Por Gonzalo Toca
18/11/2017
En los últimos años, con la llegada de los datos masivos e internet de las cosas, se han multiplicado las fuentes de información de las empresas sobre sus empleados. Por eso, ha comenzado una batalla y negociación silenciosas que decidirán qué tiene derecho a saber un jefe y qué medios puede utilizar para saberlo.
Uno de los casos más espectaculares ha sucedido este verano en Londres. Según Financial Times, algunas de las mayores multinacionales domiciliadas en el distrito financiero han decidido incorporar a las mesas y otras instalaciones de oficina unos sensores de calor y movimiento que permiten saber si alguien las está utilizando o no. Aparecen entre ellas Deutsche Bank o MasterCard, que también tienen presencia en España.
El fabricante, OccupEye, lleva comercializando el producto cinco años y asegura que donde más éxito cosecharon al principio fue en el sector público. ¿Querían saber sus clientes si los funcionarios se iban a tomar un café de dos horas en plena jornada laboral? OccupEye asegura que sus sensores se tienen que utilizar sí o sí para optimizar el espacio en los edificios. Además, apunta, ni su tecnología puede identificar a personas concretas ni creen que exista una relación entre el tiempo que pasamos sentados y lo que producimos. ¿Por qué iba a interesarle a la empresa controlarnos de este modo?
Estas tecnologías no han nacido en un contexto cualquiera y es eso lo que provoca el temor en las plantillas. En España, es ahora cuando los tribunales les han empezado a dar la razón a algunas de las empresas que han intervenido las comunicaciones de sus empleados para sancionarlos o despedirlos.
Ricard Martínez, director de la Cátedra de Privacidad y Transformación Digital Microsoft de la Universidad de Valencia, recuerda que, con las sentencias de los últimos años en la mano, los empleadores pueden instalar sistemas de vídeovigilancia para documentar que alguien falta al trabajo y registrar los ordenadores o los móviles corporativos “si se informa a los trabajadores, se obtiene su consentimiento y la medida es proporcional a los indicios de mala conducta”. La información y el consentimiento genéricos pueden formar parte de las cláusulas de un contrato, y aplicarse cuando surjan las sospechas.
Martínez señala que “la capacidad del empleado para no consentir es bastante discutible teniendo en cuenta que, al hacerlo, pone en riesgo su puesto de trabajo”. Ese desequilibrio de fuerzas se ha agravado en los últimos años. ¿Por qué? Por el debilitamiento del poder negociador de los empleados y los sindicatos tras la reforma de los convenios y la multiplicación de las cifras de paro.
La privacidad
A ese debilitamiento se suma el cambio que ha sufrido el concepto de privacidad con la emergencia de las redes sociales y la disposición de los consumidores a ceder su información personal a cambio de la promesa de descuentos o servicios a medida. Además, las regulaciones europeas y las investigaciones de la Agencia de Protección de Datos están empezando a llegar ahora, con años de retraso, al mundo de los datos masivos.
De todos modos, advierte el catedrático de la Universidad de Valencia, “existen muchas cuestiones difusas y, entre ellas, destacan las excepciones a la obligación de informar al afectado y la intervención de los correos electrónicos”. Si se sospecha que alguien roba o acosa a sus compañeros no se le puede avisar de que van a instalar una cámara que grabará sus comportamientos. En cuanto a los correos el problema es que todos, emisores y receptores, deben haber sido informados y haber prestado su consentimiento y, a veces, en las cadenas de mails participan usuarios que ni siquiera son empleados de la empresa.
Las tecnologías asociadas al internet de las cosas y a la recolección y el análisis de datos masivos han multiplicado las posibilidades de rastrear y vigilar a las plantillas. Aquí el papel más espectacular lo jugarán, probablemente, los sensores del mobiliario de oficina, los de los wearables o los que se implanten en los coches de empresa. Ha surgido un nutrido abanico de startups que promete extremar el marcaje de todos nosotros.
Humanyze asegura que es capaz de rastrear los movimientos y las interacciones de los trabajadores, la duración de los diálogos y hasta el tono de voz. Puede tener una infinidad de usos hipotéticos: desde detectar el malestar de los trabajadores hasta identificar a los que suelen liderar y dominar las conversaciones.
Un documento de investigación publicado por la multinacional de los muebles Haworth afirmaba el año pasado que espera que los sensores biométricos repartidos por la oficina detecten en los rostros y los ojos de los empleados sensaciones como la inquietud, el aburrimiento o el estrés. En ese documento preveían también un futuro en el que los sensores ‘observarían’ el ritmo cardíaco, la dirección de la mirada o las ondas cerebrales para detectar frustración, trabajo intenso o necesidad de desconectar. Aunque reconocían que todo esto es irrealizable ahora mismo, decían que ya han iniciado un proyecto piloto con una empresa alemana.
Más allá de las promesas de futuro, al menos por ahora, la monitorización más común en la oficina a través de los datos masivos e internet de las cosas se lleva a cabo mediante las señales de geolocalización que emiten los móviles y los mensajes que dejamos en las redes sociales.
Según Josep-Domingo Ferrer, que dirige la Cátedra Unesco de Privacidad de Datos de la Universidad Rovira i Virgili en Tarragona, “ya se puede conocer la localización de un empleado por el sensor de su teléfono móvil con una precisión de diez metros”. Ricard Martínez insiste en los límites: “Los empresarios deben tener claro que la vigilancia total –saber dónde nos encontramos en cada momento gracias a los sensores o las cámaras– ni está justificada en todas las profesiones, ni a todas horas, ni lo estará en la vida íntima de ningún profesional”.
Inteligencia artificial
Aquí el principal problema es que la incorporación masiva de los robots, como ocurre con los almacenes de Amazon, expande el rango de trabajos donde los movimientos de los profesionales tienen que ser registrados con sensores para que las máquinas se coordinen con ellos. Todo parece indicar que el sector servicios, gracias a la automatización de procesos mediante la inteligencia artificial, no será una excepción esta vez.
En cuanto a las redes sociales, advierte el director de la cátedra Unesco, “no se puede descartar que el empleador llegue a solicitar y recibir información de las compañías de telecomunicaciones sobre el tiempo de la jornada laboral que un trabajador ha pasado en WhatsApp o en Facebook”. En este sentido, Ricard Martínez cree que la compañía tiene derecho a actuar “ante lo que digan de ella sus empleados en LinkedIn y ante los comentarios en Facebook y Twitter que revelen secretos comerciales o supongan una crítica excesiva contra la empresa”
Ignacio Mazo, director general de la práctica de Liderazgo y Gestión para Sur de Europa y Latinoamérica de la consultora de recursos humanos BTS, reconoce que “los principales mecanismos de vigilancia y obtención de información ahora mismo sirven, sobre todo, para prevenir el mal uso de las herramientas tecnológicas en horario laboral”. El siguiente paso será diseñar unos indicadores de rendimiento y productividad que trasciendan la evaluación anual de desempeño.
Según Mazo, todas las empresas se enfrentan a dos problemas graves y estrechamente relacionados. Por un lado, “saben que las evaluaciones tradicionales ni estimulan ni premian como deberían a los que hacen un buen trabajo, que las nuevas generaciones demandan un feedback continuo y no anual y que muchos jefes son muy subjetivos en sus valoraciones”. Por otro, concluye, “han descubierto decenas de fuentes de información digital con miles de datos que no saben utilizar para construir mejores indicadores”.
¿Podría llevar esto a una vigilancia indiscriminada hasta que den con la tecla del indicador que tenga sentido? Alberto Blanco, director general de la consultora de recursos humanos Grupo Actual, no lo cree. Para él, “quizás exista la tentación de utilizar todas estas nuevas fuentes de información, pero las empresas saben que, en la guerra por atraer a los mejores, convertir la oficina en una fábrica del siglo XIX y vulnerar la privacidad de la gente acabarían espantándolos”.
Otra cosa muy distinta, añade, “es construir herramientas digitales, como pueden ser los simuladores de gamificación y los tests online, y diseñar distintas formas de evaluación en 360 grados para identificar a los profesionales tóxicos y medir habilidades como el liderazgo y la capacidad de adaptarse al cambio”. Las conclusiones que se obtengan se complementarían con las métricas tradicionales de cumplimiento de objetivos y la opinión de los jefes.
El escenario de la oficina del futuro es un trabajo en construcción. Aunque a veces pueda parecer lo contrario, su definición no dependerá ni de los sensores ni de los datos, sino del resultado de una batalla y negociación silenciosas entre profesionales y empresas. La sociedad, las leyes y los tribunales serán los árbitros de una discusión que exige definir de nuevo privacidad, transparencia, rendimiento y responsabilidad en el uso de la tecnología.