Por Lola Delgado / Fotografía: Begoña Rivas
Cuesta encontrarlas, pero hay personas que no temen a la adversidad. Gente que, a pesar de los golpes que la vida les ha dado, lleva la bandera de la generosidad siempre enarbolada. Son la viva imagen de cientos de refranes o de frases hechas que animan a hacer el bien a los demás sin preguntar, sin mirar a quién. Y, además, son felices.
Viven con personas enfermas, trabajan para que los otros puedan tener lo que ellos no tuvieron y son capaces de coger de la mano a aquellos que están a punto de morir y no tienen familia. A cambio de nada; o tal vez de mucho. Son héroes anónimos que tienen dos cosas en común: optimismo y fortaleza. Tanta, que a veces asusta.
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A Rosa Elena Lovos (en la imagen que abre este reportaje) no le cuesta nada llorar. De hecho, lo hace con mucha facilidad. Pero lo más sencillo para ella es sonreír. A pesar de haber sido violada en varias ocasiones en su país (El Salvador); de haber sido maltratada por varios hombres y tener aún las marcas del dolor en la piel y en el corazón, o de haber tenido a un hijo en la cárcel durante dos años por pertenecer a la terrible mara Salvatrucha, una de las más violentas de Centroamérica… No hay problema que se le ponga por delante. Uno de los grandes objetivos de su vida es ayudar a los que vienen a España como llegó ella hace siete años: sin nada.
“Vine huyendo del maltrato y la violencia. Soy hija de madre soltera con 12 hijos. En los años 80 mataron a uno de mis hermanos de un bazucazo en la cara, no se sabe si la guerrilla o los militares. Casi se vuelve loca y entonces, nos descuidó a todos. He sufrido abusos desde que tenía tres años”.
Rosa Elena tiene hoy 42 y vive en Getafe con dos de sus tres hijos. A pesar de la crueldad con la que la vida la ha sacudido día tras día, el dolor la ha hecho fuerte como una roca. “Con 11 años vivía en la calle. Trabajaba en un restaurante y la dueña me pagó los estudios de Primaria”, cuenta desde uno de los centros de acogida de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), en Getafe. Apenas tiene ingresos, pero eso no le impide trabajar como voluntaria en el ropero. También presta su ayuda en una iglesia cercana.
“El padre de mi primer hijo me daba palizas constantemente estando embarazada. No creyó nunca que con 15 años yo fuera a tener un hijo suyo, pensaba que era de otro hombre porque sólo habíamos estado juntos una vez. El padre de mi segundo hijo me solía partir botellas de cristal en la cabeza. Otras veces me agarraba tan fuerte del cuello para abusar de mí que me dejó marcada para siempre”, recuerda mientras muestra todas las cicatrices que jamás le permitirán olvidar aquellos años en el infierno. La lista de desgracias que han salpicado su vida no parece tener fin. De los otros hermanos varones que tenía, uno cayó barranco abajo en plena borrachera. El otro murió en un cantina completamente alcoholizado. Le enterraron en un fosa común porque no sabían siquiera quién era.
Rosa Elena es una de esas personas que desarma, que tiene detrás de cada arruga una historia que contar y una lección que dar sin apenas inmutarse.
Hoy su madre tiene alzhéimer, pero cuando Rosa Elena decidió venir a España, ella y sus hermanas ya estaban aquí. Emborrachó al padre de su hijo mayor, dejó que la violara y pudo conseguir entonces que le firmara un permiso para que el pequeño viajara a España. Lo cuenta sin ocultar ni un detalle, a bocajarro, sin anestesia. “Mi hijo vino primero. Cuando llegué, nadie le había escolarizado, ni empadronado, ni gestionado sus papeles”. Así que, en cuanto fue mayor de edad, le deportaron. Llegó de nuevo a El Salvador y le captaron las maras.
Y la vida de esta heroína, a pesar de todo, no terminó. En 2010, dos años después de llegar, alguien le dijo que existían organizaciones que podían ayudarla a ella y a sus hijos. Fue en 2012 cuando, gracias a la mediacion de CEAR, consiguió el asilo en España, una condición muy difícil a menos que el caso sea de extrema gravedad.
El suyo lo era. “Ellos son como mi familia. Aunque no tenga cita, llego allí y me siento. Un día quise devolverles lo que habían hecho por mí y decidí ser voluntaria en el ropero. También, de vez en cuando, voy a dar charlas a mujeres que han sido maltratadas y ayudo en una iglesia”.
Hay más de 30 miembros de su familia en España, pero se siente sola, sus hermanas nunca están cuando las necesita. Cada noche despierta sobresaltada con la misma pesadilla: a su hijo, que hace unas semanas salió de la cárcel, le vuelvan a captar las maras. Eso le atormenta. Pero Rosa Elena, la niña que se crió en la calle, que se movía de un lado a otro con una bolsa de ropa como única pertenencia, que fue violada y maltratada durante su juventud y que hasta fue obligada por sus parejas a consumir droga mientras estaba embarazada, sigue sonriendo y tratando de ayudar a los demás, a los que llegan a España en la misma situación de desamparo en la que llegó ella.
Resulta difícil encontrar a gente que sea capaz de entregarse a los demás de manera tan generosa y altruista, sin esperar nada a cambio, simplemente por la satisfacción que produce la ayuda. A muchos, además, esa ayuda les da una sensación de felicidad que difícilmente encuentran de otra manera.
Ángel de la guarda en el Nepal devastado
Así se sintió Óscar Gutiérrez después de que un terremoto de 7,8 grados en la escala de Richter partiera Nepal en dos el pasado 25 de abril. Madrileño de Alcalá de Henares, esa mañana fue, como todos los sábados, con su mujer, Cristina, y su hija Manuela, de seis años, al Club Americano en Katmandú a pasar el día. La familia estaba en el país asiático desde hacía un año, cuando él empezó a trabajar en las obras de mejora del aeropuerto internacional como expatriado de la constructora San José. “Fue algo terrible. Pasamos la primera noche en el club, pero al día siguiente fui a casa para recoger nuestros pasaportes. Por el camino ibas tomando conciencia de la magnitud de lo que había ocurrido. No estuve allí más de dos minutos porque la vivienda estaba destrozada, así que volví donde había dejado a mi mujer y a mi hija y entonces todo empezó a movilizarse con la embajada de España, que está en India”.
A sus 41 años, es la experiencia más terrible que ha vivido jamás. “Entre todos los que estábamos allí de la empresa, que somos 10 -él es el jefe de obra- decidimos irnos a las oficinas, que están junto al aeropuerto, y empezar a recibir a los españoles”.
Desde el consulado, que estaba instalado en un hotel del centro de Katmandú, recibían noticias de dónde estaban los españoles, y el equipo de trabajadores de la constructora salía a las calles a buscarlos. Allí donde el consulado le decía que había un grupo, Óscar se desplazaba con su coche a recogerlo: “Llevé mantas y comida de casa. Todos lo hicimos, y logramos acoger a 122 españoles en las oficinas. A muchos fuimos a buscarlos al aeropuerto. Se trataba de un tema humanitario. Incluso nos encargamos de gestionar la llegada de los aviones para poder evacuar a todos los que estábamos allí”.
Él y su equipo siguieron el criterio más lógico en esos momentos para embarcar a la gente. Primero, las mujeres y los niños pequeños, luego los mayores y después, por orden de llegada a las oficinas. “A medida que íbamos encontrando a gente, la sensación de alivio era enorme. Estuvimos tres días sin dormir, pero no importaba. Simplemente, hacías lo que hubieras querido que la gente hiciera por ti y por tu familia”.
Óscar fue el último de los españoles en salir de Katmandú junto a sus compañeros. Se quedó incluso después de que su mujer y su hija se hubieran marchado. Fue uno de los héroes de Nepal. Y a pesar de que acababa de pasar por un shock físico y emocional muy intenso, poco más de una semana después de llegar a Madrid, volvió a su trabajo en ese país, esta vez sin su familia. Prácticamente al bajar del avión tuvo lugar el segundo gran terremoto en menos de un mes.
Voluntario en una unidad de cuidados paliativos
Se calcula que en España hay algo más de un millón de personas que trabajan como voluntarios para diferentes organizaciones sociales. Uno de ellos es Ricardo Herrera Burgos, que a sus 75 años ya cuenta con total normalidad lo que significó para él estar muerto durante un mes cuando tenía 66 años. “Estuve en la UVI durante ese tiempo por un problema de corazón, así que tengo más empatía con la gente que está en este lugar. Aquí, en este centro, la muerte es una cosa diaria”, explica.
Desde hace ocho años, acompaña a los enfermos terminales en el Hospital del Cuidados Paliativos Fundación Viañorte-Laguna, de Madrid, hasta prácticamente el momento de su defunción. Pasa con ellos sus últimos días, sus últimas horas en la mayoría de los casos. “Yo no he recibido clases de amor. Eso es un don que aquí se desarrolla fácilmente. Los enfermos pierden la conciencia, no tienen sufrimiento, pero a los familiares hay que ayudarles mucho y eso te sale de manera natural”. Ricardo es un hombre de pocas palabras, pero tiene las justas para consolar. Le salen del corazón cada vez que se acerca a una familia que está a punto de perder a un ser querido, algo que, efectivamente, en este centro pasa todos los días. Él confiesa que la fe le ayuda mucho. Es católico, muy creyente y practicante. “Muchas veces mi labor consiste en convencer a la gente para que salga a dar un paseo, que no se quede aquí esperando a que pase lo peor. Aquí se viven grandes emociones y creo que todas ellas me ayudan a ser mejor persona”, confiesa con palabras entrecortadas.
Cogerle la mano a una persona que está viendo a su padre o a un hermano morir es muy reconfortante para Ricardo, que hay días que sale feliz de allí cuando ve que ha conseguido mitigar un poco ese grado de angustia y dolor que tiene quien está a punto de perder a alguien querido. A la semana pueden morir en este hospital entre cinco y seis personas. Es un centro pequeño que Lourdes Díaz del Río, su gerente, ha convertido en un hogar lleno de luz y comodidad, esos que se necesitan siempre en los malos momentos.
“Este es un lugar donde se viene a pasar situaciones muy duras, por eso siempre he querido dar a estos enfermos todo lo que esté en mi mano. Las personas con cáncer, por ejemplo, necesitan comer cosas frescas, por eso hemos puesto unas neveritas en las habitaciones y procuramos darles helado siempre que lo piden. Algo tan sencillo como eso. No queremos que tengan la fresquera en la ventana, lo que tiene que haber aquí es dignidad humana. Nuestras puertas son de madera clara y no blancas como las de los hospitales. Aquí la gente sabe sonreír, escuchar y callar cuando tiene que hacerlo”.
Lourdes pone mucho tacto en todo lo que hace y cuida del centro con verdadera ilusión. Efectivamente, convierte la muerte de muchas personas en algo muy digno, en silencio, con el calor de la familia y en un lugar donde siempre van a contar con la ayuda de un especialista. “Creo que lo más importante de nuestra labor es acariciar sin tocar. En eso se basa todo”.
Adoptar a una persona con discapacidad
Ayudar en el proceso de la muerte, pero también en el proceso vital cuando éste es especialmente complicado. Este último es también el reto de muchas personas. Una de ellas es Arantxa Garay-Gordovil, de 37 años. Y, junto a ella, su marido, Nicolás Domínguez Velasco, de 40. Si la generosidad pudiera medirse, resultaría muy complicado saber quién de los dos lo ha sido más, cuál ha llegado más lejos en su entrega.
Muchos de los testigos de su boda eran personas con discapacidad intelectual. Eso ya da una idea de su dedicación. Arantxa pertenecía desde muy joven a un movimiento ecuménico de nombre Fe y Luz, con mucha vinculación a personas discapacitadas. A la vez, participaba en un club de ocio y tiempo libre donde conoció a Almudena. “Ella empezó a asistir a las actividades con la gente del piso de tutela donde vivía. Almu tenía 13 años y yo 18. Cuando nació, sus padres renunciaron a ella en el hospital: tenía síndrome de Down. Fue a una casa cuna hasta que una familia la adoptó, pero al año renunciaron a ella”, recuerda Arantxa. Ambas comenzaron una relación de cariño tan estrecha que pronto Arantxa propuso a sus padres hacer una acogida temporal. Almu vivió con ellos un tiempo, pero a pesar de tener que volver al piso tutelado después de unos meses, la relación entre ambas fue fortaleciéndose. Cuando Almudena cumplió la mayoría de edad, Arantxa pidió su tutela. “Hubiera querido adoptarla, pero la diferencia de edad entre ambas no era suficiente”. Con sólo 23 años, esta última asumió los gastos y toda la responsabilidad sobre Almudena.
Y así, hasta hoy. Desde entonces, las dos viven juntas, aunque no solas. Con 25 años, Arantxa conoció a Nico y Nico a su vez a Almudena, la primera persona con discapacidad intelectual con la que había tenido algún tipo de relación en su vida.
Supo desde el primer momento que si quería compartir su vida con Arantxa, tendría que hacerlo también con Almu. Y no lo dudó. Hoy siguen viviendo juntos y lo hacen en compañía de los tres hijos que han tenido en estos años. Son una pareja joven que apenas llega a los 40 años. Almudena ha cumplido 32 y los pequeños están entre los ocho y los dos años.
“A ella le fascina la música y el móvil pero, sobre todo, estar con gente y salir. Se pelean entre los cuatro, pero viven como hermanos”, cuenta Arantxa. “Almu nos desgasta más que los demás emocionalmente, precisamente porque a ella hay que dedicarle más tiempo que a los niños”, resume Nico, ingeniero de caminos en Ferrovial. Arantxa es psicopedagoga y presidenta de la Fundación Alas, y lo cierto es que no le falta experiencia tratando a personas con discapacidad intelectual.
Los seis forman una familia que celebra el cumpleaños de Almu con una tarta, como ella quería. Porque si algo les gusta hacer es complacerla. Algunas veces cuesta, es innegable, pero Arantxa decidió que merecía la pena apostar por alguien a quien la vida no le dio una infancia a la que ella tenía derecho. Dedicar su vida a ella desde los 18 años tiene mérito.
Donar un riñón a los 70 años
Como lo tiene Esperanza García Martínez. Por confidencialidad, no puede decir cuándo, pero ha participado en un programa de la Organización Nacional de Trasplantes – (ONT), denominado Donación Renal Cruzada, que se puso en marcha hace cinco años de manera muy tímida y cuyo procedimiento consiste en intercambiar órganos de parejas incompatibles entre sí. “Mi hijo llevaba cinco años en diálisis. Nuestra sangre no coincidía. Él tenía entonces 43 años y una niña. Estaba muy mal. Ya con 18 años tuvo su primer trasplante, pero ese riñón le falló. Ni el resto de mis hijos ni yo éramos compatibles”.
En aquella ocasión, el órgano llegó pronto, pero esta vez no aparecía. Y fue entonces cuando conocieron este programa y la luz se hizo para madre e hijo. “Nos operaron a los dos en el Ramón y Cajal de Madrid. Fue un equipo médico maravilloso al que siempre estaremos agradecidos. Entre la operación de mi hijo y la mía pasó bastante tiempo y ambos nos hemos recuperado estupendamente”.
Esperanza no sabe de quién es el riñón que tiene su hijo y desconoce también quién tiene el suyo. “No tengo curiosidad, esa es la verdad. Simplemente siento un profundo agradecimiento a todas las familias que han hecho lo mismo que nosotros. Hemos participado una cadena de seis personas de diferentes partes de España y gracias a todas hay mucha gente que ahora está bien. Me emociona ver a mi hijo feliz, y eso es lo único que importa”. Esperanza, a pesar de sus 70 años, pudo participar en este programa, una de las banderas de la ONT, conocido también con el nombre de trasplante altruista de riñón.
Altruista. Esa es la palabra que los protagonistas de este reportaje no han pronunciado jamás porque lo que para muchos es altruismo para ellos es una filosofía de vida que consiste en dar sin esperar nada a cambio. Ellos no le han puesto nombre, aunque lo tenga. Son héroes anónimos, gente que salva vidas, que da protección vital a los demás, que regala palabras de aliento o que, a pesar de las heridas que tiene aún abiertas su propia historia, trata de cerrarlas para entregarse a los otros.
Y, lo más estremecedor de todo: ni siquiera son conscientes del bien que han hecho. Tampoco reparan en el beneficiario. Simplemente, lo hacen porque así se sienten mucho más felices. Tal vez algún día la sociedad debería darles las gracias.