Un milagro pareció ser Gorbachov. Un milagro, a su vez, parece ser todo lo que no encuentra explicación inmediata y se de donde menos se piensa. Que el imperio socialista soviético llegara a su fin era algo que soñaban muchos disidentes. Pero que la ruptura decisiva proviniera de la cima del aparato de poder más burocrático de la historia mundial, no se lo imaginaba ni el más optimista. Sin embargo, así ocurrió.
Los milagros son fenómenos sin explicación y desde esa perspectiva Gorbachov no es un milagro. Es parte de un proceso bastante racional. Gorbachov no era una persona aislada. Era un dirigente típico de partido y, en gran medida, un ciudadano soviético normal. De su historia personal sabemos que su abuelo, un kulak a quien parece haber admirado bastante, fue expropiado y perseguido por Stalin. Pasó nueve años en el siniestro Gulag. Igualmente, el abuelo de su querida Raisa fue asesinado durante el régimen de Stalin. Su padre murió en la guerra. Gorbachov no tenía razones familiares para adorar a Stalin. Sin embargo, como ocurrió con tantos rusos, lo adoraba. Incluso, en los tiempos en que era un brillante joven comunista trataba de emularlo hasta en el tono georgiano y la forma de hablar.
Esa dualidad de acción y pensamiento era, precisamente, una de las características del «homo soviéticus», como observó G. Sheehy, uno de sus buenos biógrafos. Por un lado, lleva en su inconsciente las heridas de los asesinatos a los seres amados, la represión sistemática, la degradación de la moral personal en función de la razón de Estado, la cual incluye delatar a los propios amigos. Por otro, sabe que para sobrevivir, hay que adaptarse a reglas del juego que imponen los detentores del poder.
Si es miembro del Partido, debe combinar técnicas de sobrevivencia con capacidad para conseguir protectores que le ayuden a escalar posiciones, tanto burocráticas como profesionales. De la misma manera, sabe que repentinamente pueden originarse cambios en la cúspide y debe estar preparado para readaptarse a las nuevas circunstancias.
La sociedad soviética y el Partido Comunista eran verdaderas escuelas en la formación de «camaleones sociales», lo que en en la profesión política puede, bajo ciertas condiciones, ser una virtud. De la misma manera, quien quería llegar lejos en la vida debía desarrollar una suerte de «disonancia cognitiva», que significa algo así como realizar algo con la mayor naturalidad pensando exactamente lo contrario.
Vivir en la contradicción puede ser insoportable para un miembro de una sociedad democrática. En la URSS, no sólo era normal, sino una condición de sobrevivencia y progreso personal. Y, precisamente, esas características aparentemente negativas, Gorbachov supo convertirlas en cualidades.
Quien había pasado por la escuela del estalinismo y ganado el apoyo de protectores tan poderosos como Mijaíl Suslov (una especie de Richelieu rojo) o Andropov (durante largo tiempo jefe de la KGB) y que, además, reunía condiciones personales muy valoradas por el régimen como una disciplina que rayaba en el ascetismo, capacidad fanática de trabajo, inteligencia, una cultura más que sobresaliente para su medio, y sobre todo, un irresistible «charme» -que lo llevó a cautivar (políticamente, por supuesto) nada menos que a la «dama de hierro» inglesa y a que Reagan le tomara casi tanto cariño como a Micky Mouse- estaba llamado a entrar al umbral de «los elegidos».
Si hubiera que buscar una fórmula clave para designar el sentido las reformas propuestas originariamente, era informática+ democratización. O, en la terminología de Gorbachov, Perestroika+ Glasnost. Esa fórmula buscaba expresarla Gorbachov en otra, aún mucho más llamativa: La Segunda Revolución, precisamente el subtítulo de su libro escrito en 1987: Perestroika.
La primera revolución era naturalmente la de octubre de 1917. La de Gorbachov, y una fracción bastante numerosa del PCUS, buscaba establecer continuidad con la primera, y cumplir el sueño leninista-estalinista-Kruscheviano de desarrollar las fuerzas productivas y transformar a la Unión Soviética en una potencia moderna. En ese sentido la fracción gorbachiana no se apartaba un ápice de la ideología modernizadora de sus principales precedesores.
No olvidemos que para Lenin el socialismo era electrificación+Soviets. Para Stalin Gulag+ industria pesada. Para Kruschev era conquista del espacio+ bomba atómica. En esa carrera loca para emular al enemigo, el «capitalismo imperialista», solo la era Breschnev echaba a perder el juego. En sus primeros momentos, su política no estaba dirigida tanto a desarrollar las fuerzas productivas, sino a la mantención precaria del orden establecido. Y entonces los cañones ideológicos de Gorbachov no estaban dirigidos contra el estalinismo, sino contra el período Breschnev, bautizado como la estagnación. En cierto modo, eso implicaba una justificación ideológica indirecta del estalinismo.
En efecto, la ideología del bolchevismo presente en los años ochenta podía tolerar los crímenes de Stalin y de Lenin, pero no la falta de «crecimiento económico». Por esa razón, la constatación del principal asesor económico de Gorbachov, Abel Aganbegjan, relativa a que el útimo plan quinquenal (1981-1985) arrojaba un saldo de cero solo podía constituir un escándalo político en la «Nomenklatura». El desarrollo de las fuerzas productivas era, entre otros puntos, parte de la racionalidad interna del marxismo soviético. «La guerra económica» debía de ser tanto o más decisiva que la política o la militar frente al «mundo capitalista».
En 1982, Andropov, esa extraña simbiósis de policía e intelectual, había hecho preparar un informe en el que participaron los más connotados especialistas soviéticos. El resultado, para la ideología comunista, no pudo ser más desalentador (Spiegel Spezial 1991:92). Sobre esa situación se ha escrito bastante y lo concreto se resume en que la URSS se encontraba al borde del colapso financiero y, lo que era peor, en los niveles de producción, y en el tecnológico, muy atrasada respecto «al capitalismo».
Cuando el 10 de marzo de 1985 falleció el último representante de la gerontocracia bolchevique, Konstantín Chernenko, el relativamente joven Gorbachov traía como principal misión sacar la URSS de la estagnación y reencauzarla por las sendas del progreso en dirección del socialismo. Debía encargarse de restaurar el orden histórico, para lo cual era necesario una segunda revolución. La primera revolución, la antizarista, había sido nacional, democrática, y sobre todo, popular. Desgraciadamente, esto último no se puede decir de la que quería encabezar Gorbachov.
Gorbachov no alcanzó el poder montado en ninguna ola revolucionaria ni nunca hubo alguna manifestación popular importante en contra de Breschnev. Gorbachov era, en el mejor de los casos, el representante de una revolución interpartidaria. Por eso la lectura que él y su fracción hicieron de la realidad no podía ser la misma que hacía el pueblo.
Digámoslo. El pueblo soviético no estaba interesado mayormente en el desarrollo de las fuerzas productivas, ni en que la Unión Soviética se convirtiera en potencia mundial, ni en derrotar al imperialismo ni en ninguna de las cosas en las que estaba interesado su «glorioso Partido Comunista». Más aún, parece que nunca antes -en su triste historia del último siglo- lo pasó mejor que durante Breschnew.
Por cierto, subsistían los sistemas leninistas-estalinianos de vigilancia, las relaciones de desconfianza, las tristemente famosas clínicas psiquiátricas y las persecuciones a disidentes. Nadie podía leer lo que quería ni manifestar libremente sus opiniones. Pero comparado con el pasado, la generación de Breschnev vivía una especie de estalinismo con rostro humano. No había gran escasez, por lo menos lo suficiente para comer y sobre todo para beber, y lo que no se conseguía en tiendas, se adquiría a buen precio en el mercado negro, como viene ocurriendo desde la antigüedad hasta nuestros días en todas partes.
Se trabajaba lo suficiente, pero no demasiado. Sin mística patriótica ni comunista, sino simplemente para tener lo suficiente para alimentar a la familia, salir en las escasas tardes de verano a comer esos deliciosos helados rusos, y emborrachare el fin de semana como ocurre con los trabajadores de casi todo el mundo. Y la URSS era fundamentalmente un país de trabajadores (y de burócratas). En cualquier caso, no era un país revolucionario, ni politizado, y eso es lo más normal que le puede suceder a cualquier país.
Por supuesto, había que pagar ciertos precios. Asistir por lo menos irregularmente a las reuniones de partido o del sindicato (era lo mismo), desfilar marcialmente el Primero de Mayo, inscribir a los hijos en los «pioneros», y trabajar un par de días voluntarios al año por Cuba, Vietnam, Chile, o cualquier otro país caído en desgracia. Pero eso no era nada comparado con el Gulag y las guerras que habían tenido que sobrellevar en el pasado. Quizás fue esa la razón por la cual el pueblo soviético se asustó tanto cuando Gorbachov pretendió movilizarlo en función de una nueva revolución. En nombre de la revolución había sufrido demasiado y no quería ninguna más. Los pueblos tienen derecho a descansar.
Gorbachov no pertenecía al pueblo. Era un hombre de Partido, del aparato, y por tanto le interesaba más el futuro que el presente. Sobre todo si se tiene en cuenta que el Partido Comunista vivía de ficciones históricas. La fracción modernizante, desde los tiempos de Andropov, estaba evidentemente escandalizada de lo que ocurría entre los seres mortales. Eran herederos de una tradición revolucionaria inaugurada por los bolcheviques que era puritana. De otra manera no se explica que Gorbachov iniciara su proyecto democrático con una campaña en contra del alcoholismo. Puritano, como Lenin y Stalin, como Kruschev y Andropow, como Robespierre, pero no como Dantón. No podía tolerar que el país se escapara del orden histórico asignado desde el Olimpo.
El leninista puritano que era Gorbachov en 1987 escribía, por ejemplo, que el pueblo (o su Partido) «ven con conmoción y disgusto que los sagrados valores de la revolución de octubre sean tratados a puntapiés». Y como un profesor de escuela frente a una desordenada clase se indignaba por «la erosión de la moral pública, del digno sentimiento de solidaridad de los primeros años de la revolución, de los primeros planes quinquenales, de la de la gran Guerra Patria, y de la reconstrucción de posguerra, que han perdido su significado». Y agregaba todavía más irritado: «En cambio, aumentan el alcoholismo, la drogadicción y la criminalidad. Se fortalece la penetración de los estereotipos de la cultura de masas, que a nosotros nos son extraños y que conllevan un gusto primitivo y el empobrecimiento ideológico».
Gorbachov, siguiendo la línea de Andropov, llegaba al poder en la doble condición de modernizador y restaurador. Se encargaría de restaurar el orden de la historia en contra del caos breschneviano. Democracia sí, pero de acuerdo con las normas socialistas y, como se deja ver en las líneas citadas, hasta reivindicando a Stalin. Como los grandes revolucionarios, el desrevolucionario Gorbachov no podía entender que el pueblo soviético no quisiese vivir en el curso de la historia, sino en de la vida real y cotidiana. Nada heroica, pero a veces más hermosa.
La historia de Rusia, desde Pedro el Grande hasta Yelzin, pasando naturalmente por Stalin, ha sido la de modernizar el país «desde arriba». En algunos terrenos, como en el tecnológico-militar, había sido alcanzado ese objetivo. Pero el objetivo máximo -alcanzar y superar al «capitalismo»- estaba lejos de materializarse durante la época Breschnew.
Kruschev había prometido nada menos que la sociedad comunista para 1980. Durante Breschnev nadie quería acordarse de eso. En el terreno militar, por ejemplo, ya habían perdido la guerra. En el de la producción, habían quedado más que rezagados. Ni hablar del cultural, pues la Coca Cola y el Rock and Roll se habían apoderado de la sociedad soviética, como constataba el escandalizado Gorbachov. Por si fuera poco, la violación permanente de la realidad en función de un objetivo metahistórico (la revolución industrial en un sólo país) había degradado las fuentes del proceso económico: la naturaleza y el ser humano.
El drama de la URSS era tener que alcanzar siempre «al enemigo». La lógica militar, en función de ese objetivo, había sido trasladada durante la Guerra Fría a la producción. No por casualidad la terminología económica estaba plagada de jerga militar. Cada año, los jerarcas llenaban de medallas los pechos enflaquecidos de «los héroes del trabajo». En pocos países del mundo «la ideología del crecimiento» ha sido impuesta con mayor fanatismo que en la URSS.
El problema es que de tanto perseguir al enemigo, la economía, en su conjunto, se había estructurado como «una economía de alcance». La producción no «crecía» de acuerdo a las necesidades internas, sino que de los avances del enemigo. En otras palabras: para alcanzar al enemigo, necesitaba del enemigo. El enemigo era el principal factor de crecimiento. Pero, para que esa economía funcionara, el enemigo no debía ser nunca alcanzado, pues de otra manera dejaba de ser una economía de alcance.
El drama de Sísifo estaba presente en la economía soviética en toda su magnitud. En tiempos de Gorbachov era evidente. Después de Stalin, la URSS había realizado la segunda revolución industrial hasta sus últimas consecuencias. Y precisamente cuando se disponía, durante Breschnev, a disfrutarla,el enemigo había realizado la tercera.
De un modo general, se puede decir que el proyecto originario de Gorbachov era crear marcos políticos institucionales para modernizar el país en función de los objetivos determinados por la tercera revolución industrial. En los propios términos marxistas, la URSS vivía un momento en que las fuerzas productivas habían entrado en contradicción con las relaciones sociales de producción. Era el diagnóstico de Andropov que la fracción gorbachiana hizo suyo. De ahí la importancia que tenía, a juicio de Gorbachov, la democratización, a la que concebía como una condición para el desarrollo y la modernización económica. «Perestroika» -escribía- «es sólo posible sobre fundamentos democráticos».
De acuerdo con la lectura de la realidad hecha hasta 1987, Gorbachov se encontraba en perfecta sintonía con el orden histórico que regía en la URSS. Stalin había realizado, sobre las bases de una acumulación originaria de capitales, la revolución industrial, que estagnó durante Breschnev. La revolución modernizadora debería iniciarse bajo su reinado.
Como las condiciones no estaban dadas para una reestalinización del poder, que además habría sido imposible. No sólo porque la introducción de tecnología basada en la informática es relativamente incompatible con sistemas políticos cerrados (Mandel 1989:34), sino además porque era contraproducente para la distensión internacional, que era fundamental en la provisión tecnológica que requería la URSS, no quedaba más alternativa que «activar al factor humano», como continuamente repetía Gorbachov en su libro acerca de la Perestroika.
De ahí que invirtiendo la lógica economicista de sus predecesores teóricos, la democracia aparecía ahora no como el resultado del desarrollo, sino que como su condición. Perestroika quería ser, a la vez, la segunda revolución política (la primera era la de Lenin) y la segunda revolución industrial (la primera era la de Stalin). Al final no fue ninguna de las dos, sino la primera desrevolución del mundo.
El aporte verdaderamente revolucionario de Perestroika residía, sin embargo, en sus proyecciones internacionales. No sin razón Gorbachov era mucho más aplaudido en el extranjero -era visto como una suerte de milagroso mensajero de la paz- que en su país. En la URSS nunca fue realmente amado.
Que se hubiera desatado una verdadera «gorbimanía» en Alemania, donde sus habitantes no son precisamente muy tropicales, muestra como Gorbachov estableció una suerte de alianza entre un amplio movimiento pacifista que desde tiempo atrás venía erosionando las estructuras belicistas de sus países, y su procyecto distensionador.
En el extranjero, efectivamente, Gorbachov era otra persona. Franco, abierto, simpático, se adaptaba a las normas de la política internacional con la misma facilidad con que en su juventud se adaptaba a estalinismo. Las principales revisiones teóricas de la Perestroika se encontraban precisamente en el terreno de la política internacional, y de eso tomaron nota rápidamente los expertos europeos y norteamericanos.
A primera vista, la propuesta internacional de Gorbachov parecía ser una confirmación retórica de la política de «coexistencia pacífica» iniciada por Kruschev. Sin embargo, habían tres innovaciones altamente interesantes. La primera era que dejaba de considerar como fundamental la contradicción entre el mundo capitalista y el socialista que venía rigiendo hasta Breschnev, poniendo en su lugar a la que se daba entre la guerra y la paz.
Esa contradicción -una sorpresa en el discurso marxista-soviético- se encontraba más allá de las propias contradicciones de clase, o como formulaba en su Perestroika «por primera vez se ha constituida un interés común a toda la humanidad, que no es especulativo sino real: «La salvación de la humanidad frente a la catástrofe» .
La segunda innovación era que «la relación de causa y efecto entre guerra y revolución no existía más». La imagen del socialismo emergiendo de las cenizas como el Ave Fénix no podía seguir siendo válida ,pues después de las cenizas atómicas no hay Ave Fénix posible. El socialismo no podía ser fundado sobre las bases del apocalipsis.
La tercera innovación era quizás la más radical. Gorbachov renunciaba explícitamente a expandir el imperio hacia el llamado Tercer Mundo,, con lo que desaparecía una de las principales fuentes de conflictos entre EE UU y la URSS. Ambos Estados, complementados entre sí, habían externalizado esos conflictos hacia los países pobres e instalado en muchos de ellos dictaduras estalinistas o facistoides a fin de asegurar sus «zonas de influencia» (en el lenguaje de la Guerra Fría).
En ese sentido, Gorbachov era brutalmente franco: «Nosotros sabemos como de importantes para la economía americana y europea son el Cercano Oriente, Asia, Latinoamérica y otras regiones del Tercer Mundo, como también Sudáfrica, en lo que respecta a fuentes de materias primas. Romper esos vínculos es lo último que nosotros deseamos». Por supuesto, la nueva política de la URSS hacia el «Tercer Mundo» no sería recibida con alegría por Husein, Gadafi y Castro.
Sabiendo Gorbachov que la política de las armas ya no tenía sentido, recurrió a las armas de la política. Y no se puede negar que en ese terreno era mejor guerrero que casi todos sus colegas occidentales. Gorbachov ha sido incluso uno de los pocos gobernantes que ha logrado convertir una derrota militar en un triunfo político, como fue su retirada de Afganistán. Sin haber leído a Maquiavelo y a Gramsci, sabía que los principios de la hegemonía política son más importantes que los de la dominación. Técnica y militarmente la URSS no tenía medios para ejercer una política de dominación. No le quedaba más que jugar la carta política.
Y en ese juego Gorbachov demostró poseer dotes que rayaban en la genialidad. Durante un largo tiempo fue la figura hegemónica de la política mundial, desarmando por completo la lógica de Reagan quien se preparaba para la «guerra de las galaxias». Fue, en buenas cuentas, un líder político occidental. Donde iba era aclamado, aún más que el papa. Pero en su casa, no.
Nota del autor: Este artículo es una reelaboración de un fragmento de mi libro El orden del caos, historia del fin del comunismo, Buenos Aires, 2006