Antonio Llerandi /Ideas de Babel
Mucho se habla de crímenes mundiales, como el feminicidio o ecocidio, pero poco o nada se menciona la guerra silenciosa —o a veces no tanto— contra millones de seres que constituyen una buena parte de la humanidad: los crímenes contra los viejos. Si algo lo caracteriza es su presencia en la mayor parte de los países, desarrollados o no, democracias o dictaduras, grandes o pequeños. Es una guerra subterránea, pero universal.
En muchos países poderosos se habla abiertamente de la necesidad de esta guerra. Por ejemplo, el vicegobernador de Texas, Dan Patrick, habló abiertamente de la necesidad de su desaparición. A la presidente del Banco Central Europeo, Cristine Lagarde, le parece conveniente, y el primer ministro de Japón piensa que habría que agradecerles su «marcha». El criterio es tan simple como aterrador. Los viejos son una carga social. Cuestan mucho y no producen. Es la espantosa disfuncionalidad de pensar la vida como un simple hecho económico. La economía por encima del ser humano. Las personas como número y cantidad.
Cada país tiene su estilo para deshacerse de la mayor cantidad de viejos posible. La pandemia fue una oportunidad de oro para muchos de ellos. En España se habla de una negligencia deliberada en no evitar la contaminación y de falta de una política sanitaria de protección que conllevó la muerte de una gran cantidad de ancianos, sobre todo en hospicios. Efectivamente, los ancianos son los más vulnerables, pero en muchos casos se les dio prioridad otros sectores de la población en cuanto a protección.
«Cuando los afectos se apartan comienza una muerte lenta»
Otros países tienen una forma más brutal, criminal diría yo. Matarlos de hambre y de falta de atención médica oportuna. Cuba y Venezuela son dos ejemplos palpables al respecto. Los jóvenes, necesitados de construirse un futuro inexistente en ambos países, emigran y los viejos se quedan atrás, diluyéndose en un poco a poco, tratando infructuosamente de no morir de carencias y de tristeza.
En Estados Unidos tienen otra manera igualmente eficaz de senicidio o gerontocidio. Abandonarlos, matarlos de soledad. Existen infinidad de condominios reservados para la tercera edad y, si los visitas, puedes ver a centenares o miles de viejos solos. Pocas veces, si lo permiten, acompañados de un perro. Se van yendo de a poquito. Van consumiéndose en esa soledad y en medio del ruido de un televisor o del estrujamiento de los recuerdos.
Siendo un país gigantesco, en tamaño y en economía, en Estados Unidos hay individualmente una lucha permanente, diaria, de sobrevivencia. Y en esa guerra cada quien anda solo. Los estados y algunas organizaciones caritativas crean batallones de voluntarios o funcionarios para que visiten a esos ancianos solitarios y los ayuden en pequeñas tareas. A veces es menos que eso, simplemente hablarles y hacerles sentir unos instantes que siguen vivos.
El estilo de vida estadounidense es de un individualismo atroz. Apenas comienzan su adultez, los hijos parten para regresar, con suerte, para la fiesta del thanksgiving y con menos frecuencia en Navidad. Ciertamente, cada cabeza es un mundo, pero cuando las cabezas se separan tanto el resultado no es bueno. Cuando los afectos se apartan comienza una muerte lenta.
El abrazo imprescindible, el afecto que calienta el alma
La última etapa de los seres humanos que podríamos llamar el retiro, no debería significar la desaparición de los afectos, y muchísimo menos esa expresión, aparentemente pequeña, pero necesaria. Imprescindible, mejor: el abrazo. Las demostraciones de cariño en el lecho de muerte y a última hora no se siente. Tiene que ser antes y de manera permanente.
En estos momentos, cuando nos llegan múltiples fotografías sobre el horror de la guerra en Ucrania, vemos con terror, cómo una sociedad en peligro ha tenido que diversificar los rumbos. Las mujeres y los niños al exilio, los hombres a la guerra y los viejos a sobrevivir, con la poca comida y la nada seguridad que les ha tocado por culpa de unos enloquecidos invasores. En este caso, la esperanza del triunfo sobre los pretendidos conquistadores los mantiene vivos, esperando que ese éxito los vuelva a reunir como familia.
El único caso no solo exitoso, sino también fundamental, que conozco está en Canadá. A alguien, genialmente, se le ocurrió la sublime idea de unir, en el mismo sitio, un orfelinato y un ancianato. El resultado ha sido maravilloso para ambos bandos. Las dos soledades al unirse se convierten en una explosión de humanidad. Una idea maravillosa.