Por Lydia Cacho
En octubre de 2005 estuve en Madrid, organizando con Cristina del Valle y las mujeres de la Plataforma de Artistas contra la Violencia un gran concierto contra el feminicidio en mi país, México. El concierto habría de llevarse a cabo en enero del 2006. Durante ese viaje un colega periodista me preguntó si no tenía miedo de cargar sobre mis hombros tantas amenazas por la reciente publicación de mi libro Los demonios del edén: el poder detrás de la pornografía infantil. Respondí que no sentía temor, que estaba preparada para lo que pudiera suceder, tanto y tan poco como una se prepara contra la muerte advertida.
Dos meses después, el 16 de diciembre un comando armado me secuestró a punta de pistola en las afueras de mi oficina. Mis colegas estaban preparadas para dar aviso a la prensa y organizaciones internacionales en caso de un atentado, pero nadie esperaba que ese atentado se orquestara directamente en las oficinas de un gobernador dispuesto a proteger a una red de políticos y empresarios dedicados a la explotación sexual de niñas y niños y al blanqueo de dinero.
Nunca olvidaré el rostro del comandante Montaño, quien con su colega, el agente Pérez, pasó veinte horas torturándome psicológica, física y sexualmente en un auto que me llevó a lo largo de mil seiscientos kilómetros desde Cancún hasta Puebla. A pesar de las múltiples advertencias que los policías me hicieran en el camino –asesinarme en plan fuga, o lanzarme al mar en el camino de la costa-, llegué con vida a la prisión porque los medios habían logrado averiguar que mis secuestradores eran en realidad policías, y que se había orquestado una acusación penal por difamación en mi contra a fin de que me retractara de la investigación para la que entrevisté a pequeñas hasta de seis años víctimas de estos violadores. Llegué a la cárcel y fui humillada y amenazada con violación tumultuaria. Mis abogadas lograron sacarme bajo fianza y después de un año gané el juicio demostrando la validez de mi investigación periodística, mientras tanto el líder de los empresarios pedófilos había sido arrestado en los Estados Unidos.
Un mes después, estaba en el Zócalo de la Ciudad de México, acompañada de Cris del Valle, de Joan Manuel Serrat y un puñado de grandes artistas levantando la voz contra la injusticia y el femincidio. Esta vez hablaba también por mí, llevaba una camiseta con una cruz rosa a manera de escudo. Conservo esa fotografía en que elevo el puño por la justicia ante decenas de miles de personas que gritaban a coro “no estás sola”. Reconozco la tristeza en mis ojos; recuerdo la angustia en mi corazón.
Durante siete años acompañé a las víctimas en tribunales y fui forzada a declarar una y otra vez en juicios contra los tratantes de infantes; en castigo a mi fortaleza, los poderosos políticos implicados me impusieron dos juicios más, que eventualmente gané. Fue entonces que logramos una sentencia de 113 años para el líder de los explotadores de niñas y niños; pero los cuatro gobernadores, la juez, los senadores y empresarios detrás de mi tortura e intento de homicidio salieron intocados.
Diez años después de haber publicado ese libro, justo este pasado mes de abril antes de cumplir 52 años, llegué al juzgado federal para enfrentarme a mi recién detenido torturador. Montaño fue arrestado, Pérez sigue prófugo. Los autores intelectuales siguen en el poder, cercanos al presidente Peña Nieto, impunes de sus delitos, que incluyen violación de niñas y niños de entre 4 y 13 años.
Esta vez me enfrenté durante casi seis horas a un interrogatorio que exigía detalles de la tortura. Pensé en todas aquellas personas que durante años han dicho a los medios que enfrentar a su torturador en prisión representó un momento de sanación, una forma parcial de justicia, el cierre de un ciclo. Yo lo viví llena de contradicciones, los recuerdos volvieron a mí traicionando la fibra de mis piernas, intenté guardar la cordura pero en un momento, describiendo la violencia y crueldad del torturador, se me anudó la garganta y mis ojos diluviaron contra mi voluntad; aun así seguí hablando. La valentía es a veces hija de la desesperación.
Dentro del juzgado había dos fuerzas, mis abogados, un juez honesto, agentes ministeriales éticos, un abogado que defiende mafiosos y asesinos, agentes ministeriales que se venden al mejor postor, otro juez que ha protegido a maltratadores de mujeres. Una radiografía del sistema de justicia mexicano… la ironía de sentirme torturada para demostrar que hace una década lo fui. En el mejor de los casos, me dijo el abogado al salir del juzgado, le sentenciarán con tres años de prisión y se convertirá en un precedente contra la tortura. Yo solamente podía pensar en la voz de Montaño, cuando al entregarme ante la policía que me desnudó en al cárcel, me advirtió por enésima vez: si me detienen, si testifica contra mí, pase lo que pase me aseguraré de que muera con mucho sufrimiento. Lo dijo frente a las guardias de la prisión, como quien canta el clima del día.
Desde ese día, hace tres semanas, he guardado silencio. Enfrentarme al torturador después de una década en que los autores intelectuales siguen libres me ha puesto nuevamente en peligro. No hay paz ni justicia. Mi caso de tortura es uno de los más emblemáticos de México; detrás de él hay cuatro mil personas esperando que policías y militares torturadores sean arrestados. Frente a ellos, en el juzgado, la valentía, la ética, el buen periodismo, no representan nada, somos ciudadanas, ciudadanos de dos países: uno que cree en la democracia, en la libertad de prensa y la justicia, otro que sabe que mientras el poder esté en sus manos ninguna de las tres llegará verdaderamente.
Miro entonces esa fotografía, que representa la solidaridad, la protección de las y los otros, la música como cobijo e inspiración frente al dolor. Me preparo para ver al torturador a sueldo nuevamente, pronto cara a cara en el mismo juzgado, pensaré que esas niñas y niños victimados han reconstruido sus vidas, duermen tranquilos porque su abusador no saldrá nunca de prisión. Siento una plácida paz interior, consciente de la realidad asumo esta felicidad sólo por hoy. Me recuerdo que vale la pena seguir ejerciendo el periodismo, por mi, por ti, por cualquiera.
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