Por Ores Lario
22/10/2016
El 25 de octubre el Museo del Romanticismo abre sus puertas a la exposición La moda romántica. La muestra, que se exhibe hasta el 5 de marzo de 2017, la conforman 22 modelos femeninos y masculinos procedentes la mayoría del Museo del Traje. Los diseños se ubicarán en las salas del palacete que alberga el museo y acompañarán el recorrido figurines procedentes de revistas de moda de la época, así como fotografías estereoscópicas de comercios y talleres de moda.
Fracs, levitas y chalecos de caballero, junto con trajes femeninos de paseo, de baile o de novia, goyescos o incluso algunos modelos infantiles ofrecen una visión global de los usos sociales de la moda en el siglo XIX, «uno de los fenómenos sociales más interesantes del periodo», en opinión de Eloy Martínez de la Pera, comisario de esta exposición. Según el experto, la muestra se centra «en un tiempo de apasionantes cambios que transforman todos los órdenes de la vida cotidiana. Esa nueva sociedad acogerá la moda como uno de sus principales medios de comunicación, un exponente fundamental de su modo de vida y fiel reflejo de toda una época. En ese periodo la moda interesaba a todo el mundo y sus clientes potenciales eran cada vez más numerosos. Gracias a la aparición de los grandes almacenes, al desarrollo de los transportes y las revistas y publicaciones de moda, asistiremos a la apoteosis de la apariencia, a una revolución de este fenómeno llamado moda y al paso definitivo hacia el vestir contemporáneo, globalizándose por primera vez los gustos y costumbres. Algo de lo que hoy somos los más directos herederos», asegura.
La exposición destaca uno de los aspectos fundamentales de la época: el de los usos sociales del traje a lo largo del período romántico, en el que el vivir cotidiano estaba unido al cumplimiento de las rígidas costumbres establecidas. Para Martínez de la Pera, «el viaje en el tiempo que se propone a los visitantes termina de cobrar vida en el momento en que podemos apreciar los trajes pensados, diseñados y confeccionados en el siglo XIX en los espacios en los que fueron vividos. Es fácil imaginar el crujir de las telas en movimiento del traje de sociedad en el salón de baile de la casa, conmoverse frente al vestido de novia en el oratorio o rememorar la genialidad de Mariano José de Larra junto a su levita en el dormitorio masculino«.
La levita que perteneció al célebre escritor, articulista y periodista español fue donada al Museo del Romanticismo por un descendiente suyo. Se trata de una prenda que la escritora Carmen de Burgos describe de manera poética: “¡Qué maravilloso paño azul el de esta levita y qué recio terciopelo de seda negra el de su cuello! Muy estrecho de pecho, muy ceñido de talle, esta levita da exacta idea de la estatura de “Fígaro”.
A la hora de decantarse por una prenda, el comisario destaca una ubicada en la Sala Comedor del museo madrileño. «Es un traje característico de la década de los años 50 del siglo XIX, con su crinolina, encargada de ahuecar las faldas femeninas, proporcionando una silueta de cúpula y un bellísimo estampado floral que nos remite al desarrollo que la revolución industrial textil y los nuevos colores propiciaron en la ampliación del repertorio decorativo de los tejidos a la moda empleados para trajes que compartían motivos comunes a elementos decorativos del hogar como vajillas o biombos», explica. El especialista en arte ha presentado en la exposición la evolución que se produce en el traje desde comienzos de siglo y a lo largo del reinado de Isabel II.
Se trata ésta de una ocasión especial para ver cómo la moda puede pasar con acierto de los armarios a las vitrinas. Como corrobora Martínez de la Pera, «Baudelaire llamó irreflexivos, gente grave sin verdadera gravedad (Le peintre de la vie moderne, 1863) a los que al contemplar un puñado de grabados de moda reían sin descubrir en ellos la moral y la estética de una época (ídem). No era casual el largo de una falda ni lo abultado de un talle, no. Representaban un lenguaje mudo pero profundamente armonioso. Hoy, al menos, hemos aprendido a no reírnos ante lo que constituye pasado, presente y futuro, y contemplamos esas piezas, si no como obras de arte, como ejemplo de virtud».