«La distancia no importa cuando existe un motivo, y ese motivo es Venezuela, que está en nuestras memorias. Reminiscencias que se nutren de inconmensurables recuerdos que son amor patrio»
La Venezuela en la que crecí era un país soñado y soñador. De niño estaba muy vivo en nuestro imaginario llegar a la adultez [cuando sea grande quisiera ser tal y cual] para emular a nuestros padres. Un continuo de anhelos posibles y normales, cuando vives en un ambiente de pujanza, orden y oportunidades, por lo que la mente puede visualizar tiempos mejores, como los vividos…
Las reminiscencias
Retener el pasado también conduce a querer un futuro mejor como los disfrutados en nuestra infancia, nuestra adolescencia. Es común escuchar historias de connacionales de sus recuerdos, de dónde vienen y como vivían. Lo común: anécdotas entre tierra, mar, asfalto, burros y montañas, donde nacieron todas las travesuras y fuimos inmensamente felices.
En Caracas fui un niño peligrosamente feliz. Una de nuestras «aventuras» era ir a la montaña trasera de casa en La Trinidad a buscar orquídeas. Había que trepar un árbol cuyo tallo daba hacia un desfiladero. La inocencia de un crío que aún no llegaba a la pubertad, impedía pensar que ese desafío podría arrojarnos a todos al vacío: orquídeas, árbol y «trepadores» juntos. Pero al inocente lo protege Dios… quienes al sobrevivir la pericia, salíamos a vender las epifitas cattleyas gaskellianas a cinco bolívares la unidad.
Nuestros columpios eran péndulos de una grúa abandonada que vaya usted a saber si el óxido de aquellos colgantes nos hubiesen disparado como catapultas en guerras espartanas. Y nuestras madrigueras eran cuevas frías y oscuras que para llegar a ellas saltábamos como aves sobre caídas libres. «Jugar a ser grandes» suponía ser valientes desde niños como lo eran nuestros padres. Unos gigantes de la vida que cada día llegaban a casa después de su faena de trabajo con un «hola, Dios te bendiga», felices de haber cumplido lo que les gustaba hacer, para lo cual estudiaron, trasnocharon y tuvieron oportunidades.
Papá llegaba siempre bien trajeado de su ambulatorio o de la clínica, bata blanca impoluta con su nombre grabado en el pecho, Dr. Orlando Viera-Acosta, escrito en rojo relieve, o de paltó ‘Monte Cristo’ orgullosamente comprado en la fábrica de San Martín.
Ahí [en San Martín] mis padres me buscaron mi primer traje para asistir a mis primeros quince años. Festejo muy vigilado por Mocho Brujo, un ex boxeador Venezolano que se convirtió en el peaje más difícil y afamado para entrar a cada agasajo en Caracas… Con elocuencia el cubano que me empotró mi primer traje de tres piezas [el Monte Cristo] y me juró que sería el mejor vestido de la fiesta. Pero sirvió de poco. De los quince años sólo escuché el vals. Me devolvieron de la entrada. No pasé el examen de Mocho Brujo. A cabalgata pura y dura nos mandaron por donde vinimos. Sin embargo, un mejor destino me esperaba. A la hermosa quinceañera le conocería meses más tarde en el colegio y un poco después sería quien aún es, mi esposa… Así soñábamos. Así nos hacíamos «grandes» e hicimos sueños, realidades, hogares, familia.
El distinguido y memorable Monte Cristo aún lo conservo. Cumplió 40 años. En él no cabe !ni una pierna de este servidor!
Claro como el agua del Valle del Lozoya
Son legendarias las aguas del Valle del Lozoya. Venidas de sus picos nevados, se derriten y viajan por largos cauces hasta lagunas que en la lejanía se presentan difusas. Pero al apreciarlas de cerca, su quietud, silencio, apartado y distancia, hace de aquellas aguas cristalinas de la Sierra de Guadarrama, embalses misteriosos y enigmáticos. Así somos. Como la naturaleza de la madre patria. Difusos a lo lejos, transparentes en la proximidad. Como las aguas de la laguna de Mucubaji en la Sierra Nevada. Prístinas y puras, propio de la nobleza de nuestro gentilicio. No por casualidad Mérida es un pueblo bueno, regio y decente, como sus frailejones.
Al decir del positivista francés Hipólito Taine, los pueblos son reflejo de su abundancia, a su vez representada por el talento de sus pintores y escultores. Esto es tan cierto que recuerdo en el Festival des Cine du Monde donde resultó ganadora la opera prima venezolana, la Distancia más larga. Al final del debut, le comenté a su directora:
“¿Sabes lo que has representado en tu película? Pues te lo quiero decir. Es la inmensidad de un país retratado en sus tepuyes y la gran sabana, es la potencia de una nación pintada en la regia urbe de Caracas y es la belleza de un niño que se encuentra entre la inmensidad bucólica del amazonas y la ciudad, que apela al perdón de su abuela catalana para reducir esa larga distancia llamada Venezuela”.
Claudia Pinto Emperador, su directora, no pudo responder. El llanto le impedía hablar. Y el mío no me dejó decir más…
Venezuela en la distancia
Esa es la Venezuela pura y libre que debemos rescatar. La distancia más larga no es la política, no es la que otros recorren. Es la que caminamos todos, incansablemente. La distancia no importa cuando existe un motivo, y ese motivo es Venezuela, que está en nuestras memorias. Reminiscencias que se nutren de inconmensurables recuerdos que son amor patrio. No podemos abandonarla. Todo lo que Venezuela ha hecho por nosotros hace que nosotros hagamos todo por ella. Venezuela nos hizo libres y felices. Devolvamos esa alegría y libertad. Aun muchos no lo han sido. Merecen serlo. Plácidos como el agua clara del Valle de Lozoya, que cae pura, potente y sin fatiga, ¡como fue Venezuela!
Lea también: