y las otras especies con el encierro. La privación de movimiento es lo primero, después las otras libertades: pensamiento, expresión, religión, gustos literarios y musicales, estética y diversiones, todo lo que fluya con la actividad humana y el raciocinio. Los zoológicos y los jardines son la expresión de su dominio de la flora y la fauna, no de su estrecha relación.
La rústica crudeza que nos apareja en nuestra relación con los semejantes (a pesar del descubrimiento de la penicilina, las vacunas y de todos los desarrollos que nos libraron de la hambruna, la servidumbre y la muerte prematura, productos del conocimiento y la libertad) no es la puerta inevitable a un propósito superior. Tampoco un daño colateral. Es la consecuencia del enceguecimiento que nos separó de la naturaleza, que nos hizo creer que éramos distintos, que estábamos hechos de otro material. Sin embargo, todos compartimos los mismos esenciales elementos.
REUTERS/Jorge Silva
Abandonados por los dioses y habiendo fracasado en la usurpación de su papel, nos queda poco tiempo para lograr la sostenibilidad y la resiliencia de nuestras sociedades. No se trata de volver a las cavernas y al arado, a la caza y a la pesca. Ni hay caverna tan grande, ni suficiente agua para regar los cultivos, y no sobreviviríamos con lo poco que podríamos pescar y cazar. No solo hay menos piezas, sino que también tienen menos carne, menos nutrientes. Sus hábitats han devenido en vertederos de plástico o en granjas donde el ganado es estabulado para multiplicar su rendimiento en carne, leche y cueros, ajenos al sol, al pasto y al libre ramoneo, al tiempo que contaminan los cursos de agua.
Necesitamos un esfuerzo sobrehumano, colectivo, que aleje el planeta de cambios que ponen en peligro la existencia de la vida como la conocemos. Que lo estabilice en un rango habitable, regenerable y sustentable. Significa un esfuerzo para restituir el sistema ecológico. Implica la descarbonización, la reforestación y cambios en los comportamientos, sobre todo, hay que insistir, el control de la codicia y del afán de poder. No basta con la tecnología ni con cambios derivados de distópicas ingenierías sociales. Los cambios que hagamos podrían ser la salvación y mejorar las condiciones por cientos de miles de años. También el fin si se persiste en la vía equivocada, en el “modelo negocio”. De otro lado, si preferimos la inacción, seguir la fiesta, las condiciones de la Tierra serían inhóspitas para los humanos y para muchas otras especies.
Habría que jugar limpio y no lo estamos haciendo. Nos estamos trampeando unos a otros, y todos vamos perdiendo. No se están cumpliendo los acuerdos de reducción de emisiones y muchas soluciones han resultado peor que la enfermedad, sin nombrar todavía el greenwashing que es la conducta más perversa y deshonrosa de la especie humana ante el cambio climático.
Si bien la mayoría de las naciones han hecho ostentación de estar ganados para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, hasta ahora han sido fanfarronadas, petulancia. Hasta ahora su impacto combinado reducirá para 2030 apena un 1%, en comparación con los niveles de 2010. Nada. Se necesita un recorte del 45% de aquí a 2030 para evitar un calentamiento catastrófico. Pero, como ocurre con los problemas que requieren más sacrificios y fuerza de voluntad, se ha dejado la acción para el último minuto. Ha coincidido la inacción con la picardía que oculta la codicia.
Se juega con flores al borde del abismo. Lo peor es que ese último minuto es ahora, no dentro de nueve años. Los expertos de las Naciones Unidas en Cambio Climático claman por medidas inmediatas y planes específicos para abordar la emergencia. La ciencia exige que se redoblen los esfuerzos y se presenten planes de acción climática más ambiciosos y rigurosos, pero están entretenidos en la negociación, en el cabildeo para que se les permita sembrar menos árboles por más toneladas de carbón lanzado a la atmósfera. Los grandes emisores, también los pequeños, tienen que empezar cuanto antes, igual los individuos.
No queda tiempo, el calentamiento se ha acelerado. Las metas consensuadas han resultado insuficientes. Mientras tanto, unos más y otros menos, cada quien arrima la brasa a su sardina, a su opción, a su negocio, a su cálculo a mediano y largo plazo. En verdad preparan sus atuendos funerarios y los imprescindibles que se llevan al otro mundo.
En noviembre 2019, un informe de la ONU ya alertaba que, aun cumpliéndose todos los compromisos del Acuerdo de París, la temperatura en 2100 aumentará hasta 3,2 grados Celsius. Muy por encima del límite de 1,5 grados. La ambición colectiva actual debe aumentar más de 5 veces para lograr las metas de 2030. Es un gran fracaso colectivo. Un demencial autoengaño. No haber hecho nada, o casi nada, en la última década para frenar las emisiones significa que se requerirán recortes profundos, más del 7% cada año, para evitar la catástrofe.
Hay que actuar ya. Es duro. Todos lo saben, pero muy pocos están ganados para el gran esfuerzo exigido. Debemos emprender grandes transformaciones del comercio y la producción, de las sociedades, del individuo, para salvar la vida en el planeta. Lo que realmente cuenta. Con humano o sin humanos, con las pocas especies que aguanten los desastres naturales o tan vacía y seca como Marte, la Tierra seguirá dando vueltas alrededor del Sol otros miles de millones de años. La vida está en manos de los humanos, y fueron los humanos los causantes del desastre.
La especie humana, la única que tiene conocimiento de lo que ocurre y cuenta con los medios y el talento para evitar la extinción de la vida, que no es poca cosa, está atenta a la caída de la bolsa de valores y del PIB como consecuencia de la pandemia de la COVID-19, del último capítulo de La Isla de las Tentaciones o del cotilleo del día. Mientras, las deforestaciones continúan para sembrar soya, criar ganado y suministrar pieles a las curtiembres que tapizan los coches de más lujo. «Avanzamos a un calentamiento de 3 a 5 grados Celsius para fines de siglo, en lugar del 1,5 a 2 que se firmó en París», advierte angustiado Petteri Talas, el director de la Organización Meteorológica Mundial.
En los primeros meses de la pandemia hubo señales esperanzadoras. Cielos claros, pajaritos en el parque y hasta algunos jabalíes se atrevieron a defecar en alguna calle con el nombre de algún famoso. Fue efímero. Con la reanudación de las actividades no esenciales y el trabajo presencial, los porcentajes volvieron a dispararse. Hay que cambiar el modelo energético, las plantas eléctricas no pueden seguir siendo de combustibles fósiles y hay que encontrarle sustituto al motor de explosión, pero sin crear otros problemas medioambientales.
Es mucho lo que peligra con los 1,5 °C, que es lo que lo científicos consideran el límite menos incómodo, no el ideal. Ahora sufrimos frecuentes olas de calor y fuertes tormentas con pérdidas de vidas y desastres ambientales que irán empeorando. Aguantaremos, tenemos herramientas y la resiliencia, pero muchas especies se extinguirán y muchas zonas costeras quedarán bajo el agua varios kilómetros tierra adentro. Se perderán hábitats y desaparecerán insectos imprescindibles para la polinización de los cultivos que nos alimentan. Además, con los cambios en los patrones de lluvia algunas regiones serán más secas y reforzarán el aumento de la temperatura. La retroalimentación de la catástrofe.
La epidemia de COVID-19 trajo una gran lección: podemos parar el mundo y resetearlo. Si lo hicimos para afrontar esa terrible calamidad, tendremos que hacerlo con más razón para resistir y vencer otra adversidad diez veces peor.
Podremos limitar el aumento de la temperatura si en 2030 las emisiones no sobrepasan de 15 gigatoneladas de CO2, con recortes de 7,6% anuales. Si no empezamos el “sacrificio” de inmediato, el PNUMA advierte que cada año de retraso hará que los recortes sean mayores, más caros, menos probables y poco prácticos en el mediano plazo. Multiplicar los recortes por 5 tendrá terribles repercusiones en el empleo, la economía y en todas las instancias de la vida en comunidad y en la individual. La procrastinación climática devuelve el golpe. Las consecuencias de la inacción de los últimos diez años han sido peores que en décadas anteriores. Mientras más tardemos en frenar las emisiones, más grande será el infierno que construimos.
En un principio se creyó que las grandes pérdidas económicas relacionadas con el cambio climático se cebarían con los países pobres y cálidos. A contravía, algunos países, como Rusia, suponen que podrían obtener ciertos beneficios económicos derivados del aumento de las temperaturas. Desde rutas marítimas más cortas en el Ártico hasta el hallazgo de ricos yacimientos bajo milenarias capas de hielo. A estas alturas, pocos científicos dudan de que el sufrimiento será generalizado.
«El cambio climático afectará a todos los países por igual», ha reiterado Kamiar Mohaddes, economista de la Universidad de Cambridge. Los cálculos que obtuvo con sus colegas son catastróficos: “Si las emisiones de gases de efecto invernadero continúan creciendo al ritmo actual, en 2100 el mundo verá mermado su PIB en un 7%. Tanto los países ricos como los pobres, los cálidos como los fríos, sufrirán fuertes pérdidas. Todos. Canadá, incluso, que podría beneficiarse del calentamiento por la expansión de sus tierras agrícolas, perdería el 13% del producto interior bruto.
Las energías renovables son fundamentales en la transición energética, pero no la solución definitiva. No son la panacea. Tienen un lado oscuro. Pueden agudizar otro de los grandes problemas generados por la sociedad urbano-industrial: la pérdida de biodiversidad y la contaminación del agua. Ni la energía fotovoltaica, ni lo aerogeneradores ni la biomasa, ninguno de los modelos renovables en competencia toma en cuenta a las otras especies. El humano sigue actuando como único propietario. Nunca incluye en sus cálculos los daños que ocasiona a los otros inquilinos. Y lo peor, se niega a aceptar que viola las leyes de la convivencia de la naturaleza.
Los spots publicitarios de aerogeneradores girando silenciosos con melodiosos cantos de aves de fondo; de eficientes placas fotovoltaica, que tapizan con su azulada negrura grandes extensiones; y los extensos bosques cultivados para biomasa –la leña de nuestros antepasados–, que equiparan con tanques de oxígeno y sumideros de CO2, dicen una parte pequeñita y muy sesgada del cuento. Obvian las infraestructuras asociadas (accesos, subestaciones eléctricas, líneas de evacuación, depósitos, torretas, tendidos) que ocasionan graves problemas ambientales, algunos irreversibles. Impactos variados y complejos. Desde alteraciones microclimáticas hasta la fragmentación de hábitats y el desalojo de poblaciones naturales.
La fe ciega a las energías renovables impide entender que si bien podrían cubrir nuestras necesidades, igualmente pueden suponer un camino subvencionado a la ruina económica. Empeorar el desastre que se pretende evitar. Además de la alta dependencia en la tecnología eficiente en pocas manos y en minerales poco abundantes, se olvida que la Tierra, como hábitat, es finito. Toda destrucción ecológica, cada especie que se extingue, suma en contra. El planeta permanecerá eternamente en el espacio como una piedra más. Es la vida lo que peligra.
La amenaza a la biodiversidad, ¿autoamenaza?
Con el fin de reducir la emisión de gases de efecto invernadero, el Gobierno de España diseñó un plan para obtener 89 GW de aerogeneradores y paneles solares, de acuerdo con el PBIEC para 2021-2030. Sin embargo, existen permisos de acceso a la red para proyectos que representan 121 GW, que se sumarán a los 36 GW de renovables ya instalados. Es decir, casi se doblan los objetivos del PNIEC. Muchos se alegran, muchos ven a España como un gran “hub” de energía verde. Es como tapizar los campos de castilla con torres de petróleo y teas quemando gases. Los proyectos afectan cientos de miles de hectáreas, y a una cantidad importante de habitantes, humanos y de otras especies. ¿Salvamos vidas o negocios?
Con la transición energética se acaban las prospecciones petroleras, y la España vacía da paso a la forestal, de boques cultivados para biomasa; de sabanas alicatadas con paneles solares y de grandes parques eólicos devenidos en centros de exterminio de aves de la estepa y quirópteros, pero también de insectos, reptiles y una amplia variedad de especies vegetales. La eliminación de los buitres supone un aumento de hasta 77.344 toneladas de CO2 al año, pero ninguna de la aerólicas se da por enterada ni permiten que se hagan estudio de campo que los ayuden a disminuir las matanzas de carroñeros.
Los inversores en energía verde necesitan superficies. Sean fincas de poca producción o terrenos áridos, pero ya empiezan a desplazar a los pequeños arrendatarios que pagan entre 100 y 150 euros por hectárea. En lugar de coles y cerdos, los inversores producirán energía renovable en tierra arrendada. Pagan sin chistar hasta 1.400 euros por hectárea por 25 o 30 años, una cifra y unos tiempos imposibles para un cultivador de lechugas.
Los huertos y los pastizales empiezan a ser cubierto por un tamiz oscuro y artificial. Feo. La producción de energía limpia, sin CO2, no es una actividad inofensiva, aunque le agreguen el cognomento “verde”. La energía fotovoltaica requiere grandes extensiones de terreno y destruyen hábitats y, fundamentalmente, el paisaje, que es un bien público de valor incalculable. Y con el paisaje, desaparecen sus habitantes: aves, insectos, pequeños mamíferos y microsistemas. Los aerogeneradores no solo hacen ruido que escuchan humanos y animales, sino que su alta rentabilidad energética la pagan quirópteros y aves de todos los tamaños. Los grandes carroñeros amenazados mundialmente y otras aves voladoras únicas y escasas son víctimas de las 20.000 turbinas existentes. Las cifras de murciélagos muertos son más altas: un mínimo de 200.000 por año.
| REUTERS /Carlos Garcia Rawlins
Las turbinas nunca se detienen para reducir la matanza. Tampoco las eléctricas escogen las locaciones que recomiendan los defensores de la fauna. Sus cálculos se restringen a los costos del proyecto, no a los daños que ocasionan a los animales silvestres. Lamentablemente, hay poca información de campo actualizada y se autorizan instalaciones en zonas con especies en el proceso de inclusión en la lista de protegidas. Y tampoco falta la picardía, los estudios para predecir las incidencias que podrían causar la infraestructura de las renovables son financiados por las propias compañías de energía con poca o ninguna supervisión de gobierno central y de las administraciones provinciales. Se pagan y se dan la vuelta.
Las cifras que muestran en las presentaciones ante los funcionarios, los políticos, los socios europeos y los representantes de organismos multilaterales son alucinantes, en ahorro de emisiones, en eficiencia energética, en acompañamiento a la población en los procesos de transición. Lo que siempre se obvia son las “afecciones” de los proyectos en los ecosistemas. Por lo general, siempre saltan la suerte con las palabras “bajo impacto ambiental”. Y a la próxima lámina. Nada de daños directos o indirectos. La principal es la fragmentación y pérdida del hábitat. Son desahucios lo que sufren las especies. Al perder territorio merma su resiliencia y disminuyen las poblaciones. Además de la pérdida del hábitat y la mortalidad, existen otros impactos menos generalizables, como la contaminación lumínica, atmosférica y acústica, los campos electromagnéticos y la privación del agua.
Los expertos han insistido en que es posible valorar correctamente la relación de los paneles solares y de los aerogeneradores con los ecosistemas para garantizar su integración, que no solo beneficiará al medio ambiente, sino que también ahorrará costes, mejorará la competitividad, aportará valor añadido a los proyectos, evitará la parcialidad en las evaluaciones y garantizará la mitigación de los daños. Y ahí la solución no son más leyes ni endurecer la normativa. En entender que se vive un proceso de transición, que no se ha encontrado el camino definitivo y que debemos responsablemente evitar que se multipliquen los daños o que empeore lo que ya estaba mal.
Cada individuo debe cambiar, y cada quien debe asumir su responsabilidad con el cambio. No nos van a salvar los dictadores ni los iluminados. Tampoco los indiferentes. Sin la toma de conciencia de cada ser humano, la propuesta de ahondar en la necesidad de «descarbonizar» la economía mundial para reducir el impacto del cambio climático seguirá siendo una farsa y la realidad una elevada y creciente demanda de recursos para seguir bailando en el farallón
Compatibilizar las demandas crecientes de energía con un mínimo impacto en el clima requiere desarrollar verdaderas nuevas fuentes de energía, no maquillajes, libres de emisiones de gases de efecto invernadero. La producción de energía a partir de fuentes renovables se ha convertido en una oportunidad de negocio. Y está bien, es una manera de reducir el consumo de productos no renovables y las emisiones de gases de efecto invernadero, pero no la solución definitiva. Queda mucho por investigar y debatir, pero es imprescindible que las decisiones socioeconómicas y políticas sobre la transición energética y cambio climático se fundamenten en una sólida base científica y técnica, “con la mejor información disponible”.
Las energías renovables tienen menos consecuencias derivadas de la emisión de gases de efecto invernadero. En efecto, son “renovables”, pero aerogeneradores, tendidos eléctricos y otras infraestructuras de producción y transporte de energía. afectan de manera negativa recursos naturales (agua, suelo, masas forestales) y la biodiversidad, en términos de poblaciones, variedad de especies y ecosistemas.
Urge una evaluación rigurosa de las interacciones entre la vida silvestre –la flora y fauna– la energía “verde”. De esta evaluación se desprenderán medidas que concilien la producción de energía renovable con la conservación de la biodiversidad, de la vida en el planeta. De todos los seres que celebramos la fiesta de la vida.
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