Lejos del ruido de la contienda, lejos aún de las pasiones y odios desatados en España como consecuencia de una ley orgánica de amnistía al independentismo extremo, usada como precondición para la investidura de Pedro Sánchez, el hecho concita enorme interés político y a la vez politológico y, si quien escribe estas líneas no estuviera alejado de la docencia, lo habría utilizado como tema de discusión en los seminarios sobre teoría política.
Por cierto, no me habría detenido mucho tiempo en el punto que a muchos españoles parece, o ha llegado a ser, central: el de la constitucionalidad de la amnistía. No porque carezca de interés, sino por la necesidad metodológica de separar el argumento jurídico del argumento político.
Entre la legalidad y la normatividad
No obstante, es imposible pasar por alto que la sola sospecha de separación entre política y derecho delata una anomalía en cualquier país democrático. No sabría decir –debo aclarar– si es o no constitucional la ley de amnistía. Pero me es posible percibir que cuando la constitucionalidad de un hecho sube al tapete político, no significa necesariamente que estamos ante una alteración a la legalidad, aunque sí, en cualquier caso, a la normatividad imperante. O como dijo un catedrático español en Derecho Internacional (Miguel Ángel Presno Linera, en El País) «la ley de amnistía no es anticonstitucional, es excepcional». Una excepcionalidad, agreguemos, que no confirma la regla, la transgrede.
Efectivamente, ni en España ni en ninguna parte es normal que una ley de amnistía aparezca enlazada como condición para investir a un mandatario. Pero así se han dado las cosas gracias a una jugada política –más de alguien pensará que es “maestra”– de Pedro Sánchez. Esta anomalía es la razón que obliga al observador a fijar su atención, no tanto en la letra constitucional, sino en la intención de la jugada.
Dicho sin ningún sarcasmo: todos sabemos que Pedro Sánchez no tenía ni tiene ninguna simpatía por los nacionalismos, ni por el catalán ni por el vasco, pero todos también sabemos que quiere seguir en el poder cueste lo que cueste. Pues bien, gracias a ese saber, deducimos que la recurrencia a la ley de la amnistía no persigue más objetivo para Sánchez que continuar siendo presidente del gobierno de España. Y nada más.
A primera vista parecería que Sánchez es consecuente con el dictamen de Max Weber: “La política es lucha por el poder”. Pero en esa definición de Weber se está hablando del poder político, no de cualquier poder, lo que supone la necesidad de mantenerse dentro del marco de lo político y, en un país democrático como España, dentro del marco de la legalidad y de la normatividad a la vez.
En el sentido expuesto Sánchez estaría faltando no a la constitucionalidad sino a la normatividad que supone la dictación de una ley surgida de la necesidad política de un partido y de un gobierno que quiere continuar gobernando. O lo que es lo mismo, el pecado de Sánchez no reside en la aplicación de la ley sino en el uso que a esa ley le será dado: no amnistiar por justicia, sino por simple conveniencia inmediata. En fin, una ley nacida del mercadeo contingente, una ley que nunca fue tema del proceso electoral, una ley a la que nunca Sánchez y el PSOE habrían recurrido si no hubiera mediado la posibilidad de perder el poder.
Nadie supone que las personas políticamente elegidas deben ajustarse punto por punto a las promesas pre-electorales. El escándalo aparece –este es un caso– cuando son levantadas políticas que nadie antes había exigido, ni siquiera los beneficiados, para cumplir un objetivo de poder. A Junts y ERC, de más está decirlo, la propuesta de amnistía les cayó sobre sus cabezas sin haber movido un dedo para conseguirla.
A Sánchez le faltaban pocos votos para ser investido, pues “vamos a buscarlos donde los encontremos, aunque sea al precio de transformar la investidura en una desvestidura de nuestros principios”, pareció ser el lema sanchista.
Y en el hecho, actuó guiado por ese lema. Los votos que faltaban los encontró Sánchez nada menos que en un grupo que en octubre de 2017 intentó desvertebrar a España con un plebiscito anti-nacional y anti-constitucional. Peor todavía, la redacción del proyecto de ley de amnistía ha surgido, no de acuerdo a condiciones fijadas por Sánchez sino por el propio Carles Puigdemont.
En el fondo, guste o no, estamos frente a una ley de auto-amnistía. A ello se agregan las “conquistas sociales” conseguidas por Puigdemont para Cataluña, la región más endeudada del país que ahora recibirá un alivio de la deuda del 20%, equivalente a 15.000 millones de euros, una deliberada injusticia para otras regiones que han ahorrado más en el pasado.
La opinión de la mayoría de los constitucionalistas es que la nueva ley no está concebida en conformidad al artículo 2 de la Constitución española, sino más bien en contra de “la indisoluble unidad y de la imprescindible solidaridad entre territorios y personas”.
Tiene razón entonces, el director de El Mundo, Joaquín Mansó, cuando en pocas palabras definió el sentido de esa ley:
“Los acuerdos que servirán para investir a Pedro Sánchez diseñan una reconfiguración unilateral de la organización territorial, la distribución del poder del Estado y los derechos de los ciudadanos –de la idea misma de España– que desborda los consensos constitucionales”.
Lo que la ley no da, la política lo presta
Sabedores los impulsores de la ley en cuestión que el argumento constitucional es débil para defender el proyecto, han insistido sobre sus supuestos efectos prácticos, o sea, han intentado apelar a razones políticas químicamente puras. Así, uno de los defensores más enfáticos de la ley de amnistía, el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero, dijo: «La futura Ley de Amnistía representa como norma «la soberanía popular» y, en el plano político, «una decisión valiente de una democracia generosa». Y agregó: “Todos los países democráticos del mundo la han usado en algún momento de su historia reciente”.
¡Qué fácil es rebatir a Rodríguez Zapatero!
Primero, la mentada amnistía no representa la soberanía popular porque el pueblo no ha sido consultado jamás sobre la ley de amnistía. Más aún, nadie la había exigido. Segundo, en la mayoría de los países democráticos, la amnistía no es una ley sino una potestad, atributo magnánimo concedido legalmente al mandatario para conceder amnistía a determinadas personas, según su discreción.
En los países en los que Rodríguez Zapatero piensa, el sujeto de la amnistía es el presidente. En España, en cambio, es la ciudadanía a través de una ley parlamentariamente discutida. La razón es que en España no existe la amnistía ni como potestad ni como prerrogativa y por lo tanto solo puede existir como ley específica frente a un tema específico.
Por eso, una gran parte de la ciudadanía se ha expresado en las calles, no en contra de la ley de amnistía, sino en contra de una ley cuyo primer objetivo no es la amnistía sino la conformación de una mayoría parlamentaria para investir a una candidatura que el 23-J fue incapaz de obtener la primera mayoría en las urnas.
España, el país de los tres extremos
Quienes siguen la línea Sánchez-Zapatero dentro del PSOE, han argüido sobre los aspectos prácticos de la ley apelando a la idea de “un encuentro con Cataluña”; es decir, a la posibilidad de incorporación legal del independentismo en la nomenclatura política oficial del país.
Con esa intención los defensores de la ley no han hecho sino confirmar una de las tesis del independentismo, a saber, que ellos, los independentistas, representan a toda Cataluña, ignorando así a millones de catalanes que no están de acuerdo con el independentismo, y mucho menos con el que representan Puigdemont, Rufián y los suyos. El PSOE da por sentado que el independentismo catalán es el más radical.
Por lo demás, normalizar políticamente al independentismo no es igual que normalizar a cualquier partido extremista, como Podemos o VOX por ejemplo, los que mal que mal están sometidos al juego institucional. Cabe recordar en este punto que, a diferencia de la mayoría de los países europeos, España es un país de tres extremos dos de los cuales ya están vinculados el gobierno de Sánchez: Uno (Podemos-Sumar) el de extrema izquierda, directamente. El extremo independentista, por su contribución a la existencia del gobierno.
Sánchez, en su discurso del día de la investidura, se esforzó en presentar al nuevo bloque de poder como un muro en contra de la derecha extrema (o sea, la derecha) que está avanzado en todos los países de Europa (y de paso, hasta habló de Milei). Al hacerlo, introdujo un precedente muy grave: que el independentismo (o sea el ultranacionalismo de mininación) está detrás de ese muro, en un frente antiderechista común, junto con Podemos/Sumar y el PSOE.
Pero a diferencia de los otros extremos, no la política que representa, sino la sola existencia de ese independentismo es un desafío a la integridad del Estado nacional. La razón es muy simple, un independentista no puede sino ser un independentista.
El independentismo es una corriente política monotemática. Sin una política en contra del Estado nacional, no puede haber independentismo. Sin independentismo Junts y ERC desaparecen. Y, por supuesto, ningún partido quiere desaparecer.
El próximo hito ya está programado, lo dijo el mismo Rufián: volveremos al referéndum, pero en mejores condiciones legales e institucionales. Parte de esas condiciones ya las tiene. Se las otorgó Sánchez.
Naturalmente, el independentismo como toda corriente política antidemocrática o no, incluidos fascistas o franquistas, tiene derecho a existir en una democracia, pero siempre y cuando se atenga en la práctica a la Constitución y a las leyes de la nación de todos, como no fue el caso de Junts desde 2012 hasta 2017.
Pues una cosa es aceptar la existencia de una tendencia política antinacional en la estructura política de un país, y otra muy distinta es convertirla en forjadora de un gobierno nacional, como ocurrió el 16 de noviembre de 2023.
El daño está hecho. No hay vuelta atrás. La argucia legal se impuso por sobre la constitucionalidad, la politiquería sobre la política, los extremos sobre la centralidad, la perpetuación a todo precio sobre el principio de la alternancia.
Sánchez puede estar contento con su innegable capacidad de maniobra (algunos piensan que es genial) y, como tal, será admirado por su gente. Su gobierno será legal, sin duda, pero ha perdido parte de su legitimidad. La diferencia es sabida: la legalidad es un término jurídico, la legitimidad es un término político. Pronto veremos si Sánchez tendrá la habilidad necesaria para recuperarla, así como la tuvo para perderla.
Los pactos en la vida política son imprescindibles. Pero alguna vez, quizás, la vida demostrará a Sánchez que los pactos, como todas las cosas de este mundo, también tienen límites. Fausto supo muy tarde en la obra de Goethe que Mefistófeles cobra caro.