Ana García-Page, Max Planck Institute for Chemical Physics of Solids y José Ramón Ares, Universidad Autónoma de Madrid
En los últimos años ha surgido en todo el mundo una gran preocupación por el clima, motivada en gran parte por los fenómenos climáticos extremos cada vez más frecuentes, así como por el notable aumento de la temperatura. Lo que es aún más preocupante es que los datos científicos han señalado al ser humano como la causa detrás de todos estos fenómenos que nos amenazan. Sin embargo, muy poca gente sabe que uno de los principales ingredientes de este cambio climático, el efecto invernadero, fue en realidad descubierto por una mujer: Eunice Foote.
Este hecho, así como la silenciosa forma en que pone en peligro nuestras vidas, es lo que ha movilizado tan intensamente a personas de muy diversos países como muestra, por ejemplo, el movimiento internacional Fridays for Future. Muchos movimientos similares a este se iniciaron hace unas décadas, cuando el agujero de la capa de ozono y el efecto invernadero fueron ampliamente difundidos por los medios de comunicación.
Los primeros pasos de una científica amateur
Eunice Foote nació en 1819 en Goshen (Connecticut, Estados Unidos) en el seno de una familia humilde; su padre era un simple agricultor. A pesar de no tener estudios superiores, sus progenitores quisieron que su hija recibiera también formación científica y la enviaron a un instituto, el Troy Female Seminary. Allí pudo aprender química y biología, principalmente con un enfoque experimental, durante dos años.
Este fue sin duda el germen de una faceta de su carácter que marcaría toda su vida: nunca perdió la curiosidad y siguió siendo lo que hoy llamaríamos una científica amateur.
Además, Eunice Foote tenía un carácter fuerte y unas convicciones bien definidas: pensaba que las mujeres también tenían derecho a ser tan libres como los hombres y a recibir una educación superior. Esto es lo que la empujó, junto a su marido Elisha Foote, estadístico y juez, a firmar en 1848 en Nueva York una de las primeras convenciones por los derechos de la mujer que se celebró en el mundo: la de Seneca Falls. Sólo dos años después, realizó el mayor descubrimiento (conocido) de su carrera: el efecto invernadero.
Un experimento casero
Así, en 1850 en un laboratorio en su propia casa, realizó el siguiente experimento. Introdujo diferentes gases (aire común, hidrógeno y CO₂) en recipientes cerrados. Dentro de estos recipientes había también un termómetro para poder medir la temperatura en el interior.
A continuación, expuso estos gases a la luz solar y observó los cambios de temperatura. Así, descubrió que no todos los gases se calientan de la misma manera. El CO₂ era el que parecía absorber más calor.
También observó que la humedad es otro factor crucial para el calentamiento (cuanto más húmedo, más calor se absorbe). Es sabido que existe una relación directa entre la temperatura y el movimiento microscópico de las partículas: cuanta mayor temperatura tiene un gas, más se mueven sus partículas. Por lo tanto, las moléculas de aire son capaces de absorber el calor entrante transformándolo en movimiento molecular.
El de Eunice era un experimento bastante sencillo que se puede realizar fácilmente en casa. De hecho, la figura 1, correspondiente a un experimento similar realizado por los autores de este artículo durante la Noche Europea de los Investigadores de este año, muestra cómo la temperatura medida en recipientes con CO₂ en su interior aumenta más que en aquellos que sólo tienen aire.
Repercusiones del descubrimiento
A pesar de su simplicidad, los resultados de su experimento tienen consecuencias profundas. Eunice se dio cuenta rápidamente de las implicaciones de sus resultados, ya que por su formación científica sabía que la composición de la atmósfera ha ido cambiando a lo largo de los tiempos. Por lo tanto, la temperatura de la atmósfera también debía haber cambiado. Además, si en el futuro variaba la composición del CO₂ en la atmósfera, el clima también cambiaría.
Lo que no sabía la investigadora es que, en realidad, por encima de su cabeza (o por debajo de sus pies), había un vivo ejemplo de su descubrimiento: Venus.
Venus no es el planeta de nuestro sistema solar más cercano al Sol, pero, sin embargo, es el que tiene mayor temperatura atmosférica. Esto se debe a la densa atmósfera, con terroríficas nubes colosales de CO₂ e incluso con ácido sulfúrico.
A pesar de esta dantesca imagen que tiene en la actualidad, se cree que en el pasado Venus fue bastante similar a nuestro pacífico planeta: un lugar habitable. Algo terrible ocurrió en su historia pasada que hizo que se convirtiera en este infierno que es hoy: Venus no es más que una señal de alarma en nuestros cielos que nos indica cómo pueden ser las cosas si no somos lo suficientemente responsables de nuestros actos.
Una mujer en un mundo de hombres
A pesar de este enorme descubrimiento, Eunice Foote no era una científica profesional y, lo que es peor, era una mujer en un siglo en el que las mujeres no eran tomadas en serio. Por ello, un colega suyo, Joseph Henry, del Instituto Smithsoniano, fue quien presentó su investigación –publicada con el título Circunstancias que afectan al calor de los rayos solares– en la conferencia de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia en 1856.
Henry quedó muy impresionado por su estudio, que consideró de mayor calidad que los demás presentados en la conferencia, y decidió añadir un prefacio a la investigación: “La ciencia no es de ningún país ni de ningún sexo. La esfera de la mujer abarca no sólo lo bello y lo útil, sino también lo verdadero”. Sin embargo, tal vez porque al fin y al cabo era una obra femenina, ni siquiera se publicó en el resumen de la conferencia.
Por si fuera poco, un año más tarde, John Tyndall, que era un científico profesional y, por tanto, tenía muchos más medios para hacer estos experimentos, publicó un trabajo en el que llegaba a las mismas conclusiones que Eunice.
Todavía no está claro si conocía las investigaciones de Eunice, es muy posible que no, pero lo que sí se sabe con seguridad es que no la citó. El trabajo de la estadounidense cayó entonces en el olvido y John Tyndall pasó a la historia como la primera persona en descubrir el efecto invernadero.
Sin embargo, la propia historia le tenía reservado un lugar mejor a Eunice Foote que el cajón de los recuerdos. En 2010 se recuperó el trabajo de Eunice y con ello quedó al descubierto un hecho: había sido Eunice, una mujer, la primera persona en descubrirlo.
El nombre de Eunice Foote en el siglo XXI
Han pasado más de 10 años desde ese redescubrimiento y casi nadie sabe todavía que el efecto invernadero fue descubierto por una mujer. Casi nadie conoce a Eunice Foote. Cabe preguntarse si esto sería diferente si hubiera sido un hombre. Aunque no podemos saberlo con certeza, ha habido casos más que suficientes en la historia de la ciencia como para no sospechar al menos de la existencia de cierta discriminación de género también en la historia de Eunice.
Algunos de los ejemplos más vergonzosos de nuestra comunidad científica son la exclusión del Premio Nobel de Rosalind Franklin, la primera persona en descubrir la estructura de doble hélice del ADN, o de Jocelyn Bell, la descubridora de esos faros de los océanos cósmicos que son los púlsares. Con mayor impacto mediático y más actual, muchas voces se han alzado también en los últimos meses para señalar y protestar porque tampoco este año ninguna mujer ha ganado un Premio Nobel científico.
A pesar de la fama de estos galardones, realmente esta clara desigualdad entre los recibidores del mismo no es más que la punta de un iceberg de exclusión y discriminación que persiste en nuestra comunidad.
Tal vez en las sombras bajo las que se vio obligada a vivir, como ha ocurrido con muchas otras mujeres de las que aún no sabemos nada, Eunice nos estaba señalando el camino no solo para ser mejores como especie, siendo más conscientes de las consecuencias de nuestros actos, sino también para ser mejores seres humanos en el presente.
Ana García-Page, PhD, Max Planck Institute for Chemical Physics of Solids y José Ramón Ares, Profesor Titular de Física, Universidad Autónoma de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.