Un rey jurista, algo que pareciera no conjugar. Inclusive se podría afirmar que son conceptos antagónicos. Un oxímoron. Según la teoría del derecho divino, un rey es una persona que por designio divino ejerce el poder absoluto sobre su reino y sus súbditos. Un jurista es una persona que estudia, desarrolla o fomenta el Estado de derecho, es decir, el imperio de la ley, la división de los poderes, el respeto de los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos y el apego a la legalidad de la administración del Estado. Entonces, ¿cómo un rey puede ser jurista?
En España, la forma de gobierno es una monarquía parlamentaria moderna en la que el jefe del Estado ejerce su alta representación bajo el control del poder legislativo y del poder ejecutivo. En este estado moderno, Felipe VI no solo es el primer rey de España con estudios universitarios, sino que obtuvo la licenciatura en Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid en 1993. De hecho, me atrevería a afirmar que es el único rey en la historia que ha estudiado Derecho y, como consecuencia, se ha convertido en un férreo defensor de las democracias y del Estado de derecho. Un hecho que no se ha valorado a plenitud.
Un rey jurista que defienda la democracia y el Estado de derecho nos da esperanza en el contexto mundial actual de enfrentamiento entre dos sistemas antagónicos: la democracia y la autocracia. Justo cuando en muchos países personas “comunes” se han coronado, como lo hacían los antiguos “reyes”, para detentar el poder de forma perpetua y según su voluntad y caprichos. Felipe VI, por el contrario, promueve el imperio de la ley en España y en el mundo frente al antiguo axioma de “la ley es el Rey”.
En ese contexto, como patrono de la World Law Foundation, tuve el honor de recibir a Felipe VI en un acto de la World Jurist Association en favor del Estado de derecho y los derechos humanos, con la entrega a Andrew Young, un gigante en la lucha por la igualdad racial en Estados Unidos, del premio World Liberty and Peace.
Resulta curioso. Por una parte, estamos viviendo la democratización o legalización de muchas monarquías como paso normal en su evolución y, por otra, vemos la involución en muchos países hacia sistemas autócratas. Dos modelos diametralmente opuestos. Una monarquía que acepta un sistema de gobierno no sujeto a su voluntad (menos poder) y unos gobernantes que toman el poder para imponer su voluntad y perpetuidad (más poder).
Como abogado del Estado de Nueva York, viniendo de América, era difícil comprender la figura de las monarquías en el siglo XXI. No entendía cómo era posible mantenerlas cuando la evolución natural de los Estados ha debido ser hacia la democracia y el Estado de derecho. En definitiva, el imperio de la ley frente a la voluntad de las personas.
El tiempo me demostró que la realidad estaba lejos de mi conclusión, a pesar de seguir siendo el paso lógico en nuestra evolución. Lamentablemente, la evolución del ser humano, de una sociedad o un país no es de forma alguna lineal ascendente, y mucho menos automática. Si no trabajamos y luchamos por ella; probablemente involucionemos. Un principio de los más básicos, pero probablemente de los más manipulados en la historia –solo con trabajo y esfuerzo se logran los objetivos–.
Después de ocho años en España, y viendo el crecimiento de las autocracias, ahora entiendo y defiendo las monarquías que han evolucionado a Estados de derecho, como en España –monarquía parlamentaria–. Un rey demócrata y promotor del imperio de la ley que irónicamente termina siendo el posible dique de contención contra las pretensiones de algunos políticos de ejercer el poder de manera autocrática.
Un rey demócrata y respetuoso del Estado de derecho representa al mejor ciudadano de ese Estado, como es el rey Felipe VI, y significa un importante ejemplo para las abyectas ambiciones de poder absoluto de posibles detractores de las democracias y el Estado de derecho en cualquier parte del mundo. Mi afirmación es ajena a cargas ideológicas o históricas; la sostengo desde mi amor por España.
Necesitamos un modelo de persona a quien seguir. Desde pequeños, seguimos el ejemplo de nuestros padres; cuando adultos, tenemos igualmente admiración y respeto por las personas que consideramos modelos para la sociedad. Frente a esta realidad, pareciera lo mejor tener como monarca a un jurista que se ha preparado toda su vida para ser rey, ejemplo de virtudes, principios y valores, el “mejor ciudadano”, en lugar de un tirano que por la fuerza se apodera del poder y lo detenta de forma absoluta, por pura ambición, vanidad y codicia.
Un referente de compromiso, honestidad, integridad y transparencia que vele por la dignidad de la institución y preserve su prestigio. Un árbitro que contribuye a la estabilidad y facilite el equilibrio, que sea cauce para todos los ciudadanos y cuya lealtad le lleve a escuchar, a comprender, a advertir y también a aconsejar.
Además, en el caso de España, la reina Letizia Ortiz complementa perfectamente al rey Felipe VI. Humanismo y legalidad. Mientras el rey Felipe VI lucha por la defensa de las democracias y el Estado de derecho, la reina Letizia lucha por algo esencial en la sociedad como es la inclusión, la educación, la cultura, la salud, la igualdad, la cooperación y la solidaridad. Sus desvelos por mejorar la nutrición infantil y luchar contra la obesidad, son un claro ejemplo de ello.
Estamos ante grandes retos políticos, económicos y medioambientales que solo podremos superar si somos capaces de mejorar nuestra conciencia colectiva en aspectos claves, con valores y principios. Abordar qué clase de persona queremos ser y en qué tipo de sociedad queremos vivir es una responsabilidad de todos. No de un rey, una persona o un gobierno, sino de todos.