Sergio García Magariño, Universidad Pública de Navarra
Responder a las grandes cuestiones que determinan el futuro de las civilizaciones no suele ser fácil. Los pronósticos tienden a fallar. Quienes aciertan suelen ser aquellos que se equivocaron en muchos otros ámbitos, por lo que su valía depende más de su actitud intelectual temeraria que del rigor de sus análisis. Nadie se pudo anticipar a la caída de una civilización, ya fuera esta la griega, la romana o la maya. Por ello, el estudio de las civilizaciones es cosa de historiadores, quienes miran al pasado; y los pronósticos sobre ellas, en lugar de materia científica, suele ser materia de adivinos, astrólogos y prestidigitadores.
La predicción de los cambios políticos radicales, de las revoluciones y de las transformaciones dramáticas de regímenes también es un asunto complejo. Sin embargo, es algo más asequible metodológicamente para politólogos, sociólogos y otros científicos sociales. Al existir un número mayor de casos de cambios políticos de esta índole analizables, y al estar estos casos en un horizonte temporal pasado más cercano, se pueden identificar pautas o patrones comunes que sirvan de criterio analítico para explorar el presente.
El politólogo de Harvard Steven Levitsky y su colega Daniel Ziblatt ofrecieron un referente analítico de estas características en Cómo mueren las democracias. Este best seller de 2018 condensa las conclusiones más importantes a las que han llegado tras años de estudio riguroso en este ámbito.
Se podría decir que dichas perspectivas suponen una hipótesis explicativa general de cómo se resquebrajan las democracias. Sin embargo, como toda hipótesis, ha de seguir testándose. A continuación, se resume su planteamiento para, posteriormente, usarlo como criterio valorativo del mayor o menor riesgo de una crisis democrática en España.
Lo que plantean los autores es que existen tres o cuatro condiciones sociales que se repiten en todos los casos que han estudiado de, por un lado, caídas democráticas abruptas y, por el otro, derivas totalitarias importantes mediante el uso de las instituciones y sin violencia.
Esta segunda modalidad de caída democrática es la que más les preocupa, porque se da de forma progresiva e invisible. Hitler en Alemania, Mussolini en Italia, Getúlio Vargas en Brasil, Alberto Fujimori en Perú, por mencionar algunos, llegaron al poder, en cierta medida, invitados por las élites.
Los elementos explicativos clave de las caídas democráticas sin violencia ni espectacularidad, de la implosión democrática, parecen ser tres:
- El abandono de la responsabilidad de los partidos políticos de contener a candidatos con inclinaciones autocráticas demostradas, por muy populares que estos sean y por muchos réditos electorales que estos pudieran proporcionarles;
- Dejar de reconocer al adversario político como candidato y oponente legítimo y comenzar a verlo y describirlo como el enemigo a combatir a toda costa;
- El uso de las instituciones de gobierno, cuando se llega a él, para promover fines partidistas.
Existe un cuarto elemento común que puede considerarse tanto causa como efecto de las tres condiciones descritas, a saber, un clima de polarización social.
De los criterios señalados arriba, probablemente llame la atención el hecho de que la hipótesis explicativa de Levitsky y Ziblatt otorga una gran importancia a los partidos políticos como garantes de la democracia.
Sin más dilación, no obstante, pongamos en diálogo, aunque con cautela y sin pretender hacer grandes predicciones, el marco de análisis previo con la situación en España.
1. Candidatos con tintes autoritarios
En lo que respecta al primer criterio, el del rol de los partidos en la contención de candidatos con tintes autoritarios, se hace difícil sacar conclusiones para España. Los mecanismos internos de los partidos para elegir a sus candidatos varían. Se suele decir que los partidos en España –aunque cada vez optan más por tener elecciones primarias para elegir a sus candidatos– no son excesivamente democráticos en su funcionamiento interno.
Del mismo modo, los procesos internos que se puedan producir a modo de filtro para los candidatos, similares a los que se dan dentro de una familia, no son muy transparentes. Los nuevos partidos no parecen haber incorporado elementos democráticos disruptivos tampoco.
Así como en EE UU existía una larga tradición para que el partido republicano y el demócrata pudieran contener a candidatos con historiales poco democráticos –una tradición que en sí no era muy democrática, porque consistía en que unos cuantos miembros históricos de los partidos acordaran a quiénes no se podía apoyar en la carrera por la representación del partido–, en España no parece haber existido, al menos con tanta fuerza.
Ese mecanismo estadounidense les sirvió para evitar que personas con carisma e influencia, pero con un historial de autoritarismo y tintes totalitarios, llegaran a la Casa Blanca. Ambos partidos, no obstante, estaban de acuerdo en que la democracia de EE UU estaba por encima e intentaban controlar a los candidatos. Ese instrumento y ese compromiso con la democracia por encima de los intereses del partido se rompieron en aquel país hace tiempo.
Aunque tal como se ha señalado, no se pueden sacar grandes conclusiones, estaría bien pensar sobre el grado en el que, en España, los candidatos que llegan a representar a cada partido reúnen alguno de los criterios o indicadores que parecen sugerir tendencias totalitarias: rechazo de las reglas democráticas de juego, negación de la legitimidad de los adversarios, fomento –o tolerancia– de la violencia y predisposición a restringir las libertades civiles de la oposición, incluyendo los medios de comunicación.
Sin necesidad de comprender los mecanismos de control de los partidos, si los candidatos ofrecen signos de ellos, se podría decir que el mecanismo de filtro de los candidatos no es efectivo.
2. El reconocimiento del adversario político
El segundo criterio, el de la tolerancia mutua y el reconocimiento del oponente como adversario legítimo, quizá esté resentido en España con mayor claridad. Dos indicadores pueden ser suficientes para justificar esta afirmación. El primero es el número de elecciones que se han sucedido en los últimos años. Desde 2015 hasta 2019 los españoles han tenido cuatro elecciones generales y una moción de censura que depuso a un presidente. Actualmente, en septiembre de 2020 y en plena pandemia, existe la posibilidad de que se presente otra moción de censura al presidente.
El segundo indicador es el lenguaje del discurso político. Se ha vuelto común el lenguaje bélico contra el adversario, la descalificación, la descripción del oponente o del gobierno como ente ilegítimo, varios partidos se niegan a la interlocución, se producen vetos constantes en los procesos de negociación… Siempre pueden objetivarse más las cosas, pero parece evidente que ha habido un deterioro progresivo del reconocimiento del adversario como oponente legítimo.
3. El bien común por encima de los intereses del partido
El tercer criterio o norma implícita para el buen funcionamiento de la democracia se refería a la contención institucional de quien llega al poder. En otras palabras, el que gobierna o tiene acceso a las instituciones ha de poner el bien común por encima del interés del partido. Cuando esto no ocurre, los partidos que ostentan mayor representación institucional intentan blindar su ejercicio mediante cambios legislativos y copan el poder judicial con gente de confianza que defienda su causa.
Los cambios legislativos también pueden pretender limitar la libertad de expresión o de prensa, bajo el pretexto de proteger la integridad del gobierno y mantener el orden. En España, el partido que llega al poder –con independencia del signo político y en un nivel muy por encima de la media mundial– suele nombrar nuevos cargos (OCDE: Panorama de las Administraciones Públicas 2017, pág. 258), renovar las figuras del alto funcionariado y designar nuevos directores de medios de comunicación y fundaciones públicas.
Sin embargo, a pesar de los problemas coyunturales que pueden aparecer –como el de la negociación actual de la renovación del poder judicial–, el sistema de controles y equilibrios parece haber funcionado relativamente bien y ningún partido ha podido efectuar grandes cambios para mantenerse en el poder.
4. El clima de agitación política
Por último, el clima de polarización social y de agitación política, mediática y social –el caldo de cultivo para que se den algunas de las condiciones previas, especialmente la segunda– parece impregnar cada vez más la cultura del país.
Diferentes medios, que se asocian con distintas corrientes partidistas, promueven posturas extremas, caricaturas y noticias malintencionadas que atacan a uno u otro bando en función de su posición ideológica. El debate parlamentario se ha agriado. Las redes sociales, especialmente twitter, son un hervidero de críticas, insultos e hinchadas fanáticas de todas las tendencias políticas.
En definitiva –sin generar alarmas innecesarias ni elaborar pronósticos atrevidos sin fundamento–, podría decirse que, si las democracias caen cuando (a) los partidos abandonan su responsabilidad con los candidatos que postulan, (b) dejan de reconocer al adversario como oponente legítimo, (c) en el ejercicio del gobierno utilizan las instituciones para promover intereses partidistas y blindarse en el poder y (d) se normaliza un clima de creciente polarización, quizá debamos tensar la fibra de la responsabilidad colectiva (cada cual en su medida), para evitar que esas condiciones, especialmente la segunda y la cuarta, sigan creciendo en España.
La crisis del coronavirus nos puede ayudar a reflexionar sobre ello y a revertir tendencias; o puede desequilibrarnos y acelerar más algunas inercias problemáticas que ya parecen estar en curso. Aquí yace nuestro dilema.
Sergio García Magariño, investigador de I-Communitas, Institute for Advanced Social Research, Universidad Pública de Navarra
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.