Por Jorge Galindo-Cambio16
28/03/2017
El 23 de mayo de 2011, sólo una semana después de que naciese el 15M (para morir pronto, pero entonces no lo sabíamos), España amaneció azul. Tras las elecciones autonómicas el PP acumuló la mayor cantidad de poder contenida en un único partido en la historia reciente. Si se me permite la hipérbole literaria, esa mañana una parte de aquella relativa mayoría por el cambio comprendió que, en un país donde toda la política pasa por los partidos, la única forma de lograrlo era precisamente a través de las urnas.
Ya de eso han pasado año, y con la lección bien aprendida, España amanece cada mañana más multicolor. El cambio está en 14 de las 17 autonomías en forma de voto desigualmente repartido entre dos nuevas formaciones, Podemos y Ciudadanos, de manera que en ningún rincón es posible mandar sin pactar.
Es cierto que PP y PSOE encabezan todos los Ejecutivos salvo Navarra, que cuenta con el único gobierno de izquierda no socialdemócrata, pero el poder de veto de la nueva política es importante: pueden tirar y levantar gobiernos. En la mayoría de lugares han decidido quedarse fuera de los mismos y apoyar investiduras con abstenciones precisamente para mantener dicho poder.
Hay notables excepciones, pero se dan sólo o sobre todo allá donde una quinta fuerza con un pasado habituado a las coaliciones es clave para formar gobiernos de centro-izquierda, léase Compromís en la Comunitat Valenciana, el PRC en Cantabria, CC en Canarias o, posiblemente, MÉS en Baleares. Se trata de formaciones cuya especialización, por así decirlo, es precisamente entrar en gobiernos. Es lo que sus votantes esperan de ellos, al fin y al cabo.
Además, no tienen ningún tipo de coste asociado en otras regiones por entrar a formar parte de Ejecutivos, sencillamente porque no se presentan más que en su comunidad.
Pero la realidad es que la mayoría de nuevos gobiernos serán en minoría. Los gobiernos en minoría son los menos estables de todos, según nos muestra la literatura politológica: al ser más vulnerables a desacuerdos puntuales o a retos inesperados, los gobiernos en minoría duran dos años y medio de media, frente a los más de tres que muestran las coaliciones.
Pero no todo es igual para todos, valga la redundancia. En el proceso de formación de gobiernos, la “nueva política” se enfrenta a dilemas similares a los de la “vieja” en términos de táctica y estrategia de pactos, si bien tiene ciertos problemas particulares que, digámoslo así, se ha buscado ella solita.
Podemos, por un lado, lleva rato viviendo de hinchar unas altísimas expectativas de cambio para encontrarse ahora con que debe pactar con el PSOE. En la disquisición entre entrar en tratos con lo que ellos vienen considerando como el establishment y dejar que la derecha gobierne, parece que han escogido lo segundo. Pero no saldrá gratis. Precisamente porque aunque se hayan quedado fuera del reparto de consejerías se espera de ellos que impulsen el cambio a cualquier precio, incluso al de la estabilidad y al de tener capacidad para influir sobre políticas específicas ejerciendo su poder de voto dentro de los parlamentos autonómicos.
¿Qué es Podemos exactamente? ¿Una herramienta de cambio global y de “toma por asalto” de las instituciones o una nueva formación ubicada en la izquierda del espectro político que puede condicionar e impulsar ciertas medidas? En esa indeterminación se mueve esa formación desde hace tiempo.
Para Ciudadanos el problema es ligeramente distinto. Uno de sus eslóganes preferidos es tan definitorio de sus intenciones como de la contradicción intrínseca que contienen: “El cambio tranquilo”. En la práctica, cuando el porcentaje de votos obtenido no llega a lo esperado y la capacidad del partido se ciñe en la mayoría de casos a apoyar o no a quien ya estaba en el poder, u observamos cambio, o nos quedamos con la tranquilidad.
Ciudadanos no puede tomar una postura de “no a todo” y forzar repetición de elecciones porque se le presupone responsabilidad e interés por la estabilidad. Pero tampoco pueden meterse en la cama con partidos manchados por la corrupción como el PP madrileño o el PSOE andaluz sin que esto suponga un problema para muchos de sus votantes. Sin embargo, optaron por esto último, si bien lo han hecho, de nuevo, sólo con su abstención en los procesos de investidura.
A cambio, han escenificado duras negociaciones basadas en largas listas de condiciones. Además, se han preocupado de mantener acuerdos con formaciones de ambos lados del espectro ideológico. Así, conservan en cierta medida su imagen de bisagra responsable.
Sin embargo, también corren el riesgo de ser rechazados por votantes potenciales de uno y otro lado del espectro ideológico. En definitiva, el mapa político autonómico se nos queda tan colorido como inestable. Pero nadie debe inferir que la variedad trae siempre la inestabilidad.
Subrayaré de nuevo que los gobiernos en coalición son mucho más estables que las minorías apoyadas desde fuera, y casi tanto como las mayorías absolutas. Si no vemos más de los primeros es sencillamente porque los partidos han considerado que es más importante maximizar los resultados en las generales que garantizar la estabilidad a corto y medio plazo.
No es un problema de falta de “cultura de pactos”, de cerrazón de los viejos o de indecisión de los nuevos, sino algo mucho más banal, más prosaico: son los incentivos y la estrategia. Como siempre.