Ante la celebración, el 17 de junio, del Día Mundial de Lucha contra la Desertificación y la Sequía, Greenpeace y el Observatorio Ciudadano de la Sequía advierten de los efectos en España del cambio climático en la sequía (disminución de las precipitaciones por debajo de los niveles considerados como normales en un área determinada) y en la aceleración de la desertificación (degradación de las tierras de zonas áridas y semiáridas causadas por las variaciones climáticas y las actividades humanas). Son innegables
El informe Impactos y riesgos derivados del cambio climático en España, elaborado por el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, avizora un aumento generalizado en la intensidad y magnitud de las sequías meteorológicas e hidrológicas. Principalmente por el aumento de la evapotranspiración y a la reducción de las precipitaciones. Otro elemento e la creciente aridez y el aumento del riesgo de desertificación, dos fenómenos que pueden generar efectos adversos en la sociedad, la economía y los ecosistemas.
Obviamente, tal impacto se agravará con el cambio climático y la persistencia de un modelo de gestión de los recursos suelo y agua que está más que demostrado que es insostenible. Y no hay mucho tiempo para afrontarlos.
Urge la transformación de las estrategias de gestión del agua y el combate de los pozos ilegales, la sobreexplotación y la contaminación de los recursos hídricos
En la segunda mitad del siglo XX hubo una reducción de entre 10 y 20 % de los recursos hídricos disponibles en las cuencas de la Península Ibérica. Las estimaciones para el siglo XXI siguen en descenso.
Los datos aportados por el CEDEX en 2018 indican que la temperatura media del mar Mediterráneo aumenta entre dos y tres veces más que el conjunto de los océanos en el ámbito global. Su temperatura es 1,5 °C por encima de los niveles preindustriales y se estima que para el año 2040 el aumento sería de 2,2 °C y para 2100 de 3,8 °C.
Las tendencias de las temperaturas más extremas, considerando la exposición a “exceso de calor” y “calor moderado”, se estima que la mortalidad en España ligada a estas causas varía entre 10.000 y 43.000 fallecimientos anuales a lo largo del siglo XXI.
La Agencia Europea de Medio Ambiente ubica a España entre los países de la Unión Europea con mayor riesgo de incendios, una vulnerabilidad que se agrava en situaciones de sequía y en suelos desertificados.
Además, las masas forestales tienen cada vez más dificultad en reponerse de los daños que les causan las sequías, ahora más extremas, recurrentes y prolongadas.
El último Inventario de Daños Forestales del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico indica que unos 32 millones de personas han sido afectadas por el cambio climático.
Actualmente lo embalses en España están a 58,34 % de su capacidad, por debajo de los niveles de 2019, año de la última sequía. En la actualidad, más del 75% del territorio español corre el riesgo de desertificación y el 70% de las demarcaciones hidrográficas españolas presentan niveles de estrés hídrico alto o severo.
Jesús Vargas, desde la Universidad Pablo de Olavide, señala que es urgente transformar las estrategias de gestión del agua y los modelos de ocupación del suelo. Ante los riesgos asociados debe primar el principio de precaución y se impulsen políticas de ordenación del territorio que superen intereses sectoriales y visiones de corto plazo.
“Frente a los devastadores problemas asociados a la sequía y la desertificación, es fundamentar frenar el cambio climático y la pérdida de biodiversidad. La opción está a la vista: fortalecer el medio rural y cambiar el modo en que producimos los alimentos y bienes de consumo. De lo contrario, España será un territorio desertificado en pocos años”, declaró Julio Barea, responsable de la campaña de aguas de Greenpeace.
El 70% de las demarcaciones hidrográficas españolas presentan niveles de estrés hídrico alto o severo
En el Día mundial de lucha contra la desertificación y la sequía, Greenpeace y el Observatorio Ciudadano de la Sequía hacen un llamamiento conjunto al Gobierno y a las administraciones autonómicas y locales para revisar de manera más ambiciosa la Ley de Cambio Climático y Transición Energética. Que la meta sea reducir en un 55% las emisiones de CO2 en 2030, respecto a las de 1990, alcanzar el cero neto en 2040 y acelerar el fin de los combustibles fósiles.
También se debe modificar la política hidrológica y dar una respuesta decidida a los objetivos de la Directiva Marco del Agua, garantizar la calidad de las masas de agua, realizar una gestión conjunta de los recursos y de los riesgos hídricos.
Es fundamental mantener una postura inequívoca frente a la sobreexplotación y la contaminación de los recursos hídricos y la proliferación de pozos ilegales. Asimismo, reconvertir el modelo agrícola predominante y frenar la expansión de la ganadería industrial, a través de la disminución de los regadíos intensivos y la cabaña ganadera en intensivo y el apoyo a la agricultura y la ganadería de base agroecológica y de pequeña escala.
Igualmente se debe garantizar una política forestal acorde con los niveles de aridez y la intensificación de las sequías, que asegure la adaptación de los ecosistemas forestales a los nuevos escenarios de cambio climático, evite la proliferación de la urbanización en el espacio forestal y conciencie a la sociedad del riesgo que suponen los incendios.
Integrar de forma efectiva, y desde la perspectiva de la ordenación del territorio, los efectos del cambio climático en las diferentes políticas sectoriales: planificación hidrológica, política agraria, turismo, gestión litoral, desarrollo rural, urbanismo, salud, migraciones, etc., garantizando el equilibrio y la cohesión territorial.
Ampliar el conocimiento y la información sobre la vulnerabilidad a la desertificación y a la sequía, así como sobre los impactos y las pérdidas que generan tanto en las poblaciones como en los ecosistemas.
Redirigir las estrategias de gestión del riesgo hacia la prevención, la mitigación y la adaptación, impulsando la elaboración de planes de adaptación al cambio climático que respondan a contextos específicos y garantizando el cumplimiento de la normativa existente, como la obligación de elaborar planes de emergencia por sequía para los abastecimientos urbanos.
Informar, educar e incluir a la ciudadanía en la gestión de los recursos y los riesgos, a través de campañas públicas, asambleas ciudadanas y procesos participativos más transparentes y efectivos que aseguren una gobernanza real de los riesgos.
“El Día mundial de lucha contra la desertificación y la sequía nos invita a insistir en la urgencia de actuar frente al cambio climático. La sociedad y la ciencia lo reclaman”, afirma Pilar Paneque, responsable del Observatorio Ciudadano de la Sequía.
Un estudio de percepción y comportamiento de la población española, realizado en 2020 con el apoyo del Ministerio para la Transición Ecológica, confirma que el 73,3 % de la población considera que al problema de la desertificación y la sequía se le da menos importancia de la que tiene. El Gobierno hace poco y a veces lo hace muy mal.
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