Por: Mª Isabel Álvarez Vélez
Profesora Ordinaria de Derecho Constitucional
Facultad de Derecho (ICADE)
Universidad Pontificia Comillas
Es innegable que la vigencia de la Constitución de 1978 ha supuesto en España grandes beneficios políticos, sociales, culturales e incluso económicos. Decía Alexis De Tocqueville en su libro La democracia en América, que “los vicios y las debilidades del gobierno de la democracia se ven sin dificultad. Se demuestran por hechos patentes, en tanto que su influencia saludable se ejerce de manera insensible y, por decirlo así, oculta. Sus defectos llaman la atención a primera vista, pero sus cualidades no se descubren sino a la larga”.
Desde su aprobación nuestra Constitución se ha convertido ya en el segundo texto de más larga vigencia en nuestra historia contemporánea, solo superada por la Constitución de 1876, válida durante cuarenta y siete años, pero en una situación difícilmente comparable.
Es importante recordar que la España del siglo XIX se caracterizó por tener una amalgama de textos constitucionales enmarcados en una situación de inquietud y alarma, de lucha, en definitiva, de las diferentes posiciones que intentan imponer sus ideas, defendiendo a la vez los textos constitucionales que las recogen. Frente a esa situación, desde 1978 España ha sido modelo de significativos cambios, y en este largo periodo se han dado muestras de prudencia y de audacia, a la vez.
El autor de la Constitución es la Nación española que “en uso de su soberanía”, decide elaborar un texto en virtud del cual “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho”. La Constitución establece el principio de limitación del poder, crea un sistema político parlamentario y reconoce y garantiza los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos que se concretan en libertades individuales frente al poder.
La elaboración de la Constitución de 1978 duró quince meses, entre agosto de 1976 y octubre de 1977, y en su redacción se emplearon más de cuatrocientas horas de debates parlamentarios. Pero estos datos poco aportan, si no se hace referencia a la voluntad unánime de sus artífices de lograr un entendimiento que pusiera fin a un largo período de ruptura.
Ciertamente, el texto se caracteriza por el consenso político de los grupos parlamentarios, de modo que no se trata de la obra de un partido, sino del conjunto de las fuerzas políticas. Esto ha dado lugar a que la Constitución de 1978 no siga un único modelo, sino que ha adoptado diferentes tendencias, uniendo elementos de distintas ideologías y estableciendo principios políticos, aunque no originales, sí escogidos como medios para conseguir los fines propuestos.
Desde el presupuesto de que la democracia representativa constituye un elemento necesario del actual Estado democrático, se ha pasado con demasiada frecuencia a una descalificación de la democracia directa como imposible democracia de identidad y a una pérdida de la obligada concepción dialéctica entre el concepto de democracia como proceso de representación y la idea de la misma como optimización de la participación.
Celebrar los primeros 40 años de nuestra Constitución de 1978 es un deber gustoso para quienes nos dedicamos a enseñarla en las aulas universitarias, transmitiendo a las nuevas generaciones los valores y principios que en ella se contienen y lo relevante de su contenido para nuestra convivencia colectiva.
Sin embargo, llega este aniversario en un momento crítico para nuestra historia constitucional. Por eso resulta todavía más relevante volver la mirada a nuestros orígenes, a nuestra historia reciente, a nuestra transición política a la democracia y al período constituyente. Porque solo a partir de una actitud similar a la que tuvieron quienes participaron en ese proceso podremos continuar marchando por la senda de paz y concordia que iniciamos hace cuarenta años.
Nuestros constituyentes llevaron a cabo su tarea con el objetivo claro de conseguir una España fuerte y cohesionada, solidaria y justa, acogedora e integradora, y con una disposición máxima al diálogo y al acuerdo, a ponerse siempre en el lugar del otro para respetar su opinión e intentar buscar los puntos que nos unen y no los que nos separan. Solo a partir de una actitud como esa se puede llegar a buen puerto y se pueden alcanzar las metas que deseamos para nuestro país.
Contenido de la Constitución
Enumerando de forma breve el contenido del texto, encontramos cinco aspectos en los que quisiera poner relevancia: una amplia tabla de derechos y libertades; la Monarquía parlamentaria como forma de Gobierno; el Tribunal Constitucional; unas Cortes bicamerales; y un modelo autonómico de organización territorial.
Los derechos fundamentales son un elemento estructural del Estado de Derecho: solo allí donde se reconocen y garantizan los derechos y las libertades fundamentales existe Estado de Derecho y solo allí donde esté establecido el Estado de Derecho puede hablarse de auténtica efectividad de los derechos fundamentales.
En lo que se refiere a la Monarquía es el Título Preliminar, que recoge los principios político- constitucionales básicos del Estado que la propia Constitución crea, el que declara en el artículo 1.3 que “la forma política del Estado español es la Monarquía Parlamentaria”. Este punto no fue objeto de modificación alguna a lo largo del proceso constituyente, de tal forma que se incluyó en la redacción definitiva de la Constitución con el tenor literal del texto el Anteproyecto.
Esta consolidación en las normas constitucionales de la Monarquía parlamentaria desembocó en una regulación precisa de las funciones del Rey, con el fin de establecer una “Monarquía parlamentaria racionalizada”. Justamente, la proclamación de la soberanía popular y, en general, la garantía de la participación ciudadana de modo que se asegure la legitimación de los poderes estatales, exigen reducir a normas tasadas las funciones del monarca.
«Los constituyentes llevaron a cabo su tarea con el objetivo de conseguir una España cohesionada y con disposición al diálogo”
Especialmente innovador de nuestro actual modelo constitucional, además del Estado de las Autonomías al que nos referiremos más adelante, es la creación del Tribunal Constitucional. El modelo elegido por los constituyentes españoles sigue fundamentalmente la línea del constitucionalismo europeo, inspirado por Kelsen, a través de los influjos del Tribunal Constitucional alemán y del Tribunal de Garantías, creado por el texto republicano de 1931.
La labor que durante estos años ha llevado a cabo el Tribunal ha sido esencial para nuestro sistema, especialmente en el campo del control de la constitucionalidad y en aclarar nuestro Título VIII en relación a las Comunidades Autónomas. Sobre todo en cuanto al reparto competencial, pues su intervención ha permitido esclarecer las disposiciones constitucionales, así como solventar multitud de conflictos que se han producido.
Los dos últimos aspectos en los que quisiera detener mi brevísima reflexión son las Cortes Generales y el Estado de las Autonomías. Son dos las características fundamentales del poder legislativo estatal, atribuido por la Constitución a las Cortes Generales: el bicameralismo y la representación.
Las Cortes están compuestas por dos Cámaras, Congreso de los Diputados y Senado, de modo que la Constitución española se suma a la tendencia actual del constitucionalismo en la que se establece una segunda Cámara, frente a las dudas sobre su conveniencia y eficacia. En un primer momento, el papel del Senado tuvo su importancia, especialmente durante la elaboración de la Constitución.
El carácter territorial del Senado se manifiesta fundamentalmente en su composición, puesto que en las funciones que tiene encomendadas se desnaturaliza su sentido inicial. Adecuar el Senado a una cámara territorial, similar a las que existen en otros Estados europeos, solo se lograría dando por culminada la implantación del Estado de las Autonomías, convirtiendo al Senado en una Cámara de representación de las Comunidades y otorgándole a su vez competencias en este ámbito.
«El gran reto pendiente es adecuar el Estado de las Autonomías que se regula en el Título VIII de la Constitución»
En este sentido, creo que el gran reto pendiente es adecuar el Estado de las Autonomías que se regula en el Título VIII de la Constitución. Muchas veces se ha señalado que la característica de este título es ser una manifestación del “consenso” entre las fuerzas políticas del que surgió una innovadora organización territorial, aunque el resultado, según opinión unánime de la doctrina, es un texto con lagunas, imprecisiones y ambigüedades, necesarias quizá desde la perspectiva política, pero fuente indudable de tensiones y conflictos a la hora de su interpretación jurídica.
Bien es cierto que esas imprecisiones y esas ambigüedades permitieron que la nueva construcción del Estado fuera aceptada con un amplio grado de generalidad y también es cierto que existía una urgencia en hacerlo con la finalidad de que se diera satisfacción a las ansias nacionalistas de determinadas zonas del Estado, evitando a su vez que éstas quedaran al margen del nuevo orden constitucional. Evidentemente el Estado español es un Estado asentado sobre la nación española, derecho originario, y el derecho a la autonomía es un derecho derivado de la Constitución y, por tanto, subordinado a la soberanía nacional.
En este mismo sentido, el reconocimiento constitucional, plasmado en los estatutos de autonomía, supone dotar a estos de un carácter de norma subordinada al texto constitucional y, al margen de apreciaciones políticas, jurídicamente es indefendible otorgar a los estatutos rango similar al de la Constitución.
Nuestro Estado de las Autonomías no es en absoluto un modelo cerrado y está pendiente una labor integradora entre el Estado central y los órganos autonómicos, potenciando la participación de las Comunidades en asuntos de interés general. Superada la etapa inicial de aprobación de los Estatutos se procedió, sobre la base de los Acuerdos Autonómicos suscritos el 28 de febrero de 1992, a las consiguientes reformas estatutarias según los procedimientos que los mismos Estatutos regulan. Sin embargo, fue a partir de 2004, a lo largo de la VIII legislatura, cuando las reformas estatutarias centraron la polémica.
Especialmente polémica fue la reforma del Estatuto de Cataluña, pero el alcance de dicha reforma ha sido similar en las comunidades que han modificado sus estatutos de autonomía, lo que ha sucedido en los casos valenciano, balear, andaluz, aragonés, castellanoleonés y extremeño. También se ha aprobado una reforma de la Ley Orgánica de reintegración y mejoramiento del Régimen Foral de Navarra. Los estatutos de nueva elaboración incorporan señas de identidad propias y enumeración de derechos. La existencia de hechos diferenciales en las comunidades autónomas solo nos aporta un dato de carácter sociológico que adquiere magnitud si se pretende convertir en diferenciación con relevancia jurídica, pues esto nos aparta de la consecución del principio de solidaridad.
Durante los debates para la elaboración de la Constitución española de 1978 destacó la “cuestión regional”, que conllevaba dos conceptos distintos de España desde el punto de vista territorial. Por una parte, la idea de que nuestro país constituía una realidad homogénea y que todos los ciudadanos debían gozar de los mismos derechos y libertades, amparados por un mismo ordenamiento jurídico. Y, por otro lado, la idea opuesta, que entendía que España constituía un conjunto heterogéneo en el que convivían ciudadanos con tradiciones y derechos distintos cubiertos por ordenamientos jurídicos plurales.
El proyecto de Estatuto de Autonomía catalán, que se elaboró paralelamente a la Constitución, fue aprobado por la Asamblea de Parlamentarios y remitido a las Cortes que lo ratificarían, una vez aprobado por referéndum, mediante la LO 4/1979, de 18 de diciembre. El Estatuto de Autonomía estuvo vigente durante veintisiete años, hasta 2006, durante los que sí se produjeron ampliaciones de competencias, pero no modificaciones en el texto del Estatuto.
La auténtica reforma del Estatuto catalán se hizo por la LO 6/2006, de 19 de julio, contra la que se presentaron varios recursos de inconstitucionalidad. El fallo del Tribunal Constitucional, esto es la STC 31/2010, de 28 de junio, aunque declara inconstitucional parte del Estatuto deja vigente la mayoría de sus disposiciones siempre que se respete la interpretación que marca el Tribunal Constitucional, obviando su tenor literal. Aquí el grave problema, entre otros muchos que se han señalado, está en la ejecución del contenido de la sentencia.
Desde la aprobación del Estatuto catalán, con el conflicto que supuso la STC de 2010 y especialmente desde que el 19 de diciembre de 2012 fecha en la que Convergencia i Unió (CiU) y Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) firman un pacto de gobernabilidad con el asunto de la soberanía como punto fuerte, los poderes públicos catalanes comienzan a realizar determinadas actuaciones cuyo fin es la independencia.
Es difícil sintetizar a partir de ese momento las actuaciones que se han producido, y que persisten hoy, pues la crisis política en Cataluña ha producido gran descontento que está siendo utilizado por los intereses independentistas. Incluso en octubre de 2017 se puso en marcha un procedimiento inédito en nuestra historia constitucional, la aplicación del artículo 155 de la Constitución, con las incertidumbres que esto generó y con la inseguridad acerca del futuro. Procedimiento en el que se invocaba el “interés general” para fundamentar la intervención extraordinaria del Gobierno en la Comunidad Autónoma, puesto que se había producido una actuación de los órganos autonómicos que atentaba gravemente a ese interés general de España.
Por otra parte, esas ansias autonomistas parecen además estar ocasionando cierto hastío, tanto en algunos sectores catalanes, como en el resto de España. Si difícil es para los juristas entender todo lo que está sucediendo, a los no juristas la situación les parece no solo complicada, sino de imposible comprensión, preguntándose porque ante un desafío sin paragón en estos cuarenta años de vigencia de nuestra Constitución todavía tenemos que seguir esperando.
La reforma de la Constitución
En la dificilísima etapa que estamos viviendo en España, se plantea nuevamente la cuestión de la reforma constitucional, asunto sobre el que se han vertido ríos de tinta tanto en el ámbito académico, como en el periodístico y en el político. La previsión de la reforma del texto constitucional es una cláusula que desde los orígenes del constitucionalismo no ha dejado de confi gurar una parte básica de los textos constitucionales. La revisión o reforma puede ser analizada desde una óptica jurídica o desde una política. Ambos aspectos no siempre van unidos. Esto es, la posibilidad jurídica de revisar un texto constitucional es una previsión que no debe ser utilizada cuando las condiciones políticas no son las adecuadas.
Las razones que justifican las modificaciones de un texto constitucional pueden ser varias: bien la necesidad de adaptación a la realidad sometida a continua evolución, bien el envejecimiento de la Constitución por el paso del tiempo o, en su caso, la existencia de lagunas que se detecten a lo largo de su aplicación.
Así, la permanencia de las instituciones no está reñida con su reforma periódica. Al revés, para que una Constitución funcione y mantenga su plena vigencia conviene introducir en ella reformas que mejoren su eficacia, que incorporen nuevas tendencias, en fin, que se adapten a las nuevas necesidades.
Existe siempre un cierto temor reverencial a modificar el texto constitucional, quizá entendiendo que eso supone un reconocimiento de fracaso de sus prescripciones. Creemos que esta interpretación es errónea.
«Para reformar la Constitución es ineludible actuar con prudencia, huyendo de la precipitación, de la improvisación y de la demagogia»
La Constitución, toda Constitución, ha de ser una norma sensible a los cambios políticos y sociales. Grave es equivocarse en realizar reformas precipitadas, pero más grave es aún no realizar las necesarias. Ahora bien, hecha esta precisión, se engañan aquellos que piensan que la modificación de la Constitución, por sí misma, supondrá la solución a nuestros problemas. Y muchos menos si algunas reformas, como la del modelo territorial, se hacen solamente pensando en (o para contentar a) los movimientos independentistas, porque se trataría de reformas viciadas en su origen, desequilibradas.
Por otro lado, es inevitable que algunos grupos se sitúen a margen del acuerdo, y de hecho hay grupos en Cataluña y en otros territorios que desde 1978 no se han sumado al proyecto común del resto de los españoles.
Antes de abordar la reforma se debería tener claro qué es lo que se quiere reformar. Antes de toda Constitución (y de una reforma constitucional) se requiere un “pacto social”, un proyecto de conjunto que enfoque soluciones reales a largo plazo y un consenso compartido. Y lo que presenciamos hoy en día, lamentablemente, es que los representantes políticos no ceden frente al otro, porque su misión se ha convertido en lograr el máximo interés partidista, un trabajo que el ciudadano contempla desilusionado y, en muchas ocasiones, dolido y enfadado. Para reformar la Constitución es ineludible actuar con prudencia, huyendo de la precipitación, de la improvisación y de la demagogia.
La reforma es una previsión para que la Constitución no quede alejada de la realidad o para que sus contenidos no sean inaplicables por caducos, pero es un presupuesto que no debe ser utilizado cuando las condiciones políticas no son las adecuadas. Cuando los políticos se olvidan de que las normas son de obligado cumplimiento y que operan como límites ante los posibles abusos nos acercamos a un abismo, que da vértigo a aquellos que creemos que el Estado de Derecho no puede verse vapuleado de esta manera.
El artículo 1.1 de la Constitución señala que España es un Estado de Derecho “que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. La democracia es un valor, pero nunca en aras de la defensa de la democracia se puede ir ni contra el Estado de Derecho ni contra las instituciones representativas. Nuestro orden constitucional supone derechos fundamentales, separación de poderes, imperio de la ley, democracia parlamentaria, respeto a la justicia y, por supuesto, poderes limitados y controlados.
Por eso, reafirmar los valores que animaron a nuestra Constitución y a nuestro Estado de Derecho es muy importante, poniendo el acento en la unidad y la solidaridad que siguen siendo hoy válidos para evitar la fragmentación. Peligroso es equivocarse en realizar reformas precipitadas, pero más peligroso puede ser no realizar las necesarias. Este es el asunto pendiente de nuestro sistema constitucional y una labor por la que las generaciones futuras podrán pedirnos cuentas.
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