Ucrania debe ganar. Ucrania no puede perder, Rusia no puede ganar. Perder y ganar: los dos verbos preferidos cuando se trata de opinar sobre la guerra de anexión desatada por el imperialismo ruso en Ucrania. Pero, ¿se ha preguntado alguien qué significa ganar (o perder) una guerra? Las opiniones pueden divergir, pero preguntemos a quien sí sabía de guerras. Dice Clausewitz: “La guerra es una acto de fuerza para obligar al adversario a acatar nuestra voluntad”.
El ganador de la guerra, según Clausewitz, será quien logra imponer su voluntad al adversario. Debemos entonces precisar que es la voluntad. Bien, la voluntad si no es un deseo, proviene de un deseo (y a veces como negación del deseo). De ahí que ahora nos vemos obligados a precisar cuál fue la voluntad o deseo de Putin al invadir a Ucrania.
Vamos a dejar pasar las versiones proputinistas de sus aliados –sobre todo de izquierdas- en América Latina y Europa, a saber, que la guerra fue llevada a cabo para impedir la ampliación de la OTAN, desmentidas por el mismo Putin quien nunca declaró que ese era el motivo que lo impulsó a invadir a Ucrania. Por el contrario.
Así como en Mein Kampf, Hitler dijo de modo clarísimo que su deseo era erradicar a los judíos como raza, Putin dijo, aún más claro que Hitler (en su conocido ensayo de 2021) que Ucrania por razones geográficas, históricas, culturales e incluso raciales (!!), pertenece de modo natural a Rusia y luego su deseo -eso lo deduce hasta un idiota, siempre que no sea de izquierda- era anexar a toda Ucrania. Lo demostró el propio Putin para que, incluso a la izquierda, no le cupieran dudas.
En su primera avanzada que suponía no iba a durar más de tres días, Putin hizo enfilar sus tropas directamente hacia Kiev con el objetivo de decapitar al gobierno de Zelenski, apoderarse del Estado y de toda la nación ucraniana.
En esa ocasión, el filósofo y político canadiense Michael Ignatieff, escribió: «El objetivo estratégico de Occidente en esta guerra debería ser preservar el gobierno de Zelensky. Al salvar al gobierno, Occidente puede salvar a Ucrania. Cualquier esfuerzo ruso para acabar con el gobierno de Zelensky debería ser la línea roja de Occidente». Dicho lo mismo al revés: “Si Zelenski no es derribado por Putin, Rusia ha perdido la guerra.
El hecho de que todavía no haya logrado apoderarse de toda Ucrania implica que Putin lo considere como una derrota, y, por lo mismo, no hay nada que nos diga que alguna vez el dictador ruso va a renunciar a su psicótico deseo. Esa es, entre otras, una de las razones por las que Putin se niega a establecer algún tipo de negociación que lleve a una paz pactada. Hasta ahora, pese a uno u otro éxito militar, Putin, según Clausewitz, estaría derrotado; no ha logrado imponer su voluntad. Por eso también la guerra a Ucrania ya es una guerra larga. Y será aún más larga.
Putin es malvado, no es tonto. Captando rápidamente que su voluntad no podía ser impuesta de inmediato, decidió cambiar de objetivo (o de deseo) en el mismo curso de la guerra. La marca histórica de ese cambio fue trazada en los juegos olímpicos de Pekín donde, además de jurarse amistad eterna, los dictadores de China y Rusia declararon permanecer unidos contra Occidente, entendiendo por Occidente Estados Unidos, Europa y todas las democracias de la tierra.
En ese propósito, China y Rusia persiguen distintos pero coincidentes intereses. Para Putin, lo principal es devolver a Rusia su supuesta grandeza destruida originariamente por los bolcheviques y después por Gorbachov, al intentar hacer entrar a Rusia en “la casa europea”. La grandeza de Rusia, de acuerdo con Putin, es religiosa, militar y, no por último, territorial.
En línea con esa otra narrativa, Ucrania no es una meta, es solo un medio para alcanzar la meta: la derrota militar de Occidente.
Xi Jinping busca también la derrota de Occidente, pero no por motivos ideológicos como Putin. Lo que pretende la clase dominante china dirigida por Xi importa es lograr la hegemonía económica y política de China (la cultural no le interesa) en el espacio mundial.
Hay hechos que favorecen a ese objetivo. Por ejemplo, en guerras como las que tienen lugar en Ucrania, en Gaza, más otras que están por venir, Occidente en su conjunto terminará, si no derrotado, muy debilitado. Por esa razón China trabaja para crear un frente antioccidental de naciones, sobre todo en el llamado Sur Global (heredero del Tercer Mundo de Mao), que endeudadas económicamente, pasen de clientes económicos a convertirse en clientes políticos. Ya Sudáfrica, Brasil y la India lo son. En esa tarea de desgaste, Putin aparece como una pieza estratégica de enorme importancia para Xi.
Rusia y China se suma Irán. Haciendo un paralelo (no una analogía), así como Hitler logró construir una triada con Italia y Japón, China ha logrado construir otra con Rusia e Irán (a Corea del Norte, no la incluimos pues no pasa de ser una fábrica de armamentos de China).
En el hecho, más que en China, vemos en Irán el aliado más cercano de Rusia. La razón es obvia: tanto los monjes de Irán como Putin y su camarilla, comparten un mismo odio a Occidente y a lo occidental. Ambas dictaduras han elevado a sus respectivas religiones a ideología oficial de estado. Ambas ven en las libertades de Occidente, sobre todo en las sexuales, signos de decadencia y degeneración. Ambas practican un nacionalismo extremo. Ambas ejercen dominación en sus regiones colindantes. Ambas son propietarias de bombas atómicas. Ambas practican una economía de guerra. Ambas son radicalmente antidemocráticas.
Ahora bien, no todos esos «valores» son compartidos por China. El desarrollo económico de China es dependiente de Occidente. Sea como proveedor tecnológico, fuera por sus grandes mercados o por las insaciables masas consumidoras occidentales, la economía china no puede prescindir de Occidente. China a través de Xi desea la subordinación de Occidente, pero en ningún caso su desaparición. La economía china al fin, es hija de la globalización y sin las economías occidentales no funciona.
Las relaciones de cortesía que suelen practicar Xi y Biden no obedecen a ninguna simpatía personal, sino a intereses mutuos e imprescindibles para ambos países. Xi, por cierto, está dispuesto a acompañar a Putin, pero no más allá de la puerta del cementerio. Y a pesar de que evidentemente brinda apoyo logístico a su socio ruso, Xi ha dejado muy claro que China no se dejará embarcar en ninguna aventura atómica.
Quizás tuvo razón Kissinger, cuando de modo casi póstumo dijo que la amistad ruso china no podrá mantenerse durante mucho tiempo. No sabemos si Putin es consciente de esa posibilidad. Presumimos que sí. No obstante, por el momento, en sus criminales sueños de grandeza, Putin necesita de China tanto como Xi necesita de Rusia.
Si Ucrania llegara a «ganar» la guerra, China sufriría, cuando más, un revés, nunca una humillación y en ningún caso una derrota. Lo importante para China es que Occidente emerja de esa guerra, si no derrotado, muy desgastado. Lo que evidentemente sucederá. A partir de una derrota occidental en Ucrania, China podría incluso atreverse después a jugar la carta Taiwan, posibilidad que está en pleno conocimiento de Biden. Esa, y no solo el afán democrático, es la razón que explica el notable apoyo militar estadounidense a Ucrania. Una derrota de Occidente en Ucrania dejaría a Washington muy mal parado frente a China.
Visto desde una perspectiva inversa, hay que convenir en que, al parecer, el deseo inmediato de Putin por apoderarse de Ucrania ha sido desplazado por un deseo mayor: poner en jaque a todo Occidente. Ha devenido en el personaje que dicta las condiciones en la que ya se prevé va a ser, si no la tercera guerra mundial, la primera guerra global en la historia de la humanidad.
De acuerdo con su tortuosa visión, Putin, si no ha sido el principal instigador en la guerra de Hamas a Israel (seguramente lo es), sí es el gran beneficiado. Por un lado, abre un nuevo flanco contra Occidente representado en el Oriente Medio por Israel. Por otro, desgasta militarmente a Estados Unidos. Y, no por último, estrecha sus relaciones con Irán frente al enemigo común.
El siguiente paso -ya lo está dando mientras escribo estas líneas, en su visita a Arabia Saudí y los Emiratos- es perfilarse como el principal defensor de los intereses islámicos en contra del «imperialismo norteamericano», al mismo tiempo que coopta a las dinastías y dictaduras árabes como proveedores energéticos para la economía de Rusia, convertida -esa es su otra gran ventaja– en economía de guerra, algo que no pueden permitirse las democracias occidentales frente a sus respectivas ciudadanías.
Si tenemos en cuenta, además, el creciente apoyo que recibe Putin de los gobiernos autocráticos y nacionalistas europeos, cuyo número aumenta y seguirá aumentando tanto en la UE como en la OTAN, sería engañarnos si no pensáramos que en estos instantes, el combatiente que cuenta con las mejores cartas geoestratégicas, militares, e incluso políticas, es Rusia. No Occidente.
Putin necesita de la guerra como un drogadicto de la droga. Sin esa guerra contra Ucrania o cualquier otro país (ahora está amenazando a Letonia) solo sería el presidente de una nación de segunda categoría, o de un país que, más allá de Moscú y Petrogrado, no es más que pobreza y barro. Una nación en fin, exportadora de gas y petróleo barato. Solo en guerra Rusia puede ser potencia.
Sin el peligro de una guerra global, Putin sería solo lo que es: un miserable y corrupto dictador.
Putin tiene razones Putin para prolongar el estado de guerra, si es posible, hasta el infinito. El “punto muerto” o guerra de posiciones que está Putin imponiendo en Ucrania, concuerda con su plan (y con el de China) de erosionar militar y económicamente a los países occidentales.
No pocos observadores creen que Putin prolongará sus operaciones en Ucrania hasta que, eventualmente, sea elegido Trump. Después podrá enfilar hacia Moldavia o los países bálticos. Si se da la eventual combinación Putin-Trump, la democracia norteamericana podría perfectamente pasar a su fase de agonía, arrastrando consigo a otras democracias occidentales en las cuales está imponiéndose el autoritarismo antidemocrático como forma preferencial de gobierno.
Recomiendo en ese punto leer con mucha atención el artículo (en verdad, es un ensayo) de Robert Kagan, titulado Una dictadura de Trump es cada vez más inevitable para que nadie diga después: “No lo imaginábamos”.
Ya los trumpistas norteamericanos están haciendo lo posible para frenar el apoyo militar a Ucrania. Si Trump resulta nuevamente elegido, piensan muchos, Putin estará más cerca de sus metas que nunca.
“Trump abandonará la OTAN” –advierte Anne Applebaum–. “Una vez que Trump haya dejado claro que no apoya a la OTAN, todas las demás alianzas de seguridad de Estados Unidos estarían en peligro. Taiwan, Corea del Sur, Japón e Incluso Israel pensarían que ya no pueden contar con el apoyo automático de Estados Unidos. Es posible que el fin de la OTAN no les afecte directamente, pero su desaparición indicaría que todo el mundo, en todas partes, tiene que asumir que Estados Unidos no es un aliado fiable”.
Sin embargo, nadie sabe de modo exacto lo que puede pasar en el mundo si regresa Trump a ocupar el gobierno norteamericano. Todos contamos, claro está, con que Putin habrá ganado un nuevo y antiguo amigo. Pero quizás el problema sea más complejo.
Trump no solo es amigo de Rusia y enemigo de la OTAN y de los demócratas europeos. Evidentemente se encuentra muy cerca de los gobernantes y políticos europeos que no están dispuestos a apoyar más a Ucrania, todos, como Trump, partidarios de formas antiliberales de gobierno.
Si la situación de Ucrania es hoy difícil, su definitiva derrota como nación europea, independiente y soberana, puede que sea sellada bajo la eventualidad de un nuevo gobierno de Trump. Pero, por otra parte, y esto debe ser también tomado en cuenta, Trump, un aislacionista extremo, un político que ha hecho de la antiglobalización una doctrina es, por lo mismo, radicalmente antichino.
Lo demostró durante su mandato. A la vez, China es aliado de Rusia. En ese caso, bajo un gobierno Trump, todos tendrían que elegir de nuevo. Rusia, entre China y Estados Unidos. China, entre si vale la pena seguir apoyando a una Rusia aliada con Estados Unidos o concentrar toda su atención en defenderse frente a Trump. Y Trump, entre cambiar su política aislacionista hacia China y proteccionista hacia EE UU por una de reconciliación entre dos gigantes económicos antidemocráticos. Nada de eso podemos saber de antemano.
Lo que sí podemos saber es que estamos situados frente a dos confrontaciones decisivas para el curso democrático del planeta. Una es la que libra Ucrania contra el imperio ruso en representación de todas las naciones democráticas del mundo.
Con la actual correlación de fuerzas, Putin no logrará apoderarse de Ucrania. Pero a la vez Ucrania no logrará tampoco expulsar definitivamente a las tropas rusas de su territorio. Por eso la consigna que todavía mantienen en alto algunas democracias europeas es hoy más modesta, pero también más realista: No es Ucrania debe ganar sino, Ucrania no puede perder.
La otra gran confrontación tendrá lugar dentro de EE UU. Si el proyecto, si no dictatorial, autocrático de Trump logra imponerse, podría suceder que Estados Unidos, y no Rusia ni China, llegue a convertirse en el epicentro político mundial de muchas autocracias, entre ellas las europeas y las latinoamericanas (Milei sería solo un pequeño anticipo).
Quiero decir, no solo Ucrania está en vías de perderse. Junto con ella, la democracia, como ideal de gobierno y modo de vida, podría, poco a poco, desaparecer de gran parte de la tierra durante un largo tiempo.
Sería esa, la que viene, no solo la hora de Trump, también la de Erdogan y Orban, la de Hamas y los monjes persas, de Le Pen, Wilders y tantos más que esperan el nuevo momento trumpista para coordinar el poder en contra de las democracias occidentales.
Ese mundo, el que nos promete Trump, seamos honestos, ya no es solo una distopía literaria. Es algo peor: un mundo perfectamente posible.