A través de la historia de América, las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y América Latina han sido contradictorias, complejas y multifacéticas. La experiencia y el conocimiento en asuntos de política exterior llevaron al ex canciller venezolano Simón Alberto Consalvi a decir en una de sus conferencias, con su acento mesurado: Ver con algo de admiración y mucho de recelo Estados Unidos de América es parte de la cultura latinoamericana.
Maruja Tarre agregaría: Se trata de una relación amor-odio, esa que caracterizó también la imagen de un niño disfrazado de comandante Chávez, que saltó de los brazos de su madre para abrazar a un Mickey Mouse en centro comercial. Otro gran especialista en materia internacional, el profesor Abraham Lowenthal, diría en fecha más reciente: Aunque algunas cosas —como la enorme asimetría de poder— no han cambiado, la relación entre Estados Unidos y América Latina ya no es como antes.
¿Qué es lo que ha cambiado? Casi todo, a excepción de los actores. Hace tres décadas las bases de las relaciones entre Estados Unidos y Latinoamérica estaban más sujetas a los temas de carácter geopolítico, referidos a la seguridad nacional y mucho más a las influencias ideológicas. La confrontación bipolar involucró a Estados Unidos durante los sesenta y setenta del siglo pasado con Latinoamérica y suministró un amplio espectro regional para elaborar una política estratégica global.
Hoy, a diferencia del pasado, las políticas son más específicas; remiten a manejos prácticos de comercio, finanzas, energía y otros recursos, así como a la atención de problemas compartidos que no puede enfrentar individualmente cada nación, tales como el combate al narcotráfico, el terrorismo y el contrabando de armas, los ilícitos financieros, el tráfico humano, la salud, el cambio climático, el problema migratorio y la seguridad energética.
El debate en torno a los ejes del poder mundial —habla Consalvi— no es nuevo ni exclusivo de nuestro tiempo o circunstancias. Simplemente se renueva con los ciclos de la historia y con los vaivenes de sus actores. A cada centro de poder o influencia mundial —y Estados Unidos lo ha sido en mayor o menor medida desde su creación en esta área del mundo— corresponden ciclos de relaciones particulares con su entorno inmediato.
Hoy más que nunca —opina Lowenthal— las relaciones entre Estados Unidos y América Latina son simplemente la suma de muchas relaciones bilaterales diferentes, fundamentalmente centradas en las áreas de interés económico. Es importante entender que en esta relación cada agrupación de países tiene su importancia de acuerdo con la suma de ventajas económicas que representa para Estados Unidos y de la estabilidad social, política e institucional que posea.
En un ensayo publicado en la revista Nueva Sociedad, Lowenthal señala que México, América Central y el Caribe suman en conjunto un tercio de la población total de América Latina y el Caribe y, sin embargo, concentran casi la mitad de la inversión estadounidense en Latinoamérica, más del 70% del comercio interamericano y alrededor del 85% de la migración latinoamericana a Estados Unidos.
Los países de Mercosur, de los cuales Brasil es el más extenso, suman 45% de la población, casi el 60% de PIB latinoamericano, más del 40% de la inversión estadounidense y bastante menos del 10% de la migración latinoamericana a Estados Unidos.
Chile, según Lowental, es el país latinoamericano más comprometido con la economía mundial; cuenta con las instituciones más fuertes y los principios y normas democráticas más afianzados en la región. Hoy su economía está ligada a las economías de Asia, Europa, América Latina y Estados Unidos.
Chile expulsa pocos ciudadanos a Estados Unidos y ha construido un amplio consenso en políticas públicas. Su poder suave atrae la atención y es la clave de su liderazgo y su influencia. Tiene bondades económicas y ventajas comparativas político-institucionales, todas en grave riesgo con la llegada de Gabriel Boric al poder con el ánimo destructivo cambiarlo todo y refundar un Chile plurinacional.
Luego estaría Argentina. Por contraste, ha tenido grandes dificultades para construir un consenso, fortalecer las instituciones, abrir su economía y alcanzar la previsibilidad que resulta tan importante para superar el cortoplacismo y facilitar un desarrollo sostenible. Diría que es el país más ladino y díscolo para su tratamiento.
Finalmente, el último grupo incluye a los agitados e impredecibles países andinos o bolivarianos, que suman el 22% de la población latinoamericana, solo el 13% de su producto interno bruto, cerca del 10% de las inversiones estadounidenses y menos del 15% del comercio legal con ese país, pero producen la casi totalidad de la cocaína y la heroína que llega a Estados Unidos y es consumida allá. Todos son países andinos y en grado diverso, pero importante, asolados por serios problemas de gobernabilidad y cuentan con débiles instituciones públicas.
Además de que cada país y cada grupo de países tienen sus dimensiones y sus particularidades, en las relaciones bilaterales existe también la limitante de las muchas y diversas influencias que ejercen los variados sectores de la sociedad sobre quienes ahora deciden la política exterior.
Algunos analistas sostienen que los estadounidenses nunca han sido coherentes, unitarios y racionales, solo que ahora con la globalización y el privilegio de lo económico sobre otras áreas estratégicas de interés, son más dispersos. Muchos actores relevantes tienen acceso a los responsables de diseñar e implementar medidas en el extraordinariamente difuso y permeable proceso de elaboración de políticas que hoy existe en Estados Unidos.
Por solo citar algunos ejemplos ilustrativos en el área de la sociedad civil, hay desde empresas, trabajadores, productores, defensores de derechos humanos, fundaciones y Think Thanks, hasta una gama de ONG y grupos de presión. Por eso, según Lowenthal, hoy Microsoft y Walmart son en la práctica más importantes para América Latina que los Marines. Importa más American Airlines que la Fuerza Aérea.
Igualmente, la compañía calificadora de riesgos financieros Moody’s resulta a menudo más útil que la CIA. En algún momento Human Rights Watch ha tenido más influencia que el Pentágono. El impacto como sociedad de Estados Unidos, ya no como gobierno, resulta inmenso en las relaciones interamericanas. En paralelo, la influencia de los organismos gubernamentales ha perdido influencia: importan más en ocasiones en materia migratoria las opiniones de los gobernadores de Texas y Florida que las de cualquier burócrata de alto perfil instalado en Washington.
En el caso de Venezuela, la síntesis de la relación queda expresada de la siguiente manera: permanentes vaivenes, altos y bajos y valores compartidos son el trasfondo histórico de las relaciones entre los dos países hasta 1998
Nacimos —expresa Consalvi— a la independencia imbuidos de similares valores y convicciones liberales e interactuamos históricamente en un entorno que a menudo les fue hostil. Postulo también que Venezuela y Estados Unidos, como sociedades y como naciones, no han estado históricamente ni están enfrentados por concepciones radicalmente antagónicas sobre la economía o el progreso social. Sin embargo, nadie puede negar la diferencia de perspectivas e intereses que sus realidades nacionales les imponen a ambos en la conducción de sus asuntos, en sus prioridades y en los medios puestos a su servicio.
A partir de 1998, la relación sufre un punto de inflexión y una fractura durante la coyuntura revolucionaria y es estigmatizada propagandísticamente para fines antinacionales. Tiene su corolario en el fin de las relaciones diplomáticas y la retirada de su máximo representante en la capital venezolana, James Story, en marzo, de 2019, así como todo su personal, luego de que el presidente Donald Trump desconociera a Nicolas Maduro como presidente.
No cabe la menor duda que la política exterior de Estados Unidos ha sido consecuente con los intereses y los valores democráticos de la oposición venezolana desde que Hugo Chávez comenzó su acecho a la democracia liberal, después de que aprobara la Constitución de 1999 y el mismo día de refrendarla empezara a negarla; desde que dio rienda a su autoritarismo y a las arbitrariedades y abusos que inmediatamente desnaturalizaron el discurso humanista y justiciero que lo llevó a poder.
Pese a las diferencias de estilo y las orientaciones para administrar el poder de la máxima potencia mundial, en ocasiones la política hacia Venezuela, ha sido confusa, diletante e irrespetuosa para con los líderes de la oposición, en sus últimas acciones, y especialmente con sus incondicionales aliados en Latinoamérica, la sociedad colombiana.
Llama a la suspicacia la manera poco elegante y antidiplomática con la que fueron tratados el presidente interino venezolano y las autoridades colombianas, que solo supieron de la visita hecha por una misión encabezada por Juan González, director senior del Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca para el hemisferio occidental, una vez que estos se encontraban en suelo venezolano.
Sin duda, en el caso del sr. González, dice tan poco el pomposo nombre de su cargo como la calidad de las acciones diplomáticas llevadas adelante, que muestran su escaso conocimiento práctico de nuestras realidades y de la calidad de las mafias que confronta.
Si el relajamiento de algunas sanciones fue su idea, fruto de la presión de muchos organismos no gubernamentales y de valoraciones estratégicas a futuro, el resultado sin condicionamiento fue envalentonar al autócrata, que ahora no quiere a Noruega como mediador e insiste en el exabrupto de que Alex Saab sea miembro de la mesa de negociación.
El Diario las Américas titula en una de sus ediciones: Biden da otro paso para oxigenar a la dictadura. Dio luz verde a la petrolera española Repsol y a la italiana ENI para enviar petróleo a Europa, sin compensación alguna para la apertura democrática.
En otra edición leemos una afirmación contundente: La política de la administración Biden hacia Latinoamérica no es clara, priman afinidades ideológicas y es inoperante ante los nuevos desafíos de una izquierda carnívora.
Los principales asesores, el mencionado Juan González y Emily Mendrala, subsecretaria de Estado Adjunta, encargada de Cuba y la inmigración regional, fueron funcionarios de la presidencia de Barack Obama. Según Otto Reich, Mendrala fue una de las responsables de la política fallida de Obama hacia Cuba, que logró que Raúl Castro se sintiera satisfecho, al punto de afirmar que habían ganado la guerra.
En la organización de la cumbre, las cosas han resultado tan disparatadas, confusas y penosas a nivel diplomático, que nos ha obligado a recordar la patética huida de Afganistán, escapando aterrorizados, cual ejercito del tercer mundo para deshonra del cuerpo de Marines, ante la proximidad de la toma de Kabul por los talibanes.
Siento que las cosas han cambiado tanto en la política exterior americana que al final les importa poco que la izquierda radical se adueñe paulatinamente del continente, si al final les garantizan los negocios y los acuerdos donde la economía de intercambio fluya para beneficios compartidos.
Hay quienes sostienen, y me cuento entre ellos, aun sintiendo una profunda admiración por la sociedad norteamericana, por su historia y su sistema político, que al gobierno de Estados Unidos les va a resultar indiferente lo que al final suceda en nuestro país, siempre y cuando se logre un mínimo de fachada democrática y el petróleo pueda fluir sin interrupción cuando ellos lo requieran.
Creo que en esta nueva era debemos prepáranos para subir al ring, asistidos, por supuesto, pero con una táctica y una estrategia de combate que no espere ningún milagro, solo nuestra preparación, nuestras convicciones, nuestros atributos, nuestro coraje y lo contundente de nuestra pegada para en los rounds que sean necesarios fulminar por nocaut, en este caso, a la dictadura.