Dos días antes de Navidad, Literary Hub colgó en su web un texto de Gay Talese sobre su legendaria entrevista con Frank Sinatra y cómo ahora se ha desvirtuado el periodismo, el nuevo periodismo y ese renglón de la literatura de no ficción y su contraparte la autoficción, el término acuñado por Serge Doubrovsky, crítico literario y novelista francés, pero tan utilizado últimamente en el márketing editorial que casi parece un reprise del Boom Latinoamericano, con mayúsculas de exageración no fundamentada.
Talese es un escritor que cincela cada frase. Puede tardar días, semanas en escribir una oración. No empieza otra hasta que no considera que lo escrito se apega milimétricamente a lo que quiere decir. Se repite que tardó 10 años en escribir 54 páginas. Un récord, pero no le dieron el Nobel ni el Guinness.
Refiere que como alguien que fue identificado en la década de los sesenta como uno de los que popularizaron un género literario mejor conocido como Nuevo Periodismo, una innovación de incierto origen que aparecía en Esquire, Harper’s, The New Yorker y otras revistas, y con la firma de escritores como Norman Mailer y Lillian Ross, John McPhee, Tom Wolfe y el fallecido Truman Capote, ahora admite, sin mucho bombo, que esas piezas del pasado (exhaustivamente investigadas, organizadas de manera creativa, con una estilo novedoso y una actitud rompedora y hasta desafiante) cada vez son más raras. “Son víctimas de la renuencia de los editores de revistas de invertir en el creciente costo que significa ese tipo de escritura, muy disminuida y descartada por la inclinación de los más jóvenes escritores a no gastar tiempo ni energía y hacer las entrevistas con algo entumecedor: la grabadora”, apunta.
Cuenta que él ha sido entrevistado por escritores que usan grabadora y según respondía las preguntas, el entrevistador medio escuchaba, asentía amable y despreocupadamente porque el grabador seguía funcionando.
“Pero lo que obtenía de mí (y supongo que de los otros entrevistados) no es la percepción que proviene de un profundo y dedicado trabajo de campo como en los viejos tiempos. Es apenas el primer borrador de mi mente. Un diálogo superficial que demasiado frecuentemente reduce el oficio de escribir a una conversación circunstancial en la radio, sin profundidad alguna, para entretener. Muy sintomático de una sociedad computarizada, impersonalizada y obsesionada por la comida rápida. Lejos de rechazar esa tendencia, la mayoría de los editores la aprueban tácitamente y hasta la fomentan. Una entrevista grabada transcrita fielmente no afrontará las quejas ni las demandas en los tribunales de los entrevistados que en estos tiempos de litigios impulsivos reclaman haber sido citados erróneamente en perjuicio de su buen nombre. Los altos honorarios judiciales causan mucha desazón y, a veces, inmovilismo hasta en los editores más independientes y valientes”, desmenuza Talese.
Otra razón por la que los editores prefieren las entrevistas transcritas de la grabadora, con su sonido metálico incluido, es porque les permiten publicar artículos aceptables de redactores free-lance a quienes les pagan tarifas muy por debajo de las que les pagarían –y merecen– escritores de mayor compromiso y mejores resultados.
“Con una o dos entrevistas y unas pocas horas de grabación, un periodista con mínima experiencia puede producir un artículo de tres mil palabras que se basa en citas directas. Se puede ganar entre quinientos y dos mil dólares, dependerá de cuán valioso y popular sea el entrevistado. Claro que es un pago justo si se considera el tiempo y la habilidad requerida, pero mucho menos de lo que pagaban por un artículo de contenido y tamaño similar cuando yo empezaba a escribir en estas revistas hace poco más de 30 años”, rememora.
Detalla que en aquellos días los escritores que admiraba dedicaban semanas y meses a la investigación, a la organización de los datos, a escribir y a reescribir antes de que los artículos fuesen considerados dignos de ser publicados en las revistas. Hoy nuestros sucesores le dedican una décima parte del tiempo y los editores son mucho menos espléndidos en cuanto a los gastos de investigación.
La entrevista con Frank Sinatra en Los Ángeles
Cuenta que en el invierno de 1965 Esquire lo envió a Los Ángeles para entrevistar a Frank Sinatra. El publicista del cantante la había concertado con el editor de la revista. “Después de registrarme en el hotel Beverly Wilshire, haber alquilado un coche y haber pasado la noche en mi espaciosa habitación revisando un grueso paquete de material referencial sobre Sinatra, junto con un suculento bistec y una botella del mejor vino tinto de California, burgandy, recibí una llamada de la oficina de Sinatra. Mi entrevista programada no sería posible”.
Sinatra estaba muy molesto por los últimos titulares en los periódicos sobre sus presuntas conexiones con la mafia y, además, tenía un fuerte refriado que amenazaba con posponer a grabación de un programa de la NBC-TV en la que Talese quería estar presente para ver a Sinatra trabajando.
La oficina de Sinatra le dijo que quizás podría verlo cuando el cantante se sintiera mejor. Algo más, le confiaron que la entrevista podría ser reprogramada se comprometía a enviarles el texto antes de su publicación en Esquire.
“Después de compadecerme por el refriado de Sinatra y de las noticias sobre la mafia, les expliqué muy educadamente que mi obligación era honrar el derecho de mi editor de ser el primero en leer mi trabajo. Pregunté, en el mismo tono, si podía llamar a la oficina de Sinatra durante la semana por si acaso su salud y su espíritu habían mejorado y me concedía una breve visita. Me respondieron que tenían que llamar al representante de Sinatra, que no me prometían nada”, cuenta.
El resto de la semana –después de informarle la situación a Harold Hayes, el editor de Esquire– Talese hizo arreglos para entrevistar a varios actores y músicos, ejecutivos de estudios, productores de discos, dueños de restaurantes y mujeres que habían conocido a Sinatra a través de los años.
“De cada uno obtuve algo. Un hilo por aquí, un color por allá, pequeñas piezas de un gran mosaico que podrían reflejar al hombre que durante años había sido el centro de atención y había proyectado largas sombras sobre la voluble industria del entretenimiento y la conciencia estadounidense. A medida que hacía mis entrevistas, llevándolos a cenar o a almorzar, acumulaba gastos. Incluida la habitación del hotel y el automóvil, sobrepasaban los 1.300 dólares. Rara vez en las conversaciones sacaba un bolígrafo o una libreta. Si hubiera tenido una grabadora no habría considerado usarla”.
Tenía sus razones:
“De haberlo hecho habría inhibido la franqueza de quienes se expresaban con candor y alterado la atmósfera de confianza y camaradería que había propiciado con mi manera aparentemente menos inquisitiva de investigación. Además de mi promesa de que no atribuiría ni citaría nada de lo que me dijeran sin antes confirmar con ellos y clarificarlo. Las citas literales nunca han ido bien con mi estilo de escribir, mi narrativa. Tampoco con mi deseo de observar y describir a las personas que participan activamente en situaciones ordinarias, pero reveladoras. No los confino a una habitación y los presento en la pasividad de un monólogo. Desde mis primeros días en el periodismo he estado menos interesado en las palabras exactas que salían de su boca que en la esencia de su significado.
“Más importante que lo que dice la gente es lo que piensan, aunque lo que piensan sea más difícil de articular y requiere mucha reflexión y reelaboración en la mente del entrevistado. Es lo que trato de incitar y estimular mientras pregunto y relaciono. Intento identificarme con mis entrevistados y los acompaño siempre que sea posible en sus compromisos, sus paseos, sus peregrinaciones sin rumbo antes de la cena o después del trabajo.
“Donde sea que esté, trato de estar presente en mi papel de confidente curioso, un compañero de viaje que busca en su interior, que intenta descubrir, aclarar y, finalmente, describir con mis palabras lo que son, lo que personifican y cómo piensan”.
Hay excepciones, por supuesto:
“En ocasiones tomo nota. A veces uno escucha un comentario, un cambio de frase, una palabra especial, una revelación personal que debe escribirse de inmediato para que no se olvide parte de ella. Es entonces cuando saco la liberta y dijo: ‘Eso es maravilloso. Déjame escribirlo tal como lo dijiste’. La persona, usualmente halagada, no solo la repite, sino que también la amplía. En tales ocasiones puede surgir un elevado espíritu de cooperación, casi de colaboración. El entrevistado reconoce que ha aportado algo que el escritor aprecia hasta el punto de querer conservarlo sobre el papel”.
Talese puede tomar notas sin que lo sepa el entrevistado. Especialmente cuando las conversaciones son interrumpidas y momentáneamente queda solo. En ese momento, apunta lo que considera importante de la conversación.
“Ocasionalmente tomo notas después de terminada la entrevista, cuando todavía está fresca en mi mente. Entonces, tarde en la noche, antes de acostarme, me siento y escribo en detalle lo que he visto y escuchado ese día. Una crónica a la cual constantemente agrego páginas con cada día del periodo de investigación. La primera crónica consiste en cuatro o cinco páginas a un espacio”.
Talese acostumbra a organizar una serie de datos adicionales a la entrevista en los cartones que traen las camisas de la tintorería.
“Apunto los lugares donde desayunamos, almorzamos y cenamos (recibos de restaurantes adjuntos para documentar mis gastos); la hora exacta, la duración, el lugar y el tema de cada entrevista; junto con las condiciones acordadas de cada reunión (es decir, ¿soy libre de identificar la fuente o estoy obligado a contactar a esa persona para obtener aclaraciones o autorización?).
“La crónica también incluye mis impresiones personales de las personas que entrevisté, sus gestos y descripción física, mi evaluación de su credibilidad y sobre mis propios sentimientos y preocupaciones a medida que avanzo cada día. Un anexo íntimo, que ahora, después de casi 30 años, sirve para un libro un tanto autobiográfico que escribo. Pero la intención original de tan minuciosa escritura es aclarar las ideas, reafirmar mi propia voz en papel después de horas concentrado escuchando a otros y no pocas veces como desahogo de la frustración que sentía cuando mi investigación parecía ir mal, como ciertamente sucedió en el invierno de 1965 cuando no pude encontrarme cara a cara con Frank Sinatra”.
Talese intentó reprogramar la entrevista con Sinatra en su segunda semana en Los Ángeles. Como le dijeron que seguía resfriado siguió reuniéndose con empleados de las muchas empresas del cantante. Su compañía discográfica, su empresa cinematográfica, su plataforma de bienes raíces, su comercializadora de repuestos de misiles, su hangar de aviones. También se reunió con personas que trataban a Sinatra, como su hijo eclipsado, su sastre favorito en Beverly Hills y uno de sus guardaespaldas. “También a una pequeña mujer de cabello gris que viajaba con Sinatra por todo el país en las giras de conciertos y llevaba en un bolso los 60 bisoñés o peluquines”, contó.
“De todas esas personas recopilé hechos y comentarios, pero lo que obtuve al principio no fue una visión particular o un elocuente sumario de la estatura de Sinatra. Fue más bien la conciencia de que estas personas que trabajaban en lugares distintos estaban unidas en el conocimiento de que Frank Sinatra estaba resfriado. Cuando lo aludía en las conversaciones y lo citaba como razón de que pospusiera la entrevista, asentían y decían que sabían de su resfriado y que conocían, por sus contactos en el círculo íntimo, que era un hombre difícil de tratar cuando le dolía la garganta y le moqueaba la nariz.
“Algunos de los músicos y técnicos de estudio retrasaron sus tareas de grabación debido al refriado, mientras que otros de los 75 integrantes del equipo a su servicio no solo mostraron empatía con los efectos de la dolencia, sino que también revelaron, con ejemplos, cuán volátil y de mal genio estuvo toda la semana porque no cumplía sus estándares de canto.
En una noche, en el hotel, escribí en la crónica:
Faltan algunas noches para la sesión de grabación, pero la voz de Sinatra es débil, adolorida e insegura. Sinatra está enfermo. Es víctima de una dolencia común que la mayoría considera trivial. Pero cuando llega a Sinatra, puede sumirlo en un estado de angustia, depresión profunda, pánico e incluso rabia. Frank Sinatra está resfriado. Y Sinatra resfriado es Picasso sin pintura, Ferrari sin combustible, pero peor. El resfriado le quita a Sinatra esa joya no asegurable, su voz, y corta el núcleo de su confianza. No solo afecta su propia psiquis, sino que también le causa una especie de goteo nasal psicosomático en las decenas de personas que trabajan para él, beben con él y lo aman. Depende de él para su propio bienestar y estabilidad.
Sinatra resfriado puede, en pequeña medida, enviar vibraciones a través de la industria del entretenimiento y más allá. Seguramente puede sacudir la economía nacional tanto como un presidente de Estados Unidos repentinamente enfermo.
Ala mañana siguiente, Talese recibió una llamada del director de relaciones públicas de Frank Sinatra, que le reclamó con un dejo acusador:
“He sabido que ha estado reuniéndose y cenando con los amigos de Frank”.
Talese le respondió tajantemente: “Estoy haciendo mi trabajo”. Y sin darle tiempo a reaccionar, le preguntó con absoluta familiaridad: “¿Cómo está el resfriado de Frank?”.
La respuesta fue algo más que circunstancial: “Mucho mejor, pero todavía no tanto como para hablar contigo. Si quieres puedes venir conmigo mañana por la tarde. Frank intentará grabar parte de su especial de su especial de NBC. Lo paso buscando por el hotel a las tres”.
Sospechaba que el relacionista pretendía vigilarlo más de cerca, pero le complacía que lo invitaran a la grabación del primer segmento del especial de una hora que NBC-TV había programado transmitir en dos semanas con el título “Sinatra, el hombre y su música”.
La tarde siguiente, cuenta Talese, el elegante publicista lo recogió rápida y cortésmente en un Mercedes descapotable. De mandíbula cuadrada, cabello rojizo y un intenso bronceado, lucía un traje de gabardina de tres piezas. Talese se lo piropeó tan pronto subió al coche. Con satisfacción admitió que lo había adquirido a un precio especial en la sastrería favorita de Frank. “En el trayecto, la conversación se mantuvo restringida en la ropa, el clima y los deportes hasta que llegamos al edificio de la NBC. En el estacionamiento de concreto blanco había otros treinta Mercedes convertibles y varias limusinas en las que los conductores, con gorras negras, intentaban dormir”.
Entraron en el edificio y siguió al publicista por un pasillo que desembocó en un enorme estudio dominado por un set blanco y paredes blanquísimas. Docenas de lámparas y luces colgaban por todos lados. Parecía un gigantesco quirófano.
“Detrás del set, en una esquina, más de cien personas esperaban la aparición de Sinatra. Camarógrafos, asesores técnicos, publicistas de Budweiser, lindas muchachas, guardaespaldas y parásitos del cantante de ojos azules. También el director del espectáculo: Dwight Hemion, un hombre cordial, de cabello rojizo, que había conocido en Nueva York. Nuestras hijas fueron compañeras de prescolar. Mientras charlábamos, escuchaba las conversaciones a mi alrededor y a los 43 músicos que, en smoking, afinaban los instrumentos. En mi mente corrían ideas e impresiones. Me habría gustado sacar mi libreta uno o dos segundos, pero mejor no”.
Después de dos horas en el estudio, en las cuales el publicista de Sinatra no se le apartó ni siquiera cuando fue al baño, Talese recordó detalles precisos de lo que había visto y escuchado en la grabación. Agregó a su crónica:
Finalmente, Frank llegó al escenario, vestido con un jersey amarillo de cuello alto. Desde mi distancia, su rostro estaba pálido y sus ojos parecían llorosos. Se aclaró la garganta un par de veces.
Entonces los músicos, que habían estado sentados rígidos y en silencio en sus asientos desde que Frank se les unió en la plataforma, comenzaron a tocar la canción de apertura: «Don’t Worry about Me». Luego, Frank cantó toda la canción. Un ensayo antes de la grabación. Su voz me pareció bien y, aparentemente, también a él. Después del ensayo quiso grabarla. Miró a donde estaba Hemion, en la cabina de control que daba al escenario, y gritó: «¿Por qué no la grabamos?»
Algunas personas se rieron al fondo y Frank se quedó dando golpecitos con el pie, esperando la respuesta.
«¿Por qué no la grabamos?», repitió más alto, pero Hemion siguió sentado con los auriculares en las orejas, flanqueado por otros hombres con auriculares. Miraban una mesa de perillas o algo parecido. Frank, inquieto, veía la cabina. Finalmente, el director de producción, que estaba a la izquierda de Sinatra y también con auriculares, repitió exactamente las palabras de Frank: «¿Por qué no la grabamos?”.
Tal vez los auriculares de Hemion estaban apagados. No lo sé. Era difícil verle la cara. Los reflejos oscurecían el interior de la cabina de vidrio. Sinatra pierde la compostura, estira el jersey amarillo y le grita a Hemion: «¿Por qué no nos ponemos un abrigo y corbata?”.
«Está bien, Frank, ¿te importaría volver», interrumpió Hemion con calma. Aparentemente no había captado la rabieta de Sinatra.
«¡Sí, me importaría volver! Cuando dejemos de hacer las cosas como las hacíamos en 1950”, espetó Sinatra.
Dwight Hemion logró más tarde calmar a Sinatra a tiempo para grabar la primera canción y algunas otras, la voz de Sinatra, a medida que avanzaba el programa, se volvía más ronca. En dos ocasiones se quebró por completo y le causó a Sinatra tal angustia que en decidió joder la sesión de todo el día. «¡Olvídalo, olvídalo! Estás perdiendo tu tiempo. Lo que tienes allí es un hombre resfriado”, continuó diciéndole a Hemion mientras asentía viendo la imagen de sí mismo en el monitor.
Apenas se escuchó un sonido en el estudio un momento o dos, excepto el taconeo de Sinatra cuando dejó el escenario y desapareció. Luego, los músicos dejaron a un lado sus instrumentos y todos se dirigieron lentamente a la salida.
En el auto, al regresar al hotel, el publicista de Frank dijo que intentarían repetir el programa durante la semana y que me avisaría cuándo. Me dijo que dentro de pocas semanas se iría a Las Vegas para ver la pelea de peso pesado Patterson-Clay (Frank y sus amigos estarían allí para verla), y que si quería ir me reservaría una habitación en el Sands y podríamos volar juntos. “Claro”, le dije. Mientras me pregunté hasta cuándo Esquire seguiría pagando los gastos. Al finalizar la semana habré gastado más de 3.000 dólares, todavía no he hablado con Sinatra y, al ritmo que vamos, es posible que nunca lo haré.
Antes de acostarme, llamé a Harold Hayes a Nueva York. Le informé lo que estaba pasando y lo que no estaba pasando. Le expresé mi preocupación por los gastos.
“No se preocupe por los gastos siempre que obtenga algo. ¿Tienes algo?», dijo.
«Estoy obteniendo algo, pero no sé exactamente qué es», le contesté.
«Entonces quédate ahí hasta que lo averigües», me ordenó.
Me quedé otras 3 semanas. Acumulé gastos por casi 5.000 dólares, regresé a Nueva York y me tomé otras 6 semanas para organizar y escribir un artículo de 55 páginas extraído, en gran parte, de una crónica de 200 folios de entrevistas con más de 100 personas. Describía a Sinatra en lugares como un bar en Beverly Hills (donde se peleó), un casino en Las Vegas (donde perdió una pequeña fortuna en el blackjack) y el estudio de NBC en Burbank (donde, recuperado del refriado, retomó el espectáculo y cantó maravillosamente).
Esquire tituló la pieza «Frank Sinatra está resfriado» y apareció en la edición de abril de 1966. Hoy se incluye en una colección de libros de bolsillo de Dell llamada Fame and Obscurity. Cuenta Talese que, si bien nunca tuvo la oportunidad de sentarse y hablar a solas con Frank Sinatra, esta “falla” quizás es uno de los puntos fuertes del artículo.
“¿Qué podría o habría dicho (siendo una las figuras públicas más cautelosas) que lo hubiera revelado mejor que un escritor observador que lo observa en acción, lo ve en situaciones estresantes, lo escucha y se queda al margen de su vida? Este método de escuchar y describir escenas de manera prolongada y cuidadosa, que ofrece una idea del carácter y la personalidad del individuo, un método que hace una generación llegó a llamarse el Nuevo Periodismo, fue, en el mejor de los casos, verdaderamente fortalecido por los principios del «Viejo Periodismo»: trabajo de campo incansable y fidelidad a la precisión fáctica.
“A pesar de que consumió mucho tiempo y fue económicamente costoso, la investigación fue la que marcó mi artículo de Sinatra y docenas de otros artículos de revistas que publiqué durante la década de los años sesenta. Durante este período hubo otros escritores que estaban haciendo hasta más investigaciones que yo, particularmente en The New Yorker, una de las pocas publicaciones que se lo podía permitir, y que todavía hoy elige el alto costo de enviar de viaje a los escritores y permitirles el tiempo que sea necesario para escribir con profundidad y comprensión sobre personas y lugares.
“Entre los escritores de mi generación en The New Yorker que personifican esta dedicación se encuentran Calvin Trillin y el ya mencionado John McPhee. El ejemplo más reciente en Esquire fue el artículo sobre la antigua estrella del beisbol Ted Williams, escrito por Richard Ben Cramer, un reportero de 36 años de edad que pateaba la calle y cuya aguda capacidad para escuchar, obviamente, no fue embotada ni corrompida por la oreja plástica de una grabadora”.