AXEL CAPRILES M.
No sé por qué se me ocurre andar esperanzado estos días. La semana pasada le dije a un amigo que había perdido el trabajo por el cierre de su empresa a causa de la covid: «Hay que mantener la esperanza, las cosas van a mejorar», y como si lo hubiera insultado me respondió: «Esperanza, ¡la tuya, pendejo!»
No es que yo sea un inocente optimista. A pesar de la crítica, yo apuesto por la esperanza. Me gusta la promesa; sostengo la ilusión. A lo mejor es por aquello del señor Thomas Malthus, el sombrío clérigo anglicano que, en el siglo XVIII, en su Ensayo sobre el principio de la población, vaticinó que todos nos moriríamos de hambre.
En vista de que el crecimiento de la población se daba en progresión geométrica, mientras que la producción de alimentos aumentaba en progresión aritmética, el erudito británico pensó que los medios de subsistencia escasearían y las hambrunas encenderían los conflictos como inicio de un fin de mundo. Y fíjate tú que enseguida aparecieron unos ingeniosos capitalistas que revolucionaron la agricultura y aprendieron a producir más y mejor.
No hay duda de que el mundo se nos complica. La aparición y transmisibilidad del ómicron, la nueva variante del SARS‑CoV-2, nos llegan como regalo de Navidad para recordarnos que, de ahora en adelante, tendremos que acostumbrarnos a vivir con esos indeseados microorganismos a los que sólo les falta estar acompañados de lluvia ácida para hacernos pensar en una película futurista.
A la vez, la intención del “buen Estado” de cuidarnos con todo tipo de medidas y controles, nos coloca de lleno en el dilema de nuestro tiempo: ¿cuál es el límite entre las restricciones a las libertades individuales y los derechos colectivos, como la salud pública? Es inevitable que la manera en que lo colectivo nos vigila y domina acentúe los sentimientos de pérdida de libertad. Y no se trata solamente de una situación coyuntural por la emergencia epidemiológica. Es la vida en general.
Si pensamos en el concepto de libertad que tuvo John Stuart Mill en el siglo XIX, nos entra claustrofobia. En el coche nos obligan a atarnos, en los aeropuertos nos revisan hasta la manera de caminar, en las playas nos hacen salir del agua cuando el viento arrecia y los bancos pueden congelar nuestros ahorros si no firmamos mil planillas y no explicamos con lujo de detalles los ingresos de la abuela. Es cierto que al acercamos a los 10.000 millones de habitantes, no queda más remedio que reglamentar con normas estrictas que nos permitan convivir sobre el mismo espacio, pero no es menos cierto que se nos está haciendo difícil respirar aire fresco.
Las redes son un ojo vigilante. La economía se ha convertido en un azote para la supervivencia de la mayoría. Y no hablemos del flagelo de las perversiones políticas. Como titulaba un artículo de Anne Applebaum, en The Atlantic, hace algunas semanas, Los chicos malos están ganando. El autoritarismo ha encontrado la fórmula para desmontar los regímenes de libertades desde dentro. En la deriva del populismo autoritario, muchos nos hemos encontrado como emigrantes de países derruidos en los que la utopía se ha trastocado en distopía.
Pareciera que en un mundo dominado por el colectivismo y el capitalismo salvaje de los chinos y en el que los Lukashenkos, los Maduros y los Putin se reproducen con facilidad, la esperanza es una emoción ingenua. En ciencias políticas, de hecho, la esperanza nunca ha gozado de especial prestigio. Según Espinosa, era un afecto inestable, basado en la incertidumbre. Como contrapartida del miedo, su pareja inseparable, también inconstante, servía para confundir y olvidar la cruda realidad.
En la Ética demostrada según el orden geométrico, la esperanza era, al igual que el terror, un arma de dominación política, un instrumento de resignación que nos sumergía en la espera. Como fuga del mundo, nos dejaba a merced de algo impreciso como el azar. Es fácil pensar en casos e historias en los que la promesa trabaja como mecanismo de control. ¿Por qué, entonces, optar por el optimismo y retomar el mensaje paulino de la esperanza como único recurso para vencer el miedo a la muerte?
Para castigar a Prometeo por haber sustraído el fuego de los dioses y donárselo a los mortales, Zeus presentó a Epimeteo, hermano de Prometeo, una bella mujer llamada Pandora, a quien dio como regalo de bodas una caja que nunca debería abrir. Pandora, llena de curiosidad, desobedeció a Zeus y a la primera abrió la caja de la que salieron todos los males y padecimientos de la humanidad. Cuando atinó a cerrarla sólo quedó en ella la esperanza.
Pero no se trata de que, como señala el mito griego, ante los males que sufrimos solo quede la esperanza. Estoy esperanzado. Entre sumas y restas, estamos mucho mejor que cuando Tamerlán marcaba los caminos con cabezas cortadas, clavadas en estacas. Hoy en día hay poca probabilidad de que terminemos como remeros en una goleta de esclavos. Y, sobre todo, el ser humano ha demostrado su capacidad creativa para enfrentar cada nueva adversidad.
El meteórico desarrollo de las vacunas basadas en el ARN mensajero (ARNm) permitió enfrentar una pandemia en tiempo récord. Un logro sorprendente en tecnología farmacéutica. Abre una era inédita en el tratamiento de enfermedades infecciosas y en el desarrollo de nuevas terapias para otros males y enfermedades.
Opto, sobre todo, por la esperanza porque el signo que nos caracteriza como especie es la posesión de un espacio de deliberación que llamamos alma en el que reina la indeterminación y la imaginación. Y sí, esperanza, ¡la tuya!, porque tú sabes, como yo, que tu individualidad es la única que puede hacer que las cosas sean diferentes.