Vengan hijas, quiero leerles algo que les escribí:
Las papas que me gustaban de niño eran los Doritos. Los Pizzerola, los Nachos, los Enchilados. Me acuerdo perfecto cuando sacaron los 3D, así como el concurso para nombrar el nuevo sabor, al que le pusieron “Incógnita”.
Pasé por mi etapa de Churrumais, Rancheritos y Fritos. Siempre mejores los de puro limón que los de chile.
No recuerdo que mis papás me limitaran mucho las papas. Por eso probé todas. Y si en 100 años me das a probar la que sea con ojos cerrados, te podría decir perfectamente cual es cual, con todo y el año de cosecha y casa productora.
Ruffles Queso, Cheetos Torciditos, Cheetos Puffs. Mi generación fue la que vio nacer los Takis que hoy les encantan y una generación antes vio nacer las que nunca podían faltar en las casas y fiestas de cumpleaños: las Sabritas Amarillas y los Sabritones.
Aún puedo escuchar el crunch en mis dientes delanteros y después, al llevarlos a mis muelas traseras, sentir el airecito de chile y limón liberarse en mi paladar. Los Sabritones siempre eran un poco grandes para la boca de un niño, así que tenías que encontrar la forma de metértelos y siempre se te quedaba un rastro rojo en las comisuras laterales de boca. Mi lengua sabe perfecto chupar esos residuos.
De los chocolates estaban el Tin Larín, Carlos Quinto, Krankys, Almon-ris, el Conejito, las Chocoretas, los Hersheys, los Bubulubus, los Emenems y sus copias chafas, la Lunetas. También el favorito de todos los niños y niñas: el huevito Kinder. Cuando me lo compraban en el deportivo después de las clases de gimnasia, yo pensaba que el huevito solo existía en mi mundo, pero con el tiempo viajé a muchos países y lo encontré en todos ellos. La sorpresa no era única para mí.
Al ser mi papá dentista, los dulces no le gustaban tanto, pero los probé todos también: el Miguelito en polvo que chupaba de la palma de mi mano y el Miguelito líquido que venía en una bolsita y que yo mordía expertamente en una esquina y succionaba hasta que unas pequeñas burbujas aparecían en el interior. Cuando las burbujas eran transparentes y no rojas, significaba que ya te lo habías terminado. Otra cosa que mordíamos en la esquina eran los Frutsies. ¡Qué divertido tomarte una bebida un chorrito a la vez! Aunque era puro colorante.
El Pelón y el Pulparindo eran una delicia, sobre todo cuando éste último venía con mucha azúcar escarchada. Las Sevillanas se te atoraban en el paladar, los Mazapanes te secaban la boca si te lo metías enteros. Éstos también había que partirlos expertamente para que no se desmoronen.
El Crayón era refrescante, y junto a unos tubitos blancos con pastillas de colores de los que nunca me aprendí el nombre, el Duvalín era del que más había en las piñatas. Siempre mejor el blanco con negro, que al que le ponían fresa. Y aunque siempre había paletitas blancas de sobra que fungían de cuchara, al Duvalín había que meterle el dedo. El mismo donde nos enrollábamos el FrutRol, porque era la mejor forma de hacerlo durar. Una chupada a la vez para que el rollo rojiazul dure más.
Aún recuerdo los anuncios de televisión de las paletas tutsi-pop. Un niño le preguntaba a un búho cuantas chupadas había que darle para llegar al centro dónde encontrarías el chicle. El búho lo lograba en tres, pero yo siempre me tardaba tardes enteras y cuando llegaba al chicle, ya estaba demasiado empalagado. Su mamá chupaba sus tutsi-pop con miguelito. Cada quién tiene sus mezclas perfectas.
Hubo una época en mi escuela que todos llevaban unas bolas gigantes de color blanco que te pasabas días chupando. Nunca supe cómo se llamaban, pero de esas no me tocaron. Lo que sí me tocó, y me hacía sentir importante, son los Warheads. Unos dulces que solo vendían en Estados Unidos y mi hermano y yo descubrimos que vendían en la tienda de un dólar donde mi mamá nos llevaba. Había Warheads de todos los sabores y colores, pero lo que los unía, era la primera capa súper agria que tenías que aguantar por un buen rato. Sentías que te explotaba la cabeza, que se te comprimían los cachetes, que no entendías porque algo así existía. Y por eso guardé por años en mi cajón el Warheard negro que intercambié con alguien. Creo que lo encontré hasta el día que me casé y me fui de mi casa. La verdad era que los Warhead no eran tan buenos, pero valían mucho porque eran difíciles de conseguir. Si me regalas uno hoy, probablemente lo guarde en mi cajón con llave para algún día especial.
Otro día les contaré de mis cereales y mis refrescos favoritos. Sí. Cuando yo era niño, mis papás nos dejaban comerlos. Las cajas de los cereales decían que eran sanos para nosotros porque contenían 11 vitaminas y minerales, y los refrescos, si bien no eran sanos, nadie sabía que eran pura azúcar con colorante. O sí lo sabían, pero no pensaban que eso podía ser tan malo para el cuerpo y la mente. Aún lo seguimos dudando.
Podría seguir y seguir, pero tengo algo que confesarles: todas estas cosas por las que ahora me ven gritar o hacer berrinche por no comprarlas cuando estamos en el súper, o cuando vamos a las fiestas, o cuando vamos a pedir Halloween, o cuando sus abuelos se las regalan, son las mismas cosas que yo comía cuando era niño. Y me es difícil imaginar mi infancia sin ellas.
Por eso sé que es injusto cuando llamo a estas cosas “venenos” o “basura” o “chatarra” o “plástico” y las hago sentir culpables por desearlas. Sé que se desesperan cuando me paso horas enteras leyendo las etiquetas para ver si tienen Amarillo 40 o Rojo 27 y debatiéndome cómo explicarles porqué estas cosas tan llamativas y deliciosas existen. Sé que es contradictorio que algo sepa tan delicioso, que lo vendan en todas las tiendas, que todos sus amigos lo tengan y que además la Cenicienta y Frozen lo vendan, y que no sea un producto sano. Por cierto, una “contradicción” es cuando dos cosas dicen algo diferente y no pueden estar las dos correctas al mismo tiempo.
Me confundo cuando una de ustedes está desolada porque no le compramos un dulce o porque se acabaron los que tenían, o porque su hermana tiene el que ustedes querían. Ustedes lloran y yo también lloro por dentro. Lloro porque no me gusta verlas llorar, lloro porque entiendo porqué lloran, lloro porque no quiero traumarlas con tanto discurso anti-dulces y generar el efecto contrario. Lloro, porque no sé que hacer con esta situación.
A veces me ven suspirar o echarle la culpa a su mamá de haberles comprado algo. Tanto ella como yo decimos: “de vez en cuando, no está mal”. Pero esto lo decimos más que de vez en cuando. Esto me confunde también.
Además, deben saber que los papás también tenemos nuestros dulces. Cuando se van a dormir a veces a nosotros también se nos antojan y los comemos. De hecho, les cuento que, en nuestra familia, así como he visto en otras, los adultos siempre han escondido sus chocolates en su clóset. Tal vez para que los niños no los vean comerlos, pero sobretodo porque no los queremos compartir con nadie.
Así que entiendo perfecto cuando regresan de una fiesta y cada una se va a un cuarto diferente a esconder su bolsa. Ojalá los dulces duren para siempre y sean solo para mí. Todos nos decimos esto.
Aunque los adultos hacemos como si tuviéramos pleno control de nuestras cosas, esto no es así. Porque además de nuestros dulces, también tenemos otras cosas que nos hacen daño. Los que fuman y creen que no es tan grave, los que tomamos copas de alcohol porque nos merecemos un descanso y un placer. Los que nos pasamos horas en la pantalla del celular.
Decimos que trabajamos con nuestro celular, pero la verdad es que somos adictos.
Ser adicto significa que no puedes dejar de hacer algo, aunque hacerlo mucho sea malo para tu salud. Una forma fácil de encontrar a un adicto es ver la insistencia con la que trata de negar su adicción.
Dicen que cuando te molesta algo de otra persona es porque eso que te molesta lo tienes tú también. Tal vez por eso no me gusta verlas abalanzarse sobre los dulces con una obsesión total. Casi con una dependencia ciega.
Dicen que no ves el mundo como es, sino como tú eres. Tal vez no se abalanzan con obsesión total. Esa es solo mi lectura del mundo, porque yo soy así.
Los papás tenemos miedo del día que nuestros hijos se casen y se vayan de la casa. Pero yo ya tengo miedo del día que ustedes tengan su celular y se vayan de la casa, aunque sigan viviendo en ella. Y al mismo tiempo, les confieso que estoy escribiendo esto mientras puse a una de ustedes a ver La Casa de Muñecas en Netflix en el celular de su mamá. Yo necesito concentrarme y soy el que les avienta el dulce y el iPad.
Yo no les hago ver -porque no tengo el vocabulario ni la comprensión para explicarles- la confusión que siento que cuando estamos en el coche o vamos a una caminata, y vemos a tantos niños de la calle que se alimentan con paletas azules o rosas. Tienen apenas un año y eso es lo que les dan sus papás para saciar su ansiedad. La de los niños y la de ellos. La ansiedad es cuando sientes mariposas en la panza porque algo te preocupa mucho. Los dulces nos ayudan a quitarnos la ansiedad por un rato, pero después la ansiedad vuelve y aunque tengas más dulces, la ansiedad no se va.
¿Han sentido feo cuando alguien les grita o cuando las amigas de su hermana las excluyen de su grupito? Es probable que lo que sientan sea ansiedad. Y si se les antoja un helado, es normal, porque su cuerpo quiere sentirse bien de forma inmediata.
Yo he comido muchos dulces y otras cosas cuando estoy ansioso. Pero a veces noto que cuando se me antoja algo de eso es porque tengo mucha hambre o porque estoy nervioso por algo, o porque tengo muchos mensajes por contestar, o porque alguien me habló feo o yo le hablé feo a alguien y ahora me siento culpable o avergonzado. Algún día nótenlo en su cuerpo y dense cuenta de cuáles son las cosas o actividades que hacen que la ansiedad se vaya por un rato, aunque luego regrese.
Y entonces ¿qué voy a hacer con la ansiedad que siento por este tema de los dulces?
Lo más fácil es aventársela a alguien. A las empresas que crean estos dulces y los ponen por todas partes, a los gobiernos que permiten esa publicidad que hace que se nos antojen todo el tiempo.
Aunque ustedes tienen compañeros y compañeras cuyos papás y mamás trabajan en empresas y en el gobierno. Y saben que esas personas somos nosotros.
Somos nosotros los que seguimos llenando las piñatas de nuestros hijos y no queremos pensar cómo podría ser diferente. Tal vez el año próximo, nos decimos, porque nadie se quiere arriesgar a ser el papá de los niños impopulares que no dan dulces. Nos da más ansiedad eso.
Pero, ¿saben qué? Tal vez no todo lo que hacemos sea para solucionar la ansiedad de manera rápida o para evitarla. Tal vez lo que tenemos que hacer es aprender a estar con esa ansiedad sin saber que hacer con ella y sin escapar. Saber que este tema no se puede solucionar de forma rápida. Ni en nuestra familia, ni en nuestra comunidad. Que tal vez estos dulces estarán prohibidos en 25 años, o no, y no habrá una forma única de integrar todas las contradicciones que este tema genera.
Ya sé que les dije que una contradicción es cuando dos cosas dicen algo diferente y no pueden estar las dos correctas al mismo tiempo, pero, en este tema, yo veo que hay muchas cosas correctas al mismo tiempo. Parece que crecer se trata de entender que hay contradicciones que pueden ser complementarias al mismo tiempo. Y que no hay una única verdad.
Con ansiedad les digo que yo no tengo todas las respuestas y que mi confusión es tal vez más educativa que mis respuestas o mis reglas. Seguro más educativa que mis berrinches. Porque son ustedes las que tendrán que tomar sus propias decisiones, aun cuando su papá les da más información de la que estamos acostumbrados a darles a los niños.
Lo que necesitan estos temas colectivos es que no los infantilicemos. Infantilizar significa tratar a alguien como si fuera más pequeño o tonto de lo que es, en lugar de reconocer sus habilidades, en lugar de pensar que la vida es blanca o negra. Como el Duvalín.
No debemos infantilizar a los niños que comen dulces obsesionadamente, ni a las empresas que los producen, ni a los gobiernos que manejan miles de contradicciones, ni a los papás que toman sus decisiones, o los que las posponen hasta el año siguiente.
Cuando era chico me gustaba ver los programas de fábricas de comida. Me encantaba ver esas maquinotas produciendo panes de hamburguesa, donas, chocolates. Era increíble ver cómo producen 2,000 botellas de cátsup por segundo y cómo con solo mezclar unos polvos y líquidos en grandes contenedores, salen unos panes dulces rellenos de cajeta con todo y su empaque individual al final de la máquina.
Pero hoy creo que me hubiera gustado ver más programas que expliquen que los árboles hacen lo mismo. Toman agua de la tierra a través de su raíces, reciben sol en sus hojas, y después de unos meses, nos entregan unas deliciosas mandarinas también en empaque individual.
No sé cómo, ni cuándo, pero visualizar esta mandarina que crece y recibe información y florece y muere, me sirve más para modelar mi vida que la máquina que parece que me resuelve todo, pero que solo me da más ansiedad.
En fin, no hay más, más que seguir platicando.
Las amo.