Sábado 8:30 AM. Tengo 12 años y mi vida está en juego. No sólo mi vida, también mi reputación, mi sentido de valor, mi sentido de pertenencia y mi aprecio/desprecio por mí mismo.
Mi entrenador coloca, uno a uno, los gafetes de los jugadores del partido de hoy. Primero el portero, luego el capitán, que es el volante derecho, luego los delanteros, los mediocampistas y finalmente los defensas. Todos nos amontonamos a su alrededor para ver quién está alineado.
Entre tanta gente, no alcanzo a ver quién será el lateral izquierdo. Usualmente soy yo, pero cada sábado sudo antes de empezar a jugar, mientras trato de encontrar mi foto entre las otras 11 que se colocan en la cuadrícula táctica.
Hoy sí estoy alineado. Pero ha habido ocasiones en las que no. Y como en todo en la vida, se vive en rachas. Rachas ganadoras, rachas mediocres, rachas perdedoras, rachas a las que se les puede dejar de poner adjetivos. Pero un niño esto no lo entiende. No tiene la altura necesaria para ver las dinámicas de la vida desde arriba y cada semana se enfrenta a un juicio que parece ser el final.
Ir a los entrenamientos, llegar a tiempo, correr las cinco vueltas y hacer todo lo que el entrenador dice, es buen indicador de que te ganaste tu lugar en el partido. Pero no siempre. Hay jugadores que corren menos, que faltan más, que molestan más, pero que no se quedan en la banca. Hay otros que a veces tenemos la claridad de saber que podemos mejorar, que el entrenamiento y el esfuerzo dirigido sí nos hacen refinar el toque o la condición, pero no es algo que los entrenadores refuerzan de forma directa.
Por paradójico que sea, al entrenador no le interesa tanto la mentalidad de crecimiento de cada uno de sus jugadores, sino que le interesa ganar, o al menos mantener la calma de los padres y los niños, balanceando los resultados del torneo mientras mantiene a raya las quejas de los padres que opinan de todo.
En mi caso el futbol me formó. Para bien y para mal. Aunque, con la mentalidad de crecimiento que tuve la suerte de aprender 20 años después, ese “para mal” se ha venido resignificando hacia el otro lado. Por eso también escribo esto.
El futbol me formó porque me enseñó disciplina, me dio flexibilidad en mis extremidades y me hizo estar presente en las dinámicas de socialización de la infancia. Que, en un equipo de futbol, son un poco más claras que las dinámicas de socialización en la escuela, donde no hay un fin al que todos quieren llegar. En el equipo lo que nos une es tratar de mejorar y ganar el torneo, pero en la escuela o en la vida, ¿cuál dirías que es la finalidad de socializar? Esto lo pone más complicado.
Me formó porque hubo un periodo en el que mi amigo Eddy y yo conscientemente entrenamos con todas nuestras fuerzas, también los días que no había entrenamiento formal, para mejorar y crecer. Y funcionó. Llegué a ser capitán, delantero, medio y cobrador de penales del equipo. Lo que sentí es indescriptible y por eso puedo quedarme clavado viendo goles en YouTube y recordar con la memoria somática lo que se siente la gloria.
La sensación de meter gol te marca de por vida. Como también la sensación de fallarlo. Como también me pasó. Después de un mal torneo en el extranjero volví a México y me salí del equipo de forma definitiva. Me fui a jugar futsal, futbol rápido, cascaritas aquí y allá, pero me salí del equipo donde verdaderamente había un reto mayor y donde yo, consciente e inconscientemente, ya no sentía que podría.
Ahora siento en el cuerpo que esta historia ya le he contado antes. Me pregunto si tengo un apego a mis heridas.
Ahora dudo si seguir escribiendo, es pura mierda, me digo. Me pregunto si aún no las he sanado.
La razón por la que decidí escribir esta mañana, es menos para hacerles ver a los niños que ahora son padres y que tienen a sus hijos en el equipo de que no pueden perpetuar con ellos lo mismo que ellos vivieron hace 25 años, y más para preguntarme si mis heridas de futbol, no estarán saliendo ahora, en estos días que me he sentido un poco intimidado al planear parte de mi crecimiento profesional. Esa intimidación que viene en forma de bloqueo. Mi mente no puede pensar claramente e imaginar futuros posibles, siento que no tengo confianza en mí, me pongo a dudar sobre qué es el éxito y si lo persigo por las razones correctas y sobre si puedo atreverme a hacer algo en lo que no estoy seguro de que voy a sobresalir.
Porque esa es la marca definitoria, aunque hay muchas, de mi salida prematura y sin reflexión del equipo a mis 16 años: A partir de ahí, me dediqué a jugar únicamente en las canchas donde sabía que podría sobresalir. Me enfoqué en los estudios donde siempre me fue bien, y me metí a los bailes y al teatro donde había pocos hombres y la presión era menor. Unos años después, dejé de tocar batería porque no era muy bueno y otras muchas cosas que ya ni me acuerdo, o que nunca me acordaré, porque la dinámica con esas decisiones, con esas salidas, también fue irreflexiva y por lo tanto esos momentos están muy reprimidos en algún lugar de mi identidad. Tal vez las he normalizado al nombrarlas decisiones, cuando realmente fueron escapes de la incomodidad.
¿Cuál debe de ser la prioridad de un equipo de futbol infantil? ¿Ganar o que todos jueguen?
Tu respuesta depende más de si eras de los que metían al juego o de los que estaban en la banca. Tu respuesta depende de si a tu hijo de hoy lo meten o no y de si tú puedes o no soportar la frustración de la frustración de tu hijo.
Con todo y que mis padres no apoyaban verdaderamente sus intentos de ser profesional, mi hermano fue un gran portero que logró lo que pocos.
“Tienes que estudiar una carrera” fue lo escuchamos en las comidas por varios años. Ese moto que no se cuestiona y que viene a su vez de sus padres y su cultura. ¿Cómo permitirle a tu hijo tratar de cumplir su sueño cuando un niño no puede tener idea de lo que realmente quiere en la vida? ¿Cómo puede un niño saber qué es la vida y lo que ella le depara?
Los padres sí lo sabemos.
Pero no sé si ese saber viene porque tenemos miedo de tomar una decisión diferente a la de nuestros padres y que el riesgo se viva en la carne de nuestros hijos, o peor aún, porque la herida de las decisiones de nuestros padres en nosotros es tan grande que una forma de desquitarla es ahora dando esa herida a nuestros hijos.
Claro, todo en el nombre de que queremos lo mejor para ellos.
Con todo esto, mi hermano logró lo que pocos, llegó a jugar en fuerzas básicas, en algún partido de primera división, fue entrenador de niños que ganaban torneos y entrenador de porteros de una selección nacional. En el deportivo sigue siendo el portero de mayor longevidad del equipo mayor, donde todos lo conocen y lo celebran como uno de los grandes deportistas de la institución. Pero no logró el sueño que tenía de niño de ser 100% futbolista, y no sé cómo él codifique su salida de ese deporte, como yo tampoco termino de codificar la mía.
El otro día, al comentar con él la final del mundial donde Mbappe recibió el premio al mejor jugador, aún sin haber ganado el partido, a mí me llamó mucho la atención que, al coronarse, el joven jugador no emitió ni la más ligera sonrisa. Probablemente estaba en el momento cumbre de su carrera, o tal vez no porque en cuatro años ganará la copa, pero igual no pudo sonreír.
Mi hermano le dio la razón: “Lo único que importa es ganar”.
Ya no sé si estoy tan seguro. No tanto por lo de ganar en sí, sino porque la forma de llegar a ganar es parte fundamental de esa ganancia, y muchos campeones olímpicos, empresariales, actores y famosos, hoy nos muestran el costo existencial de ser los número uno. Se atreven a cuestionar si el precio lo vale y si llegar hasta arriba les dio la recompensa que creían que tendrían en un principio. Porque una cosa es llegar hasta arriba y lograr tu sueño de infancia y otra cosa es llegar hasta arriba porque tu cultura te ha dicho que eso es lo que debes soñar. Y que solo si llegas, tendrás valor. Es una diferencia sutil, pero cada vez su aroma es más perceptible para mí.
Los doctores, por ejemplo, son como muchos jugadores de futbol. Han estado tanto tiempo en la meritocracia sacrificial, que ellos no tienen duda: la cumbre es solo para los que no se rinden, los que aguantan el abuso, los que no duermen y tienen la fortaleza para no cagarla suficientes veces. Pueden aconsejar lo contrario a sus pacientes que se están muriendo de estrés, pero por alguna razón esos consejos no les aplican a ellos.
Este es un debate hermoso y necesario, y no creo que se tenga que acabar. Mi opinión va cambiando por la codificación que le doy a mis traumas del pasado y por donde creo que me encuentro el día de hoy. Por eso solo hay que debatir, con uno mismo, ni siquiera con los demás, cuáles son los sueños de infancia que mantienes y cuáles estás listo para soltar aunque nadie entienda cuando te atrevas a hacerlo. Casarte de blanco y vivir felices para siempre. Comprar tu casa y vivir feliz para siempre. Escoger una carrera y dedicarte toda tu vida a ella.
¿En qué para siempre ya estás viviendo, pero ahora se siente como un nunca jamás?
¿Estoy educando a mis hijos haciéndoles la vida fácil o para que aprendan el valor del sacrificio y el esfuerzo? ¿Es mi papel ponerles retos y solo acompañarlos, sin resolver por ellos, o hablar con los entrenadores para que los metan a los partidos a como dé lugar?
¿Cuándo hablo con los entrenadores hablo por mis hijos o lo hago por mí?
¿Cuándo hablo con ellos es porque sigo pensando que tengo que persuadir al mundo de mi valor o porque me estoy escondiendo de hablar conmigo mismo?
El “conmigo mismo” siendo el único lugar donde pueden suceder las batallas de revalorizarme.
“El mundo es competitivo”, hay que educar a nuestros hijos para que puedan triunfar. Es lo que nos repetimos los hombres porque es lo único que aprendimos cuando niños.
“Si te pegan, pégales de regreso y no vayas de acusón”, dicen algunos padres porque tal vez ellos fueron los acusones. O tal vez lo dicen porque eran los que pegaban y no pueden soportar que sus hijos ahora los acusen.
Por eso nuestros padres nos dijeron que estudiemos Negocios, Ingeniería, Medicina, o una profesión de valor económico, en vez de Filosofía y Letras como yo, o Futbol, como mi hermano. El mundo es competitivo y mientras más te parezcas a sus reglas, más chances tendrás de que te alineen y tu vida tenga valor.
Pero ¿quién enseña a sus hijos que el mundo es cooperativo?
¿Quién enseña a sus hijos a ceder la posición de lateral izquierdo a su compañero para que también crezca en lo físico, emocional y existencial? ¿Para pensar que el equipo es tan fuerte como su integrante más débil?
¿Cuál es el mundo real?
¿El que tenemos enfrente o el que queremos crear?
¿Cuál es el mundo real? ¿El que nos hirió y nos dijo así son las cosas, o el que se atreve a sanar en comunidad y decir así también son las cosas?
¿Qué mundo estamos construyendo si solo queremos Messi, si, por definición, solo puede haber uno? ¿Es esa la forma en la que queremos cocrear civilización?
Lamento que a mis 12 años no me hayan enseñado el pensamiento colectivo. Paradójicamente estar en un equipo nos hizo a todos individualistas. Así les llamábamos a los que se creían mucho y no le pasaban el balón a nadie. Yo quería ser de esos. Quiero ser de esos.
Estoy seguro de que mi experiencia hubiera sido diferente si a mis 12 años, mi valor no solo hubiera dependido de que me alineen en el partido, sino de mi posición dentro de una narrativa común y más infantil, como sucede cuando los niños encuentran maneras de jugar sin que los adultos vengan a poner jerarquías, reglas, premios y castigos.
Justo eso es convertirse en adulto en nuestra sociedad: dejar de cuestionar si el juego que estamos jugando es el que realmente queremos jugar.
Me imagino que la experiencia civilizatoria que estamos teniendo sería diferente si nos sabemos, a pesar de nuestros entrenadores, políticos, jefes de la oficina, maestros de escuela, R4s en las residencias médicas, que somos un equipo y no una aglomeración de individuos que buscan no quedarse en la banca.
Yo estoy lejos de ese pensamiento, por eso lo enredado de este escrito y mi confusión profesional. Mi paradigma futbolero me intimida y me hace pensar que tengo que meterme en mí para superar ese bloqueo y saber que puedo triunfar en los negocios como lo hice cuando me volví capitán del equipo. Pero ¿será realmente lo que va a definir mi éxito? ¿Tal vez le estoy teniendo miedo a esa versión de éxito que ya me suena un tanto individualista, un tanto a tener que probarme, un tanto a que tengo que materializar sueños que siempre he soñado, pero que no he cuestionado en los distintos despertares de mi vida?
¿Puedo atreverme a redefinir mi éxito material más desde un pensamiento colectivo? ¿Quiero tener más dinero para poder comprar más casas, más viajes, más inversiones, más seguridad? ¿O para hacer algo con ese dinero que vaya más allá de lo que yo pueda escriturar a mi nombre? ¿Lo quiero porque los sueños colectivos dicen que tengo que quererlo o porque ya he despertado? ¿Y de verdad creo que hay mucha diferencia entre la vigilia y el sueño?
Me imagino que hay otro tipo de futbol en el que el éxito se redefine, la copa mundial se comparte, cuando me alegro que otro país la cargue, cuando deja de haber países, cuando mis viajes son producto de que otros también puedan viajar, cuando son producto de que mi éxito no es buscar más por pensar que lo necesito y cuando la competencia empieza a ser superflua. Creo que existe el éxito aun cuando te quedas en la banca, aunque eso implica una completa revolución de la narración de lo que creo que es la vida y que yo sostenga esa nueva historia aun cuando la competencia futbolística de siempre seguirá 24 horas al día en todos los canales de televisión.
Tal vez por eso mi papá no quería que yo estudie filosofía: no porque me iba a quedar sin dinero, sino porque el hoyo del conejo de las preguntas existenciales va demasiado profundo y es demasiado fácil perderse en él. Mejor ser adulto y callar las preguntas que cualquier infante mortal se hace.
El que no vea todos los mundos que hay en una comunidad infantil futbolera, tampoco podrá verlos en las cosas que cree que son más profundas o significativas. Si crees que el futbol se quedó en el pasado, es porque está más presente que nunca.
Así que yo decreto que soy el jugador y el entrenador y el padre de familia. Soy también las reglas el juego. Y como son muchos juegos los que jugamos, realmente estar en la cancha o en la banca es una distinción demasiado adulta, una distinción que solo insistimos perpetuar porque no hemos sanado el trauma de habernos hecho adultos.
Me gustaría decir, y lo digo, que el éxito no es llegar a la respuesta o a la cumbre, sino vivir en la consciencia de que la vida y la muerte, el sueño y la vigilia, el éxito y el fracaso, la alineación o la banca son ficciones que nos hemos inventado los adultos y que podemos dejar que nos atrapen o podemos hacer lo que queramos con ellas cada vez que nos pasan el balón y chutamos a las múltiples porterías que tenemos enfrente.