Los modelos de país que, tradicionalmente, nos ofrecían los políticos se caracterizaban como de izquierda o derecha, y esas eran las opciones que teníamos para votar. En lo fundamental, la visión de la izquierda suponía una mayor intervención del Estado en la vida de los ciudadanos, mientras que la derecha prefería un Estado que hiciera tan poco como fuera posible, dejando el resto a las fuerzas del mercado.
Lo primero garantiza a las personas un mínimo de seguridad en la satisfacción de necesidades básicas, como educación, salud, condiciones de trabajo, y un poco más; por contraste, la derecha ofrece la garantía de libertad económica, para que cada cual pueda crecer y prosperar según su propio esfuerzo, y en la medida de sus posibilidades.
Por el camino, las cosas se fueron complicando, haciendo que la explicación sea menos sencilla, como consecuencia de la incorporación de otros elementos, que tienen que ver con valores que, según cada uno de esos modelos, la sociedad asumía como propios, y que hacen que una sociedad sea más o menos tolerante, o que muestre más o menos empatía por sus semejantes. Nuestra posición en torno al pluralismo político, la solidaridad, la libertad individual, la familia, la procreación, el derecho a decidir a quién querer, el derecho a una muerte digna, el laicismo, la protección del medio ambiente, y otros temas, es lo que nos identifica con uno u otro extremo del espectro político.
No faltaban –ni faltan– las contradicciones en estos modelos. Unos, con el pretexto de dar nacimiento al “hombre libre” –supuestamente libre de la miseria–, dieron origen a un Estado Leviatán, que lo puede y lo vigila todo, que nos dice lo que podemos leer y lo que nos está permitido pensar, pero que es incapaz de administrar la empresa más sencilla sin llevarla a la quiebra.
Ese modelo –del “socialismo del siglo XXI”– ha conducido a la miseria y a la esclavitud de sus pueblos. Los que querían un Estado interventor, se encontraron con que el Estado no sabe crear empleos productivos, y descubrieron que el catecismo político es tan perverso y alienante como el catecismo religioso.
Además, se encontraron con que las dádivas del Estado, en formas de bolsas de comida, de bonos de “la revolución”, o de las “misiones” chavistas, no sólo no saciaban el hambre, sino que les hacían esclavos de gobernantes todopoderosos, convertidos en los amos del siglo XXI, dueños de la vida y de la muerte.
Por otra parte, los que querían un Estado más pequeño, no querían que fuera tan pequeño como para que no pudiera rescatar bancos quebrados. No querían que el Estado interfiriera en sus negocios, pero querían imponer la educación religiosa, un modelo de familia tradicional, la proscripción del aborto, y descartar que una persona –que padece una enfermedad incurable y que no puede valerse por sí misma– pueda recurrir al auxilio de terceros para poner fin a su vida.
El crecimiento de la desigualdad social y de una población depauperada han hecho que la línea divisoria entre izquierda y derecha se hiciera más tenue, pues unos y otros están –teóricamente– por el crecimiento de la economía para generar empleos, y para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos.
Unos y otros asumen que el mercado debe ser regulado, y que, además de garantizar la seguridad ciudadana y de la administración de justicia, el Estado debe encargarse de algunos asuntos sociales mínimos. Cuando la diferencia es sólo de matices, entre tanto líder mesiánico y tanto ignorante con credenciales de tal, ¿a quién votar?
El problema es que, en la práctica, las opciones no son ya entre izquierda y derecha, sino entre el populismo (de izquierda o derecha) y el ejercicio responsable del poder. Por una parte, lo que se nos ofrece es más seguridad a cambio de un estado de emergencia permanente –como el régimen de Bukele–, en el que tenemos que renunciar a nuestras libertades públicas y al Estado de Derecho.
Con toda certeza, sacar de circulación a la mitad de la población hará que disminuya la tasa de delitos; pero no estaremos más seguros si quienes han sido físicamente eliminados o están en la cárcel son las personas equivocadas, a quienes se les negó el derecho a un proceso regular.
Por otra parte, un Estado que reparte limosnas (como en Venezuela), mientras los jerarcas saquean el tesoro público, tampoco resuelve nada, sino que ofende nuestra dignidad. Que los ladrones de cuello blanco –o de franelas “rojas rojitas”– entren y salgan raudamente de prisión, haciendo uso de las puertas giratorias previamente dispuestas para ello, no hace sino escarnecer la justicia.
Aunque la corrupción no sea una opción, sorprende la popularidad de Cristina Kirchner y la fortaleza de algunos jueces en Argentina, pero no parecen sorprender tanto los vínculos con el narcotráfico que comienzan a surgir en relación con la última campaña presidencial en Colombia.
Aunque todavía están frescas las huellas de los sobornos de Odebrecht en el continente, los que disfrutaron de esos dineros no se han dado por aludidos, y ya están en medio de otra campaña presidencial.
Lo impresionante es la naturalidad con que se ha asumido la convivencia del crimen organizado y la política. Ya no es el delito de cuello blanco, sino la política con antifaz. Es como si tuviéramos que habituarnos a tener que entendernos con delincuentes, en la administración del Estado o en la judicatura, o como si el delito fuera una forma normal de hacer política.
Con toda seguridad, la clave está en saber elegir. Pero, en países como Nicaragua o Venezuela, los que mandan tienen buen cuidado no solo de escoger sus propios candidatos, sino también los de la oposición. Mientras Nicaragua encarceló a todos los candidatos que se atrevieron a enfrentar a Daniel Ortega, Nicolás Maduro simplemente los inhabilita para optar a cargos públicos.
¡Ellos deciden con quién compiten, y las condiciones en que compiten! Ellos regulan, también, el acceso a los medios de comunicación social. A pesar de las condenas que pesan en su contra, si lo desea, Cristina Kirchner puede ser candidata a un cargo de elección popular; pero una persona sobre la que no haya ni una sombra de duda sobre su pulcritud en el manejo de los dineros públicos –señalada como favorita por las encuestas de opinión– puede ser inhabilitada impunemente por los que mandan. ¿Cómo votar en esas condiciones? ¿Cómo escoger libremente a la persona a quien se desea confiarle la conducción de los asuntos del Estado?
Actualmente, en América Latina, la opción no es entre las promesas de la izquierda o las de la derecha, ni entre el populismo de unos o de otros. A menos que nuestros pueblos estén condenados sin remedio a la mediocridad y a la charlatanería, no tenemos por qué resignarnos a optar entre Bolsonaro y Pedro Castillo, o entre Donald Trump y López Obrador; tampoco tiene que ser Stalin o Pinochet.
Cuando se ha desmantelado el Estado de Derecho, cuando se ha vaciado el régimen de libertades públicas, y cuando proliferan los “sargentos necesarios”, la única opción razonable parece ser la defensa de la democracia. La cuestión es encontrar a alguien que la encarne, y que sea capaz de enfrentar los riesgos que ello supone.