María Isabel Torres y Alexa Velez / Mongabay Latam
En la inauguración de la Conferencia sobre Cambio Climático en Egipto, António Guterres, secretario general de la Organización de las Naciones Unidas, abrió con una frase que suena apocalíptica pero refleja la urgencia ambiental que encaramos y la indolencia con la que varios líderes de las potencias mundiales la enfrentan: “Estamos en una autopista hacia el infierno climático con el pie en el acelerador”.
Basta con ver los resultados finales de la COP27 para entender el sabor agridulce que han dejado en expertos y ciudadanos de todo el mundo. Aunque la creación de un fondo para pérdidas y daños que beneficie a los países en vías de desarrollo es un avance enorme, contrasta con las enormes dificultades para tomar acciones efectivas que permitan reducir las emisiones y el uso de los combustibles fósiles. Manuel Pulgar-Vidal, presidente de la COP20 y hoy líder global de Clima y Energía del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, por su sigla en inglés), alertó sobre el riesgo de que esta iniciativa se convierta en un “fondo para el fin del mundo”.
¿Qué puede hacer la ciudadanía para revertir un futuro que la ciencia muestra cada vez más sombrío? Primero, reconocer que la batalla por conservar el planeta, su biodiversidad y nuestras vidas se libra en muchísimos más escenarios que la COP. Muchos menos publicitados, pero igual de importantes y algunos con resultados alentadores, aunque pocos aún. En estos ámbitos –lejos de las negociaciones protocolares– líderes indígenas, sociales y ambientales se juegan la vida en defensa de sus territorios y sus recursos.
En los últimos 10 años, 1,733 personas fueron asesinadas por defender su territorio y el medio ambiente. De ellas, el 68% vivía en América Latina y la tercera parte eran indígenas. Si nos enfocamos en la Amazonía, solo en 2021 el 78% de los ataques letales registrados en Brasil, Perú y Venezuela ocurrieron en la cuenca amazónica.
En el análisis de la última década, Brasil aparece en primer lugar con 342 muertes y Colombia con 322. “Estamos en un punto de no retorno y no hay opción que defender nuestro territorio, si no desaparecemos”, afirmó José Gregorio Díaz Mirabal, presidente de la Coordinadora de las Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica. Latinoamérica es la región más peligrosa para ejercer el activismo ambiental.
Las imágenes satelitales que monitorean el avance de la deforestación muestran cómo los bosques son reemplazados en pocos días por terrenos agrícolas y pastizales para la ganadería. Un reporte del Instituto Mundial de Recursos indica que durante 2021 los trópicos perdieron un superficie selvática equivalente a 10 campos de fútbol por minuto.
Los gobiernos que permiten la impunidad y el avance de estos delitos ambientales son los mismos que luego prometen en foros internacionales planes optimistas de transición energética y deforestación cero. Hace un año, a raíz de los continuos derrames de petróleo en la Amazonía, en Mongabay Latam solicitamos a las autoridades de Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú los registros de cómo se fiscalizaba a la industria petrolera. Las respuestas oficiales confirmaron la falta de transparencia con la que deben lidiar la ciudadanía.
El gobierno boliviano nunca respondió. Ecuador confirmó que entre 2011 y junio de 2021 se registraron 1,202 derrames de petróleo, pero no proporcionó la lista de los responsables ni si habían iniciado procesos de sanción. En Colombia solo obtuvimos información de dos agencias regionales y datos incompletos del ente nacional. Solo Perú entregó todo lo solicitado.
Tales dificultades para acceder a información gubernamental clave son una constante en diversas instancias ambientales. El caso se repite con los efectos de la industria palmicultora en seis países de la región, la fiscalización a las pesqueras y a los pasivos ambientales. Ahora mismo, en una investigación que estamos haciendo sobre deforestación en nueve países latinoamericanos recibimos las mismas respuestas: vacíos y silencios.
A pesar de las dificultades y las amenazas, cientos de ciudadanos siguen organizándose para resistir. Un informe publicado por la FAO y el Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y el Caribe revisó más de 300 estudios de las últimas dos décadas que señalan que las tasas de deforestación son mucho más bajas en los territorios que ocupan las comunidades indígenas.
A pesar del éxito demostrado, los representantes de estos pueblos esperan que los fondos climáticos administrados por los países sean destinados a ellos de una manera más eficaz y rápida. Lo mismo sucede en las áreas naturales protegidas, espacios destinados a la conservación de los ecosistemas más representativos del mundo. Ahí valientes guardaparques defienden con pocos recursos enormes extensiones de terreno frente a violentas amenazas como la tala, la minería ilegal y el avance del narcotráfico.
“No podemos comer y beber el oro. Pero si protegemos lo que está quedando, tendremos esperanza”, dijo Vilma Lucero, guardaparque de la Reserva de Producción de Fauna Cuyabeno. Un artículo publicado en la revista Science indica que un tercio de estas áreas enfrentan una intensa presión humana.
La ciencia también cumple una función muy importante, no solo para alertarnos, sino también ofreciendo soluciones. En Perú, luego de años de trabajo, un grupo de científicos logró recuperar la población de la pava aliblanca, una especie que estaba en peligro crítico de extinción.
De la misma forma, en Ecuador una científica consiguió que una jueza admitiera una acción legal para proteger el Valle de Intag, al documentar el riesgo que representaba la minería en la zona para dos pequeñas ranas en peligro de extinción.
Las acciones individuales para salvar el planeta son clave. Debemos conocerlas y apoyarlas mejor. No dejarlas solas. Es una lucha claramente desigual. Sin embargo, no son suficientes. La crisis ambiental avanza a pasos agigantados, pero los cambios que se necesitan son estructurales y lentos. Hay que acelerarlos. La creación del fondo de daños y pérdidas de la COP27 tomó más de 30 años de arduas negociaciones a los países del sur global y a los estados insulares. Todavía y queda mucho por definir —y volver a negociar— antes de que el dinero llegue a quienes lo necesitan urgentemente. Cada vez contamos con menos tiempo.