¡Ojalá la muerte te llegue de España! Esa era la esperanza poética en los confines del imperio español, en los días galanos de su apogeo, allí donde las órdenes y los dictados de la Corte tardaban meses, cuando no años, en llegar a su destino. Trescientos años más tarde, todo el planeta creyó que el apocalipsis llegaba de nuestras costas.
Por: Emilio Sáenz-Francés – Universidad Pontificia Comillas
En efecto, la gripe de 1918 ha pasado a la historia asociada a nuestro país, como un epígono innecesario y macabro de la Leyenda Negra. En el mundo de la información en 280 caracteres, muchos todavía hoy asociarán la denominación de aquella pandemia con la supuesta culpabilidad geográfica de su origen. Lo mismo que hoy algunos líderes pelean para que la COVID-19 pase a la historia como el virus chino.
La historia es sin embargo prosaica. Y bien conocida. Posiblemente aquel virus se originó en Kansas, o en un hospital de campaña británico en Francia. Otros hablan de Asia. La realidad es que, como la Peste Negra, la epidemia siguió un curso ominoso que encontró presa fácil en un mundo que vivía los combates finales de la Primera Guerra Mundial. Y el inicio de la dolorosa posguerra. Todo ello enterraba los años más brillantes de la historia de Europa bajo un manto siniestro. Un sudario casi ecuménico cubrió los cuerpos de los más jóvenes.
Primero a los caídos en los campos de batalla, después a los supervivientes y aparentemente sanos, que fueron la presa preferente de aquella gripe brutal.
Y ahí queda el relato. España, como país neutral, fue la primera en publicar noticias sobre la cruel enfermedad, que acabó llevando su nombre, en aras de la libertad de prensa. Sin embargo, podemos ir un poco más allá, y hablar de lo que ha cambiado y lo que no, entre aquella España de la Restauración de 1917- 1918, y la sociedad opulenta pero confinada de nuestros días. Median nada menos que 102 años. Todo ha cambiado, pero también hay paralelismos inquietantes.
España 1917-1919 paralelismo imposible
Digamos para empezar que la España azotada por la gripe de 1918 se encontraba en una crisis profunda. La guerra mundial actuó como un acelerador de los desajustes del régimen de la Restauración. La historiografía ha sido especialmente cruel con aquella etapa, sin duda imperfecta, pero que –no lo olvidemos– sigue constituyendo el periodo más dilatado de estabilidad constitucional de nuestra historia. Pudo haber sido el cimiento de una España sólidamente democrática. Le faltaban sin duda elementos para ello, pero la apuesta de 1876 era prometedora. Hoy, identificamos la Restauración solo con el Desastre del 98, y con el nefasto recurso al caciquismo. Pero la crisis de aquel sistema se debió sobre todo a la propia implosión de los partidos tradicionales –el liberal y el conservador– consumidos por egos excesivos, y sin duda por la mala fortuna de sus dirigentes. Muchos de los líderes políticos más prometedores de aquella España cayeron víctimas de las balas y explosivos de un anarquismo desatado que fue marca diferencial de la España de la época.
Sea como fuere, la camada de parlamentarios de aquel tiempo hace palidecer la feble oratoria de los diputados de nuestros días. Los llamados dinásticos tampoco fueron capaces de acoger a nuevas fuerzas políticas emergentes en su seno; pero habría que añadir que muchas de esas fuerzas se decantaron finalmente por la ruptura y la confrontación y la revolución ex Rusia lux antes que por la transacción con los partidos dominantes.
Los nacionalismos periféricos comenzaron a ser un problema en aquellos años. Los primeros compases de la Guerra Mundial produjeron en España una borrachera económica: la era de los beneficios extraordinarios. Nuestra neutralidad nos permitió mantener relaciones comerciales con todos los contendientes. Las regiones beneficiadas fueron las más dinámicas económicamente: País Vasco y Cataluña. Los intentos del gobierno de establecer impuestos específicos para que las arcas públicas se nutriesen con la coyuntura provocaron una respuesta furibunda de las élites industriales de ambos territorios, que abrazaron el autonomismo político. Fue el primer gran moderado, que era más el reflejo de las inquietudes de un patriarcado político que de un generalizado deseo de obtener un régimen de administración específico. El éxito electoral de esta apuesta por el autonomismo fue notable. Sin embargo, pronto llegaron también a España las otras consecuencias de la guerra: las incertidumbres y el desasosiego del paro, la inflación y las crisis de suministros. En los compases finales de la contienda, se hacen fuertes versiones desatadas de aquellos regionalismos, cada vez más radicales, y dispuestas a aprovechar la ola de inquietud que se apoderaba de España. El independentismo llegaba para quedarse; y aquí sigue.
La guerra y sus efectos agitaron al somnoliento ejército español. Protagonista indiscutible de la vida política durante nuestro nefasto siglo XIX, uno de los logros de la Restauración fue hacer realidad la máxima canovista de “el ejercito a los cuarteles”. Sin embargo, la marea de incertidumbres, desajustes y contradicciones de las fuerzas armadas –muchas de ellas de largo recorrido, y provocadas por el endémico conflicto colonial en Marruecos– acabaron estallando cuando, al compás de las noticias de los frentes, se hizo especialmente palpable la necesidad de reformar algunos elementos básicos de la vida castrense. Sobre todo, el régimen de ascensos. Las llamadas Juntas de Defensa fueron un desesperado recurso defensivo de una oficialidad atrofiada, que se sentía amenazada. Se trataba de una forma de asociacionismo uniformado, de carácter corporativo, que devolvía definitivamente al Ejército al protagonismo de la vida española y que polarizó definitivamente la actividad de los partidos. Al menos en esto, parece que hemos aprendido. Las Fuerzas Armadas son hoy en día un modelo de eficiencia y compromiso al que –mal que les pese a algunos– podemos mirar con orgullo.
La crisis se hizo carne, y la Restauración comenzó a desquebrajarse. Los arietes: la huelga general revolucionaria de verano de 1917 o la conformación semanas antes, de una Asamblea de Parlamentarios en Barcelona, liderada por Francesc Cambó. Los promotores de la huelga –el PSOE y la UGT ocuparon un lugar destacado– confiaban en contar con el apoyo de los militares junteros en un movimiento abiertamente hostil a la legalidad que replicase el éxito reciente de la revolución rusa. La asamblea, por su parte, buscaba hacerse eco de las ansias autonomistas catalanas, y era ajena a la legitimidad de unas Cortes cerradas por el efímero gabinete del momento, presidido por Eduardo Dato.
Históricamente, se ha señalado a Alfonso XIII como uno de los principales responsables de la crisis del sistema de la Restauración, aún antes del desastre de Annual. No es menos cierto que la paulatina descomposición del régimen parlamentario, a medida que avanzaba la guerra, exigió al monarca ejercer su papel de árbitro de una manera cada vez más abrasiva. Cuando los partidos debían haber buscado puntos de encuentro, y protegido la imparcialidad de la Jefatura del Estado, el Rey se encontró en una situación cada vez más expuesta. No rehuyó de su papel moderador. Fruto de ese empeño, se conformó el gobierno de concentración de García Prieto de noviembre de 1917, en el que estaba presente algo de sensibilidad de la Asamblea de Parlamentarios. Tras el resultado incierto de las elecciones de febrero de 1918, el monarca promovió una dramática reunión en la que amenazó a los principales líderes políticos con abandonar el país, camino de Francia, si no alcanzaban un acuerdo para conformar un gobierno de unidad nacional. Las buenas intenciones de los políticos duraron hasta julio.
Aquel régimen sobrevivía sobre el equilibrio imposible entre la dificultad de mantener una mínima estabilidad en los gabinetes, o la propia cohesión de los principales partidos. Entre la desconfianza ante los que pedían cambios radicales, muy dispuestos a conseguirlos más allá de la ley, y los egoísmos palpables de líderes políticos de talento, que no veían más allá de sus propios intereses a corto plazo. Y por encima de todo ello, un irresponsable bizantinismo intelectual que consideraba que el régimen había muerto y debía ser enterrado sin demora, para edificar sobre la tumba otra cosa. El ansia perpetua tan propia de nuestro país de destruir lo actual a toda costa, sin tener una idea clara de hacia donde se quiere ir. Faltaban pocos ingredientes para abocar a España a la dictadura.
Y como telón de fondo, la mortalidad lacerante de una pandemia que empezó a acaparar atención de los periódicos dos meses más tarde de que Alfonso XIII arrancase el compromiso de los líderes políticos para conformar un gabinete de concentración. En tres oleadas, la epidemia se cobraría la vida de cerca de un cuarto de millón de españoles. La única gran reducción de la población española en el siglo XX, junto con la Guerra Civil. A diferencia de la España de nuestros días, aquel era un tiempo de penurias. Los efectos fueron catastróficos a escala global, las medidas en España para combatir la plaga, humildes. Propias de un país que aun se debatía entre la modernidad y los atavismos del atraso forjado en el siglo XIX. Con todo, las tinieblas y la tristeza cubrieron finalmente a España.
Lecciones ante una crisis humanitaria y un bloqueo político
Ciento dos años más tarde, España está sumida en un bloqueo político que poco tiene que envidiar al de la crisis de 1917. En los últimos cinco años hemos celebrado cuatro elecciones generales. Todas ellas han arrojado como resultado un Parlamento polarizado y difícilmente gobernable. Los egoísmos de los líderes políticos se encuentran en plena inflación, lo mismo que contemplamos atónitos una disminución apabullante del talento medio de los parlamentarios españoles. Es triste decirlo, pero tras cuarenta años de democracia, el panorama del Congreso de los Diputados es desolador.
El debate nada inspirador, el populismo dialéctico, o las sensibleras imitaciones de los grandes discursos del siglo XX, que se tornan en los labios de nuestros dirigentes un puro esperpento valleinclanesco, quiebran, día a día, el prestigio de las instituciones representativas y la identificación de los ciudadanos con ellas.
La crisis generada por la COVID-19 exigiría una solución similar a la que se ensayó sin éxito en España en 1918: un gran gobierno de unidad nacional. Al contrario que entonces, los que promueven derribar el edificio de la Constitución de 1978 se encuentran en las filas del gobierno, y uno llega a temer que se debaten en la disquisición guerracivilista de hacer coincidir, o no, la guerra (en este caso, al virus) y su revolución. Es triste decirlo, pero el ánimo destructivo que inspiró la huelga general revolucionaria de 1917 se sienta hoy en los bancos azules del Congreso: nuestros Jóvenes Bárbaros. Los partidos dinásticos de nuestro tiempo no han sabido responder –carecen incluso de las preguntas– y han sufrido una erosión profunda y repentina. Hoy en día el que no crea un partido nuevo no es nadie en política.
Todo ello mimetiza la asombrosa dispersión del resultado de las elecciones de 1918, y el panorama ingobernable que dibujó. En los últimos años, la mitosis política ha sido acelerada y en la mayoría de los casos regida no por una ambición ideológica sino por aspirar a una mayor cota de poder
Frente al catalanismo idealista de Cambó, que nunca perdió el horizonte de lo español, los nacionalismos de hoy en día buscan sin ambages destruir la nación española. De manera desatada. En Cataluña, la ambición se habría tornado en comedia bufa, de no ser el escenario de un drama que, en el momento de escribirse estas líneas, ha acabado con la vida de más de veinte mil españoles. Y subiendo. Ni lo demoledor de esas cifras ha reducido un ápice la escalada de la apuesta febril del nacionalismo catalán por encontrar lo antes posible un precipicio lo suficientemente profundo por el que arrojar al pueblo al que prometen salvar. Y es que una tragedia nacional no puede ser excusa para dejar de hacer demagogia. ¡Que se lo digan a Bildu y las humillantes pitadas al Ejército en Pamplona!
La crisis de 1917 acabó arrojando a Alfonso XIII a las garras de un pretorianismo que le costaría la Corona. Su bisnieto, Felipe VI, es sin duda el monarca español con más talento de los últimos doscientos años. Su estatura política no ha dejado de crecer desde su proclamación. La Jefatura del Estado es hoy uno de los baluartes que dan esperanza a los que consideran que la continuidad de la España de 1978 es un bien político. Pero existe el peligro real de que el pasado de la monarquía –su historia más reciente– pueda zaherir el prestigio de la institución más allá de reparación posible. Y son muchos los comprometidos en la tarea de que Felipe VI fracase. En la mayoría de los casos, como en 1918, les anima ese deseo de declarar caducado un modelo político, sin un proyecto claro de lo que se quiere construir. Que el régimen configurado en la Transición está agotado es un mantra vacío que se repite hasta la náusea, y que bebe de ese continuo preguntarse por el ser de España. Incluso cuando esta parece bien perfilada en todas sus contradicciones ante nuestros ojos. Ya lo dijo Tolkien, «el que rompe algo para saber lo que es, ha abandonado el camino de la sabiduría».
La España de nuestros días es muy diferente a la de 1917, pero en ambas se observa la misma pulsión autodestructiva. La Restauración fracasó porque los de entonces, los García Prieto, Dato, Maura, Romanones, con todas sus virtudes y su talento, acabaron siendo prisioneros de sus egos excesivos, incapaces de ver el fantasma que se cernía frente a ellos. De ver más allá de sus narices. Fuera de aquel sistema imperfecto se agolpaban los que querían acelerar su fracaso, aunque el precio a pagar fuese demasiado alto. Donde entonces había egoísmos, hoy cabe hablar de un desatado nihilismo. Ese que convierte la autocrítica en el enemigo a batir; el que sitúa el drama de la pérdida de vidas un escalón por debajo de la estrategia política. Además, al contrario que en las dos primeras décadas del siglo XX, afrontamos los desafíos del siglo XXI con un liderazgo bisoño, en el que parece que la edad ha dejado de aportar el mérito de la experiencia. Una ecuación poco prometedora.
Anudados por dos crisis sanitarias, resulta evidente que las dos Españas de las que hablamos tienen quizás poco que ver, pero la encrucijada es muy similar. La historia de España a partir de 1920 fue una tragedia, que culminó de la manera más cruel en la Guerra Civil. Lo que exijamos como sociedad a nuestros líderes, y lo que estos se propongan para dar salida a esta crisis, configurará la España de las décadas por venir.
La altura del desafío es precisamente esa: estamos en la gran encrucijada de nuestro tiempo. Y ahora mismo, las señales –asusta ponerlo por escrito– son singularmente ominosas. Pero hay algo que no debemos olvidar: en la edad de la información, y en el seno de una democracia consolidada, lo que suceda con España es y será enteramente nuestra entera responsabilidad. Ya lo dijo Churchill, el precio de la grandeza es precisamente ese: la responsabilidad.
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