Si el confinamiento ha causado un daño colateral, ese daño lleva el nombre de la razón. El desbordamiento emocional de los días de reclusión ha yugulado el sentido común, al punto en que personas pretendidamente inteligentes y letradas han demostrado un desequilibrio alarmante. La trituradora racional de los mensajes constantes, incontrastables y virulentos ha dejado en una desnudez incómoda a más de uno. Y no hay formación tribal ni organización política que no se haya visto aquejada por el síndrome de la desinformación. La nueva gramática parda de las e-mociones en red ha dado paso a un “homo digitalis” acrítico y, por tanto, irresponsable. A lo largo de estos días de triste calamidad, la resignación, la agresividad y hasta el entusiasmo se han manifestado tecnológicamente, respondiendo, en muchos casos, y de modo inconsciente, a una táctica de construcción de inquietudes colectivas. Un verdadero mercado de sentimientos al servicio del poder político.
A lo largo de estos últimos días, se contempla, no sin cierto azoramiento, cómo existe una pulsión casi enfermiza de apropiación del dolor, por unos y por otros. Colectivizar el dolor desde el poder político constituido es una forma vacua de infantilismo e inmadurez. La victimización de los políticos en estos casos puede llegar a ser incluso obscena e irreverente. Cierto es que en el mundo apocalíptico de las fotografías para consumo mayorista en redes y revistas, toda razón pierde sentido. Y es aquí donde surge un régimen político de sentimientos, que, en los supuestos de sobreexposición, clama a la indulgencia plenaria de la población, que contempla con asombro la impudicia de ciertos discursos y de ciertas imágenes. Ese no es el camino.
Los sentimientos siempre han acompañado al poder, del mismo modo que el poder produce sentimientos. El poder político fabrica, desde su monopolio, sentimientos dominantes para después distribuirlos con el fin de que sean consumidos. Y los ciudadanos, en modo gregario, somatizan parte de esas emociones para sentirse cómodos en su clan político. El sentimentalismo mórbido, muy vinculado a los nuevos populismos, y la tecnocracia son dos figuras demoledoras del pluralismo político y, por ende, del pacto constituyente de la democracia moderna. Tradicionalmente ha sido el miedo el mecanismo normalizador de la sociedad en regímenes de pensamiento único. También el miedo a lo ignoto, a lo imprevisto y a lo imprevisible, son fuentes de control social. Y la incertidumbre, como se está observando en las últimas semanas de inseguridad sanitaria y económica, acostumbra a intensificar la emoción en torno a planteamientos mesianistas y antiliberales. Una amenaza descontrolada y de difícil reparación inmediata.
El amor a una idea o a un concepto, el odio a tu enemigo y la nostalgia revisionista del pasado representan los ingredientes necesarios para crear un marco de personas dóciles. Un subproducto social cimentado en el sentimiento. Si tomamos como referencia los dos principales partidos políticos en España, para muchos de sus gregarios, el partido es una combinación variable de amor a una idea política muchas veces difusa, de aversión a tu rival como instrumento de persuasión, y la nostalgia anudada a la creación a veces imaginaria de un pasado que actúa como hito de legitimidad.
De hecho, la izquierda en España ha tendido a montar un sistema de emociones basadas en la experiencia que tiene dos puntos de apoyo argumental: que el Partido Socialista Obrero Español es el partido más antiguo de nuestro país, con 140 años de historia y que son la contraparte a la autarquía franquista y al tardofranquismo social de la última etapa. Por orden, ni la antigüedad orgánica concede razones ni legitimidades, ni el antifranquismo era monopolio socialista. El liberalismo moderno nace dos siglos antes que el movimiento socialista y, en su defensa de la libertad individual, es el primero que padece la gangrena de un régimen desprovisto de derechos y libertades como fue el régimen franquista. A partir de aquí surgen fenómenos envolventes en el mercado subordinado de las emociones, que afectan a la cultura y a los movimientos sociales.
Cada vez que escucho a un actor o un cantante decir que está obligado moralmente a expresar su opinión política por razón de la influencia que ejerce, busco de manera rauda un médico en la sala. Porque la opinión política de algunos mercaderes de sentimientos culturales, más o menos acomodaticia, más o menos pesebrista, incluso en casos de infausto travestismo ideológico, tiene, ni más ni menos, que el mismo valor que la de cualquier transeúnte con el que usted se cruce mientras lee este artículo. Si alguien cree realmente que goza de superioridad moral por el hecho de tener una reputación ganada en la industria cultural, tiene un problema muy grave, como también lo tiene quien acepta acríticamente los juicios y prejuicios del artista moralizante.
Pero la nostalgia no solo se concibe desde la melancolía del pasado, sino también desde la utopía aún no alcanzada. Y existe el riesgo de que el cesarismo de alambique de las nuevas hornadas de visionarios con coche oficial pueda desequilibrar a un partido que nunca debería perder la centralidad como el Partido Socialista Obrero Español. El difícil equilibrio entre el sentimiento y la razón, entre la identidad de partido y la autocrítica larvada, entre el pasado reciente de la euforia razonable de los ochenta y el posibilismo de resistencia actual, tienen que restaurarse. Gobernar al paso de las emociones es una apuesta de perderdores.
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