Montserrat Huguet, Universidad Carlos III
La ciudad que hoy conocemos como Washington DC poco tiene que ver con el Washington City del siglo XIX. Unos pocos hitos urbanísticos y arquitectónicos se mantienen desde entonces: el Mall, la Casa Blanca o Capitol Hill, en un plano en uve entre las riberas del Potomac. Desde luego, no es una ciudad embarrada y recorrida por cuerdas de esclavos.
Proyecto inconcluso
La ciudad de Washington surgió de la concurrencia entre el proyecto urbanístico del arquitecto L‘Enfant (1790) y el pragmatismo cotidiano para solventar los problemas de construcción. Los planos originales aportaban ideas: amplias avenidas como expresión de la democracia, accesibilidad sin restricción de clase a los edificios de la soberanía popular, y monumentos que expresaban el triunfo de la república virtuosa.
Pero no se habían considerado los imponderables: que el terreno se inundaba con las mareas o que, a la hora de avanzar en las obras, tendían a primar los intereses espurios de políticos y comerciantes. La ciudad de las imponentes avenidas, en el recién creado Distrito de Columbia, se levantaba para albergar la administración federal y ofrecer al mundo la imagen de la República, pero a finales del siglo XIX seguía inconclusa. Las arcas municipales siempre estaban vacías y las obras se frustraban por razones impredecibles.
A pesar de ello en el día a día el tejido de la urbe iba tomando cuerpo. La sociedad capitalina reclamaba soluciones eficaces en materia de alojamientos, de transportes e de infraestructuras. Y el primer alcalde, Robert Brent con los arquitectos Latrobe o Hoban, autores de las arquitecturas relevantes de la ciudad, impulsaban un proyecto complejo, al que además cada Presidente quería aportar matices. En los archivos urbanos y crónicas se constata la excepcional actividad de las autoridades ante el reto de una urbe erigida ex nihilo.
Barro y trifulcas
A la altura del segundo tercio del siglo XIX la imagen de Washington City era chocante, a juicio de los viajeros: las vías excesivas sin acabar, los edificios públicos inconclusos, los hospedajes pobretones e inadecuados a la dignidad de políticos y viajeros. Los ciudadanos estaban mal instalados pese a que había solares vacíos junto a zonas abigarradas y los saneamientos urbanos eran deficientes todavía bajo el mandato de Lincoln.
Con el deshielo y el calor, la capital de los Estados Unidos se convertía en un barrizal insalubre. Los diplomáticos detestaban ser destinados a Washington City incluso si la municipalidad les regalaba suelo para abrir legaciones. En las principales calles, reyertas y trifulcas daban fe de la enorme tensión social.
Una ciudad de hombres… aburridos
La sociedad de Washington fue en origen masculina. Las mujeres se resistían a acompañar a sus maridos hasta la capital. Debido a las pobres comunicaciones y la dureza del viaje en invierno, al principio, durante la temporada legislativa, los congresistas –también los militares– residían en la ciudad sin sus familias. Asistían a sus obligaciones en Capitol Hill y veían cómo hacer fortuna personal.
Pero se aburrían. De modo que frecuentaban las casas de esparcimiento. La prostitución fue una industria muy beneficiosa, alcanzando altas cotas en los años cincuenta. Los burdeles movían dinero, directa e indirectamente, en los negocios asociados: hoteles, juego, comercios de ropa y complementos, lavanderías, artículos de lujo, tabaco, fotos pornográficas… Hooker’s Division en Murder’s Bay fue una zona con notable actividad prostibularia.
Ciudad provinciana en muchos aspectos, Washington no era timorata. El estilo en los hábitos cotidianos entre hombres y mujeres resultaba indecoroso a ojos de los visitantes europeos como la escritora inglesa Frances Trollope.
El geógrafo Alejandro von Humboldt o el héroe Lafayette encontraron en cambio muy interesante la sociedad washingtoniana.
Códigos de negros
Los afrodescendientes actuales reivindican que la ciudad de Washington fue construida por sus ancestros esclavos, lo que es cierto, aunque parcialmente. A lo largo de los primeros años, para abrir avenidas, cavar canales y elevar edificios se contó además con población negra libre y, sobre todo, con miles de europeos, la mayoría de procedencia irlandesa, tan menesterosos que necesitaban la asistencia municipal para subsistir.
En torno a 1800, la esclavitud era un negocio que daba buenos réditos en una ciudad en la que flojeaban las empresas. George Washington y Thomas Jefferson, primer y tercer presidentes, poseían plantaciones prósperas gracias al trabajo esclavo. John Adams, que gobernó entre ambos, fue la excepción. Abolicionista convencido, no aceptaba la presencia de esclavos en la casa presidencial.
Pese al constante debate en torno a la esclavitud, en la capital muchos de los representantes estatales tenían a su servicio esclavos doméstico y no veían objeciones a una “industria” lucrativa que tenía en Washington City el principal mercado de esclavos con destino a las plantaciones del sur.
Negros libres y esclavos se mezclaban en tareas artesanas, comerciales y domésticas. En la práctica era difícil distinguir la condición legal de un hombre negro. Los libres, que estaban obligados a portar una cédula que acreditaba su condición, no gozaban de facto de toda su libertad. Como la de los esclavos, su vida se regía por los llamados Códigos de Negros, compendios pormenorizados sobre la interacción social de las personas negras, entre sí y con los blancos.
El abolicionismo acabaría ganando el favor público en Washington City, en parte gracias al debate fomentado por la Negro Press, como The Liberator, de William Lloyd Garrison.
En los años cincuenta del siglo XIX, en el distrito de Columbia, la economía se transformaba y los esclavos ya no representaban un recurso tan beneficioso.
Estilo digno
La gente de esta ciudad, en la avanzadilla de lo que luego sería el Sur, resultaba encantadora. Como sociedad que se esfuerza por mostrar lo mejor de sí, las crónicas muestran un Washington City que abunda en eventos sociales y soirées.
Desde la Presidencia, Jefferson, para distinguirse del elitismo y la rigidez de las cortes europeas, perfiló un estilo relajado, aunque digno, que proporcionó a la ciudad fama de hospitalaria. A su mesa, la figura de Margaret Bayard Smith, cronista local y autora de un texto clave para la historia social de la ciudad en sus inicios: The First Forty Years of Washington Society, publicada en 1906.
Bayard fue representativa de las mujeres que lideraron la articulación social de la capital, con figuras como las esposas de los presidentes, a quienes no se llamaba aún primeras damas. Para los estadounidenses, Abigail Adams o Dolley Madison, la “Reina Dolly”, no necesitan presentación.
Afán por la educación y la prensa
Algunos aspectos del tejido de la ciudad desde sus orígenes se han mantenido dando continuidad al proyecto. Desde su fundación, los periódicos fueron clave para la ciudad de Washington y en general la cultura republicana. Imprescindible el Intelligencer, empresa privada pero herramienta gubernamental, ejemplo de la partisan press (prensa partidista).
También fue especialmente relevante el capítulo de las instituciones educativas colleges y escuelas superiores de enfermería y medicina.
El afán por educar a la gente, y no solo las élites, fue constante en los procesos de configuración de la sociedad de Washington City. A comienzos del siglo XIX, y pese a lo efímero de muchas iniciativas religiosas y laicas, a falta aún de una mentalidad colectiva propicia, se abrían en Washington locales populares de préstamo de libros y escuelas. También para las niñas, y para los escolares negros, libres o esclavos.
Tras varias décadas de elogiables, pero frustrantes desarrollos urbanísticos –dependían de los fondos del Congreso– la ciudad de Washington había adquirido fama de lugar que conviene visitar, aunque no para instalarse. Las ventajas derivadas de la capitalidad federal quedan mermadas por una cotidianidad desesperante. Hasta bien entrado el siglo XX la capital de los Estados Unidos carecería del atractivo de ciudades históricas cercanas, como Boston y Filadelfia, o el dinamismo de Nueva York.
Montserrat Huguet, profesora Historia Contemporánea (Catedrática acreditada) Historia Internacional, Historia Actual, Estudios Culturales, Universidad Carlos III
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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