Francisco de Herrera ‘el Mozo’ (Sevilla, 1627-Madrid, 1685) es uno de los artistas más desconocidos de nuestro Siglo de Oro, a pesar de destacar en su tiempo como pintor, dibujante, grabador, arquitecto, escenógrafo e ingeniero. También sobresalió como fresquista, pero desgraciadamente esa faceta la desconocemos pues todas sus pinturas murales se han perdido.
Formado en Sevilla, seguramente con su padre, el pintor Francisco de Herrera ‘el Viejo’, nos ha llegado la semblanza que de él hizo el tratadista Antonio Palomino en las primeras décadas del siglo XVIII, quien le describe como una persona controvertida, bizarra, galante, de ingenio vivaz y consciente de su valía. Añade que Herrera fue muy envidiado, algo en lo que coinciden otros contemporáneos del pintor, como el sacerdote y erudito Fernando de la Torre Farfán o el canónigo de la catedral de Sevilla Francisco Barrientos.
En la formación de Herrera fue crucial su estancia en Roma, donde se familiarizó con el lenguaje barroco de Bernini y Pietro da Cortona. Su posterior llegada a Madrid fue un absoluto revulsivo para los artistas madrileños de su generación, como Francisco Rizi, Juan Carreño de Miranda o Claudio Coello. De igual modo, su actividad en Sevilla es decisiva para entender la evolución del arte de Murillo, al que probablemente, como dejan entrever las fuentes documentales, desplazó en algún encargo.
La importancia de Herrera reside en haber sabido interpretar la magnificencia y la propaganda características del Barroco mediante una ingeniosa integración de las artes y un personal desarrollo del concepto de “Barroco total” aprendido en Italia. Solo por esto y por su influencia posterior merece el lugar de honor que le ha sido negado por nuestra historiografía, un reconocimiento que esta exposición quiere reivindicar mediante la presentación con un nuevo enfoque de lo más destacado de su producción, en buena parte restaurada para la ocasión.
Su gran versatilidad plástica, que desplegó en diversos campos, como el dibujo, el grabado, la pintura al óleo y al fresco, la escenografía, la arquitectura y la ingeniería, nos lleva a referirnos a él como artista total. Gozó en vida de enorme fama por el carácter singular e innovador de su obra, cuya calidad indudable le llevó a alcanzar los puestos de pintor del rey y maestro mayor de Obras Reales, pero también a despertar tanto la admiración como la envidia de sus contemporáneos.
Sin embargo, su fuerte carácter, la incomprensión de la crítica ilustrada y el hecho de que parte de su obra se haya conservado en mal estado o de que ni siquiera haya llegado a nuestros días –como su pintura mural–, han contribuido al escaso conocimiento de su figura en el presente.
DE APRENDIZ CON FRANCISCO DE HERRERA ‘EL VIEJO’
Una de las constantes que advertimos en el arte de Herrera ‘el Mozo’ es la influencia paterna, evidente durante su aprendizaje como grabador y manifiesta en la dependencia de sus modelos pictóricos. Sin embargo, Herrera acabará distanciándose notablemente de su padre en el manejo del colorido. Por los años en que ‘el Mozo’ llevaba a cabo su formación en el taller familiar, Herrera el Viejo abordaba uno de sus encargos más ambiciosos, el retablo del colegio de San Basilio en la Casa de la Misericordia de Sevilla.
Hoy sabemos que esas pinturas no le fueron pagadas hasta 1647, dinero que reclamó cuando se encontraba ya asentado en Madrid y cuyo cobro encargó a su hermano Juan de Herrera, probablemente por desconfiar de su hijo. Esto permite deducir una mala relación entre ambos, confirmada por sus propios biógrafos. Ese mismo año, y sin la presencia de su padre, Herrera al Mozo se casó en Sevilla con Juana de Auriolis y Medina. Tras divorciarse a los pocos meses y después de devolver las alhajas y menaje aportado como dote por Juana, Herrera marchó en solitario a Roma para completar su formación en alguna de las academias de la ciudad y buscar fortuna.
LA ESTANCIA EN ROMA
La estancia de Herrera en Italia debe situarse entre 1648 y 1653, teniendo como testimonio fidedigno de la misma un conjunto de estampas con cartuchos decorativos que se conservan en la biblioteca de la Obra Pía en la iglesia nacional española de Santiago y Montserrat de Roma, de los que se guardan otras pruebas en el Metropolitan Museum de Nueva York y en el Victoria & Albert Museum de Londres.
Junto a estas evidencias gráficas, que confirman la dependencia de los modelos de su padre y su tío, se han podido documentar pinturas suyas en las colecciones del canónigo Giovan Carlo Vallone, archivero de la iglesia romana de Santa Maria ad Martyres (Panteón) y académico de los Virtuosi, y de Paolo
Giordano Orsini, II duque de Bracciano, académico de San Luca y amigo de Bernini. En ambas colecciones esas obras se inventariaron como bodegones de peces, identificándose al artista con el apelativo de “il Spagnolo”, lo que confirma lo dicho por Palomino y, más adelante, por Juan Agustín Ceán Bermúdez sobre el apodo con el que Herrera fue conocido en Italia, “Il Spagnolo de gli pexe” (el español de los peces).
En ese periodo debió de relacionarse con los hoy denominados pintores del dissenso, artistas heterodoxos que sobrevivían en Roma al albur de los encargos de comerciantes de pintura, que habían optado por la vía del colorido y, sobre todo, que practicaban el dibujo como medio de aprendizaje en las academias privadas.
En esa disciplina, la exposición ofrece una de las aportaciones fundamentales. Se ha conseguido reconstruir toda la actividad gráfica romana de Herrera ‘el Mozo’ gracias a la identificación de un conjunto de dibujos antes atribuidos al círculo del pintor milanés Pier Francesco Cittadini, activo en Bolonia y Roma. Estas obras son esenciales para entender el proceso creativo y formativo de Herrera, y aflorarán en algunos trazos o en ciertos detalles de figuras de pinturas posteriores, como el Triunfo de san Hermenegildo o el Sueño de san José del Prado.
“EL MEJOR APELES DE ESPAÑA”
La presencia de Herrera en Madrid después de su experiencia italiana se documenta en 1654 con el encargo por Juan Chumacero de Sotomayor, quien había sido embajador ante la Santa Sede en Roma, del retablo mayor de la iglesia de los carmelitas descalzos de Madrid. Su Triunfo de san Hermenegildo no dejó indiferente a sus contemporáneos, siendo objeto de alabanzas y envidias a partes iguales. Su éxito fue tan grande que el propio artista afirmó, dando prueba de su vanidad, que el “cuadro se había de poner con clarines y timbales”.
Esta declaración no solo define su personalidad, sino que refleja el rumbo que guiaba su pintura: el de la magnificencia y el Barroco triunfal, acorde con la pintura de Pietro da Cortona y con lo que representaba el “bel composto” de Bernini. El prestigio alcanzado quedó subrayado por los encargos posteriores y constatado en las fuentes de la época, que llegan a compararle con Apeles, el célebre pintor griego.
Igual fama alcanzó en Sevilla durante los años en los que vivió en la ciudad, de 1655 a 1660, donde recibió encargos referenciales como el Triunfo del sacramento de la Eucaristía y el Éxtasis de san Francisco, destinados a la catedral. En ellos demostró una línea completamente nueva respecto a la pintura de Murillo, en la que el color y el manejo de las sombras efectistas redundan en la teatralidad de ambas creaciones.
PINTOR EN LA CORTE. EL PRESTIGIO Y LA CLIENTELA
Herrera regresó a Madrid entre 1660 y 1661 gracias a la intervención de dos de sus grandes valedores: el retablista Sebastián de Benavente y el pintor y escultor Sebastián de Herrera Barnuevo. El Sueño de san José del Prado, pintado para el ático del retablo de la capilla de San José en la iglesia del colegio de Santo Tomás, supuso su definitivo asentamiento cortesano y el comienzo de su ascenso en la corte.
Sin embargo, su mayor crédito y fama lo obtuvo como pintor al fresco tras finalizar el encargo de la decoración de la cúpula de la iglesia de Nuestra Señora de Atocha. En la trayectoria de Herrera en la corte fue también decisivo el apoyo de otros poderosos patronos, como la reina regente Mariana de Austria, don Juan José de Austria, para quien también pintó obra al fresco, o el marqués del Carpio, quien coleccionó obras suyas.
Entre el círculo de intelectuales que lo ayudaron estuvo igualmente su amigo Pedro Calderón de la Barca, autor de un memorial en defensa de los pintores que dominaban la geometría, la arquitectura y la perspectiva tras el nombramiento en 1677 de Herrera como maestro mayor de las Obras Reales.
“DE GENIO MUY ARDIENTE Y VORAZ”
Herrera dibujante Herrera ‘el Mozo’ consideró el dibujo como el germen de toda su actividad, defendiéndolo como la base de su arte. Su padre, otro excelente dibujante, fue quien le introdujo en el manejo de las habilidades gráficas, también en las del grabado. Los dibujos que nos han llegado de Herrera son fundamentales para comprender su proceso creativo, pues son testimonios preciosos para conocer las distintas facetas de su trabajo: pintor de lienzos, fresquista, grabador, diseñador de retablos y arquitecturas efímeras, de túmulos funerarios, tapices, ejecutorias y objetos suntuarios.
Todos ellos, junto a composiciones perdidas conocidas por otras vías, demuestran su inventiva e ingenio y bastan para justificar las palabras de Juan de Tejada, canónigo de la catedral de Sevilla, sobre la capacidad y diligencia de Herrera en su trabajo para “conseguir por cuatro […] lo que por ocho no se había de hacer tan bueno”. Pero, ante todo, su actividad gráfica es clave para entender las ideas que defendemos en esta exposición, la de la integración de las artes y la del artista total, sin las cuales no se explica el barroco.
FIESTA PÚBLICA Y ESCENOGRAFÍAS TEATRALES
Sabemos que Herrera ‘el Mozo’ realizó dibujos para carros procesionales, celebraciones conmemorativas de la Inmaculada Concepción y alegorías de la ciudad de Sevilla, así como de autos de fe que fijaban también la memoria de sucesos terribles y dramáticos.
Está documentado que, en 1673, al poco de ser nombrado pintor de la reina doña Mariana de Austria, ideó y levantó el túmulo funerario de la hija de esta, la emperatriz Margarita Teresa de Austria, una arquitectura efímera que se había de instalar en la capilla del Alcázar, en la que el dibujo jugaría un papel fundamental y de la que, desgraciadamente, no nos han llegado testimonios gráficos.
FRANCISCO DE HERRERA, ARQUITECTO INVENTIVO
Una de las ocupaciones de Herrera ‘el Mozo’ fue la arquitectura, actividad que pudo desempeñar por sus amplios conocimientos de matemáticas y geometría, recibidos de Francisco Ruesta, militar, ingeniero y matemático. Herrera sostenía que los grandes pintores habían sido arquitectos, y así lo defiende en la epístola que escribió en defensa de esta disciplina, donde afirma que los pintores “uniendo las líneas al dibujo han conseguido la mayor perfección”.
De esta forma, contraponía al arquitecto inventivo respecto a los arquitectos prácticos –que ejemplificaba en José del Olmo, aparejador de las Obras Reales–, que no mostraban grandes inquietudes intelectuales. Herrera no aceptaba la separación de las artes porque, en su opinión, arquitectura, escultura y pintura se presentaban en “tres círculos unidos”.
Como arquitecto, Herrera ‘el Mozo’ fue el introductor del estípite en la retablística hispánica (retablo de la iglesia de Nuestra Señora de la Almudena en Madrid), además de consolidar el empleo de la columna salomónica de orden gigante (retablo de la iglesia del hospital de Nuestra Señora de Montserrat, también en Madrid).
De ahí la importancia de su trabajo y su condición de referente para sus compañeros de generación, que lo propusieron para dirigir la academia de artistas españoles en Roma en 1680. Ese mismo año había dado las trazas para la planta del Pilar de Zaragoza, su gran éxito como arquitecto inventivo y su gran frustración debido a los problemas de cimentación que tuvo la obra. Aun así, Teodoro Ardemans, su discípulo y defensor, destacó su conocimiento de las artes matemáticas y honró la figura de su maestro, “cuya memoria”, sostuvo, “merece ser respetada y atendida con veneración”.