Por Ana Franco
Que no le den gato por liebre. Aunque en la sala haga calor y de los techos cuelguen farolillos de forja comprados en Marruecos, no quiere decir que sea un hammam. Algunos hoteles ofrecen como tal un baño de vapor o similar adaptado a los gustos y costumbres de hoy. Y no es lo mismo. “La diferencia entre los balnearios y los spas con el hammam es que en los primeros se realizan tratamientos de curación mediante la utilización de aguas termales o minerales o el uso del agua a presión a través de las piscinas con jacuzzis, hidromasajes o chorros. Sin embargo, el uso del agua en el baño árabe es principalmente lúdico”, explica un portavoz de la empresa de hammams Al Ándalus.
No es que hoy estos baños hayan prolongado el papel que representaban en la España musulmana. Ya no ejercen de centros de reunión social. Tampoco conservan su matiz religioso. En Al Ándalus, donde los hammam se contaban por decenas, se visitaban para cumplir con el precepto de las abluciones antes de pisar la mezquita, pues se atribuye al profeta Mahoma la frase “la llave del paraíso es la oración y la llave de la oración es la limpieza”. Su objeto en nuestros días, evidentemente, no es facilitar la higiene corporal. Pero cinco siglos después de su desaparición siguen teniendo sentido.
Un sentido histórico y hasta estético. Porque los hay bellísimos. Arquitectónicamente, heredaron las hechuras de las termas romanas. Disponían de tres salas con agua a diferentes temperaturas: una fría, otra caliente y una central, templada. Esta última presidía el conjunto con su imponente bóveda. Las estancias carecían de ventanas al exterior, pero lucían claraboyas en forma de estrellas cerradas con vidrios por donde se colaban rayos de luz. El recorrido del visitante finalizaba en la sala de agua caliente, que lindaba con el depósito subterráneo de agua o aljibe, donde los mozos le frotaban con jabón.
La luz tenue, los cautivadores aceites, la música que llega lejana… Todo en un hammam contribuye a la relajación de cuerpo y mente. Antes y ahora, sus beneficios para la salud son palpables. El vapor de agua favorece la dilatación de los poros, con lo que la epidermis suda y se libera de impurezas. Las vías respiratorias también se limpian y los contrastes térmicos propician que la circulación sanguínea se reactive. Sí, las piernas pesan menos cuando uno abandona las instalaciones.
¿Dónde constatar estas bondades? Con la Reconquista se cerraron o se destruyeron, y sólo algunos, contados con los dedos de las manos, permanecen en pie a día de hoy. El de los sótanos del Palacio de Villardompardo de Jaén perdura con más fortuna que otros. También se ha conservado el de Ronda (Málaga), que data de la época nazarí (siglos XIII al XV), el de El Bañuelo de Granada y el del Campo Santo de los Mártires de Córdoba, entre otros.
Las calderas de estos edificios históricos hace tiempo que se apagaron, pero empresas como Grupo Al Ándalus, que explota la marca Hammam Al Ándalus -en Madrid, Granada, Málaga y Córdoba-, y el Grupo Aire -con espacios en Barcelona, Sevilla, Almería y Nueva York- han repoblado la península con hammams que son totalmente nuevos o herencia de los originales.
En los establecimientos modernos, lo usual es que el cliente acceda primero a un vestuario para cambiarse y recibir una toalla o un pestemal (el pañuelo de algodón grande empleado en los hammams, habitualmente de cuadros o rayas). Después alcanza la zona de aguas, donde hombres y mujeres (a la vez, no como antaño) pueden moverse a su gusto por la pila fría (a unos 18 grados centígrados), la templada (a la temperatura del cuerpo, 36 grados) y la caliente (a 40 grados, más o menos). El precio por entrar en los baños ronda los 30 euros.
También puede solicitar masajes en el recinto. Y no, no suelen darlos al estilo de los de Turquía (como el famoso Cağaloğlu Hamamı de Estambul) en los que mujeres y hombres corpulentos enjabonan al visitante de pies a cabeza y frotan su piel con tal vigor que parecieran tener el firme propósito de desprender las células muertas… para siempre.
En España, la mayoría de los masajes se han dulcificado. Eso sí, los masajistas utilizan el guante de kessa (una suerte de manopla de algodón áspera que exfolia y estimula la circulación) y el jabón que manda la tradición, evitando siempre el rostro. El jabón suele ser negro, una pasta vegetal exfoliante elaborada con aceite de oliva e ingredientes naturales que contribuye a eliminar las toxinas de la epidermis. La fricción finaliza con la aplicación de aceites esenciales, que relajan (aún más) e hidratan.
Para no dejarse la tensión por el camino es conveniente ingerir líquidos. En los hammams es común que sirvan té durante la sesión o al final de la misma. Es un buen momento para socializar y recuperar uno de los roles de aquellos baños árabes de hace 500 años.
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