Por Guillermo Galván, guitarrista de Vetusta Morla
Dicen los entendidos que, a día de hoy, Coca-Cola se ha convertido en una empresa de puro marketing: vende imagen. Para ello ha de mantener el engorroso esfuerzo de seguir fabricando su archiconocido producto. Destinar recursos a mejorar la fórmula es cosa del siglo XX. Sólo así se entiende que, pese a ser una de las marcas con mayores beneficios del planeta, decida quitarse de en medio a los trabajadores de sus cadenas de producción.
Vender experiencias relacionadas y supuestos valores es el hype de las marcas en los últimos años. Con ello, acercan la lógica de la especulación hasta los límites de lo subjetivo: los sentimientos. En este escenario, la música se antoja carne de cañón. Y los festivales de verano, un espacio perfecto: masivos, cuna y escaparate de tendencias, golosos no solo económicamente, han tenido que enfrentarse a la disyuntiva de cuidar y mejorar el producto o invertir en gamusinos, aun a riesgo de descuidar su fórmula secreta: los músicos, los trabajadores que lo hacen posible y el cuidado y respeto hacia de su público.
Festivales, la nueva religión (pulsa sobre las imágenes para leer la información):
Un pistolero sobre la arena post-nuclear, la congregación anti ojeras de la Unión Jack, busca fotos cuidadosamente embarradas llamando la atención de algún fotógrafo con síndrome de Woodstock. Veo estas imágenes e imagino parques temáticos del escape y el bombo a negras. “Me voy de festi, aunque no sé quién toca” dijeron antes de ajustarse el paraguas a rosca en sus cabezas.
Es paradójico que una miscelánea de celebración colectiva se vea atravesada por la necesidad de encontrar y mostrarle al mundo lo más pulido de la individualidad. Por lo menos, aquella parte con la suficiente importancia como para ser publicada en un muro de Facebook o ser subida a un perfil de Instagram.
Resultaría algo cínico por parte de un músico quedarse en la anécdota y negar la importancia de los festivales en el desarrollo de la escena en los últimos veinte años.
La música independiente y su comunión con un público cada vez más amplio no se puede entender sin la labor, casi milagrosa, de un buen puñado de promotores suicidas, grandísimos trabajadores, bandas dispuestas a casi todo y un público fiel y respetuoso con la mayoría de propuestas.
Quizás por ello, y a pesar de los muchos años viviéndolos desde su barriga, me cuesta enfrentarme a estas imágenes con la suficiente familiaridad, sin pensar que a veces se confunde el centro con los extremos, el bombón con el envoltorio.
Mi álbum personal está lleno de imágenes y sonidos distintos, la mayoría de ellos maravillosos y enriquecedores. Le tengo mucho que agradecer a los festivales de verano. Sin embargo, cuando leo ciertas promociones que venden experiencias con gamusinos y carteles inabarcables, me acuerdo de la Coca-Cola y su relación entre el producto e imagen. Asoman sin quererlo, entre promesas sensoriales, los campings sin duchas ni baños; los stages con dos horas de sueño; los matones de antiavalanchas rescatados del primer gimnasio sin noticias de contrato laboral y el hacinamiento colectivo en busca de “ese algo” de lo que también forma parte la música.
Y que así sea por muchos años, pero no como el hilo ambiental de resorts de pulserita, sino como epicentro de todo lo demás, motor de su industria, y ¿por qué no?, también de nuestra economía.