Hubo un tiempo en el que Iglesias abrazó la Constitución como un predicador de la Biblia, hasta el punto de licuar cada artículo con la fe de un converso. Con la furia de un hermeneuta que interpreta el Antiguo Testamento, transformaba los principios y valores constitucionales al antojo de un discurso complaciente y ventajista.
En el libro sagrado del populismo, nada hay más fácil que transformar la igualdad en igualitarismo. Y como la libertad se concibe en régimen de monopolio desde el igualitarismo, la única libertad posible es aquella que tiende a despreciar el mérito y menoscabar la capacidad. Prefieren, aunque no lo expresen con nitidez, una sociedad sin ricos antes que una sociedad sin pobres. Y, para ello, entre sus diez mandamientos, incluyen una forma de progresividad fiscal basada en un concepto tramposo de justicia redistributiva al uso de un «Robin Hood» benefactor y todopoderoso.
En este contexto, no les ha faltado tiempo para agitar el árbol de la equidad tributaria para proponer un impuesto sobre las grandes fortunas que no es otra cosa que el impuesto sobre el patrimonio en versión estatalista y centralizadora. Porque el hecho imponible sobre el que se configuraría esta nueva figura impositiva sería el mismo que el actual impuesto sobre el patrimonio, lo que les llevaría indubitadamente a suprimir el impuesto vigente para evitar un «non bis in ídem» fiscal.
En ese caso no solo no gozan de ningún prurito de presunta originalidad sino que además diezman el potencial recaudatorio de las Comunidades Autónomas, a las que habría que compensar la pérdida de ingresos fiscales.
Las «levas de capital» han sido una fuente histórica de captación de recursos públicos, que solo se admite con carácter general de modo extraordinario y transitorio. Hay pocos tributos que agiten la conciencia ideológica como la imposición sobre el patrimonio, un tributo de raíz relativamente moderna en Europa y de corte continental.
El origen de la pretendida legitimidad de este impuesto surge de una paradoja provocada por la aparente mayor capacidad económica de aquel que teniendo igual renta que otros, cuenta, a su vez, con mayor patrimonio. Este ha sido el argumento falible que ha esgrimido Unidas Podemos para cargar la factura del desequilibrio del sector público en los hombros de los ricos, al anunciar una eventual propuesta en el seno de la Comisión parlamentaria de Reconstrucción que grave el patrimonio por encima del millón de euros con un tipo impositivo en un entorno del 2% al 3%.
En las cuentas del cuento de la formación política proponente, la recaudación neta por el impuesto alcanzaría aproximadamente el 1% del PIB anual. Solo desde la ideología o desde la displicencia científica puede alcanzarse esta proyección habida cuenta del impacto recaudatorio que hasta ahora ha tenido el impuesto sobre el patrimonio, que ha sido ciertamente insignificante.
Si de algo sirve la experiencia, y más en tiempos de crisis, es para recordar que la exacción de un impuesto de esta naturaleza puede tener un carácter confiscatorio en muchos casos porque la rentabilidad de los activos es menor que lo que paga simplemente un contribuyente por mantener el patrimonio, produce asimetrías evidentes en el campo de la equidad, induce a la deslocalización de activos financieros, su papel en la distribución y en la reasignación de recursos es inapreciable y su capacidad recaudatoria es pírrica.
De hecho, la existencia del impuesto sobre el patrimonio es una barrera de entrada para la inversión extranjera y un desincentivo para el mantenimiento del patrimonio en España. En las últimas décadas, Italia (1992), Austria (1994), Dinamarca e Irlanda (1997), Países Bajos (2001), Finlandia (2006) y Suecia (2007) han derogado tributos con este hecho imponible, mientras que en Alemania fue declarado inconstitucional en 1997.
El mito del patriotismo fiscal es una trampa más del discurso intemperante de Unidas Podemos, que, en cambio, no reconoce la falta de patriotismo de esa aristocracia administrativa que se ha formado en torno al Gobierno más vasto de nuestra democracia. Los ciudadanos que votaron en las urnas, votan también con los pies cuando de tributos se habla. La expresión «voto con los pies» es un concepto ya tradicional en la teoría económica, muy utilizado espontáneamente en la actividad política para justificar posibles comportamientos de localización de domicilios fiscales en busca de un tratamiento fiscal más favorable.
Cuando, con plena conciencia y libertad, un ciudadano o una empresa toman la determinación de anclar su residencia en un territorio especifico son múltiples los factores que inducen a llevar a cabo esa decisión, entre los que destaca, entre otros, el peso relativo de la carga fiscal que se ha de soportar.
Arthur Laffer en una conferencia en Madrid hace algunos años desmontaba el eterno retorno de la utopía fiscal:
«Desafortunadamente, en este maravilloso mundo nuestro, el ratoncito Pérez ya no trabaja en Hacienda. Ni Papá Noel tampoco. /…/ A los ricos no les gusta pagar impuestos. A los pobres tampoco les gusta pagar impuestos. Ni tampoco a la gente de ingresos medios. /…/ Cuando vean a un grupo de gente acompañar a Obama ni se les ocurra pensar que se trata de un grupo de gente de la calle intentando explicarle al presidente lo que es ser pobre. Esta es gente que quiere algo de él. Quieren una exención fiscal especial. Y la gente rica tiene la forma, no solo los medios, de esquivar los impuestos».
Cierto es que podría abocarse el debate a una cuestión moral sobre la contribución de cada uno a su país, debate en el que algunos ricos están avergonzando, por su ejemplo, a cierta élite política sobrevenida. Pero esa dialéctica exclusivista de la ética del bien público debería predicarse de todo comportamiento, incluido del comportamiento privado de quienes ahora pretenden dar lecciones, con jerga de Neruda.
Los ricos también lloran, como los pobres. Y el estigma de la riqueza sobre la base del sermón anticapitalista de finales del siglo XIX no tiene un pase en una economía abierta de mercado. Ninguno.
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