En el año 2016 comenzó a extenderse el cada vez más terrible y complejo fenómeno social venezolano, que ha consistido –y consiste– en huir del país. Con el paso de los días, las semanas y los meses, la huida se masificó. Creció de forma extraordinaria en los años siguientes, hasta que en el 2018 adquirió las proporciones de problema continental, que ha exigido –y exige todavía– la movilización de autoridades, gobiernos, organizaciones no gubernamentales y organismos multilaterales. En varios artículos me he referido a esta cuestión.
A comienzos del 2019 estuve en Cúcuta (la capital del Departamento Norte de Santander), ciudad frontera del oeste de Colombia, y pude ver miles de venezolanos en condición de refugiados, escuchar los testimonios de unos pocos y comprender la magnitud del dolor y la incertidumbre que envolvían sus vidas.
La primera cuestión que quiero recordar aquí es que alrededor de cuatro millones de personas huyeron de Venezuela en unos cinco años. Huyeron ante lo que entendieron como peligros inminentes: el hambre en constante crecimiento; el espacio público en manos de grupos armados; el colapso sostenido de los servicios públicos –especialmente la energía eléctrica y el agua potable–; la liquidación de empresas y la desaparición de fuentes de empleo; la aniquilación de los servicios hospitalarios y de atención primaria de salud. Huían por la razón primordial que se huye de las dictaduras, las guerras y las catástrofes: salvar la vida.
Una cantidad menor al 8% lo hizo por vía aérea, atendiendo una mínima planificación. Más de 90% salió por las fronteras, en buses, arremolinados en camiones, en bicicletas o emprendiendo largas y penosas marchas a pie. Personas solas –especialmente jóvenes–, parejas de todas las edades y hasta familias con niños y bebés tomaron el riesgo de cruzar la peligrosísima frontera de Venezuela y Colombia, o la también riesgosa frontera de Venezuela y Brasil, buscando sobrevivir.
Se cuentan por cientos de miles –léase bien, cientos de miles– las personas que huyeron sin un destino al cual dirigirse. A veces no tenían más referencia que el nombre de un pueblo o una ciudad en Perú, Colombia, Ecuador o Brasil. No más que eso. O que habían escuchado de algún vecino, que tenía un familiar en tal parte. Y nada más. Huían sin una moneda en los bolsillos, sin ninguna perspectiva concreta de trabajo, sin un lugar donde dormir, sin información o idea de cuál sería el punto en el que finalmente se establecerían. Literalmente sin nada, salvo ese voluntarismo tan poderoso que consiste en sobrevivir.
A lo largo de estos años no ha habido un día en el que los venezolanos que huyeron no hayan sido fuente de noticias. Para los gobiernos de varios países –mencionaré aquí los de Colombia, Brasil, Ecuador, Perú, Chile, Bolivia y Panamá–, pero también otros, el torrente venezolano ha exigido invertir recursos de toda índole para atender la emergencia. En la respuesta de las autoridades de la región latinoamericana ha predominado la solidaridad activa, a pesar del costo político que ha supuesto.
De muchas partes del mundo, no solo de América Latina, han surgido informaciones que hablan de sorprendentes emprendimientos, de indiscutibles demostraciones de talento, de proyectos que han logrado posicionarse en la producción, los servicios, lo académico o lo cultural. Pero no es todo. También ha ocurrido, especialmente en algunas ciudades de Colombia, Ecuador y Perú, que venezolanos han perpetrado delitos y acciones criminales. Algunos han sido el producto de una violencia atroz. Esa criminalidad extrema ha sido un factor clave, no lo podemos negar, que ha contribuido a despertar ciertas lamentables expresiones de xenofobia, que es también un tema que merecería una mayor atención de los gobiernos, pero también de entidades como la CEPAL, con capacidad de producir un diagnóstico sobre este candente asunto en la región.
La irrupción de la pandemia ha significado para cientos de miles de compatriotas venezolanos, que habían logrado establecerse de algún modo en decenas de países –con sacrificios, aceptando empleos precarios, viviendo en condiciones de enorme dificultad–, nada menos que la obligación de regresar a Venezuela, toda vez que la debacle económica que ha desatado la COVID-19 hace inviable, insostenible, la posibilidad de mantenerse en los países a los que huyeron. La crisis económica tiene un carácter planetario, no queda otra alternativa que volver al propio país.
Un capítulo que merece la mayor atención de los lectores es la nueva ruta de padecimientos que están sufriendo miles y miles de venezolanos que, sin recursos, sin ahorros, sin ningún apoyo, están obligados a regresar a Venezuela y no encuentran cómo hacerlo. Muchos están en condiciones de hambre y en la calle, especialmente en América Latina. Compatriotas durmiendo en las calles, apostados en las puertas de alguna embajada, en esperas sin final previsible en terminales de buses o afrontando los peligros de nuevas caminatas son las nuevas escenas que nos están proveyendo los medios de comunicación.
Como lo advertí en mi artículo del domingo pasado, Venezuela se ha convertido en un territorio que se han repartido centenares de bandas de delincuentes, en su mayoría bandas armadas. En eso consiste la tragedia que deben afrontar los cientos de miles que ya han comenzado a regresar: que no regresarán a una nación, sino al infierno del socialismo del siglo XXI, ahora mismo en una situación mucho peor que cuando se marcharon.
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