En pleno siglo XXI, la conciencia colectiva –la capacidad para distinguir lo bueno de lo malo– sigue anclada en el pasado y no ha evolucionado. Es incomprensible que a pesar de los fabulosos avances de la ciencia y la tecnología una gran parte del planeta esté radicalizado, con bandos en polos extremos, mientras que la parte restante, no menos grande e importante, incluida España, se encamina sin pausa hacia la división. Lo peligroso es que en los extremos vive el caos. La historia lo ha demostrado una y otra vez.
La poca evolución de la conciencia colectiva se debe a que los extremos, y su gran capacidad de seducción, son herramientas del mal. Un imán con mucha potencia que atrae a las personas y a las sociedades. Y que se hace más fuerte y adictiva a medida que avanza y se expande. Su gran aliado, la prepotencia humana, nos hace pensar que estamos exentos de caer en los extremos, que somos personas “equilibradas”. En realidad, todos somos propensos, en algún grado, a caer en las pasiones de los extremos.
Si bien al principio son pocos los que contagian el virus de su extremo, la expansión y división ocurre de forma orgánica. La naturaleza humana alberga el “gen” de los extremos, de la división. Desde la infancia, en el proceso de integración a la sociedad, se fomenta la división entre los semejantes con toda clase de etiquetas –gordas y flacas, altas y bajas, blancos y negros, inteligentes y brutos, nacionales y extranjeras, ricas y pobres, cultas e ignorantes, alegres y tristes, populares y raros–. Estas divisiones a temprana edad son la semilla de los extremos. Si queremos erradicarlos tenemos que empezar por la educación, por explicarles a los niños las consecuencias de las divisiones categóricas enseñándoles el principio de la polaridad: “Todo es dual, todo tiene dos polos. Todo tiene su par opuesto. Semejantes y antagónicos son los mismo. Los opuestos son idénticos en naturaleza. Los extremos se tocan, todas las verdades son medias verdades. Todas las paradojas pueden reconciliarse”, leemos en el Kybalión.
Al dividir y escoger un bando vemos al otro como el opuesto, el malo, el adversario, el enemigo que debe ser vencido. Nos sesgamos y dejamos de lado la racionalidad. Caemos en la manipulación y en la dominación del líder, del jefe del bando que nos atrajo y conquistó. Lo ideal sería borrar de la mente los bandos y entender que en todas partes hay personas con buenas y malas intenciones, que a los semejantes los debemos valorar por sus planteamientos o resultados, no exclusivamente por el bando al que pertenecen. Si solo juzgamos en función del bando, caemos en el juego de la herramienta hermana de los extremos: divide et impera –divide y domina–, la máxima de Julio César, Napoleón y tantos otros para apropiarse del poder. Decía Julio César: “El que desee controlar un gobierno con poco esfuerzo debe crear confusión y sembrar desconfianza”.
En los extremos impera el caos, que se multiplica con la práctica de la dominación a través del miedo, mencionadas en mi artículo Basta de tantos sueños rotos por el miedo. Los extremos son dañinos y destructivos por igual: izquierda radical y derecha ultraconservadora, supremacía blanca y poder negro, machismo y neofeminismo, riqueza desmedida y pobreza extrema, fanatismo religioso y nihilismo…
Los extremos solo son útiles para identificar el punto medio entre ambos, que es donde florecen la paz, la armonía, el entendimiento y la evolución. Aristóteles insistía en que la virtud está en el término medio: “La virtud es una disposición voluntaria, adquirida. Consiste en un término medio entre dos extremos malos; uno por exceso y el otro por defecto”. De hecho, denominaba “vicios” a los extremos. Teresa de Jesús, yendo todavía más profundo, nos enseñó: “No son buenos los extremos, aunque sean en la virtud”.
Si queremos construir un mejor mundo debemos aprender a identificar cualquier postura o bando extremo y rechazarla categóricamente. Permanecer en el medio nos permite mantener la cordura y dejar que nuestra acción sea producto del pensamiento y del corazón, no de las tripas ni de las vísceras. Sigamos a Miguel de Cervantes Saavedra: “No seas siempre riguroso ni siempre blando; escoge el medio entre esos dos extremos, ahí está el punto de la discreción”.
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