Patricia Álvarez Sánchez, Universidad de Málaga
La recién publicada La vida mentirosa de los adultos (2020) comienza con una declaración de principios. Su autora nos advierte de que no sabe si es ella quien lleva el hilo del relato o este es, simplemente, un dolor enredado. Es curioso que declare así distanciarse de su protagonismo como escritora y ocurra lo mismo en la vida real, dado que sigue siendo una incógnita quién se esconde tras la pluma de su pseudónimo, Elena Ferrante.
Traducidas a más de 40 idiomas, sus obras nos llegan a menudo de la mano de sus traductoras porque, tal y como argumenta Fruela Fernández, la traducción editorial es un sector feminizado. Aunque muy poco sabemos de la autora, se trata seguramente de una mujer. Además de su pseudónimo, los temas de sus obras suelen asociarse al universo de la ficción femenina: las relaciones madre-hija, las amistades femeninas, la maternidad, las relaciones de pareja y la denuncia de la violencia patriarcal; todos ellos aparecen sintonizados con gran armonía y dibujados con honestidad.
También en España nos llegan sus palabras de la mano de una gran traductora. Celia Filipetto es quien, desde su traducción de La amiga estupenda (2011) –best-seller convertido en serie por Saverio Constanzo y Alice Rohwacher–, vierte la obra de esta autora italiana al español.
Traductores invisibles
El reconocido traductor Javier Calvo sostiene que la invisibilidad del traductor puede ser una casa muy cómoda; le permite compartir la parte más atractiva de la vida del escritor (el trabajo en pijama –con una taza de café al lado– y diseñar su propio horario) sin sufrir los estragos que conlleva salir de promoción, dar charlas ni entrevistas.
Pero en el caso de Elena Ferrante, ocurre justamente lo contrario: el anonimato de la autora ha causado que sean sus traductores quienes presenten las novelas, promocionen y finalmente adquieran cierta celebridad. Esto ha provocado que Celia Filipetto, quien ha declarado no conocer personalmente a la autora, haya ganado el protagonismo más propio de una escritora y haya tenido la posibilidad de interactuar con los lectores, un cambio de papeles que casi podría dar comienzo al argumento de una novela y ser el de una historia de amor correspondido.
Una relación de amor-odio
Esta relación promueve un relevante debate sobre la importancia y la visibilidad de la tarea del traductor literario. Hasta hace pocas décadas, el escritor era comprendido como genio creativo y su obra original como algo insuperable, mientras que el traductor quedaba relegado a un segundo plano y el resultado de su trabajo se entendía como una obra imperfecta.
Sin duda, uno de los autores que adoptó una de las posturas más radicales en torno a este tema fue Milan Kundera, quien demostró en numerosas ocasiones su antipatía por los traductores de sus obras y menospreció reiteradamente sus traducciones. En uno de sus ensayos más satíricos de El arte de la novela (1986), razona esta animadversión al referirse a la traducción de su novela La broma (1967):
Me encuentro con mi traductor: no sabe una sola palabra de checo. “¿Cómo la tradujo?” Me contesta: “Con el corazón”, y me enseña una foto mía que saca de su cartera. Era tan simpático que estuve a punto de creer que realmente se podía traducir gracias a una telepatía del corazón. Naturalmente la cosa era más simple: había hecho la traducción a partir del refrito francés, al igual que el traductor en Argentina.
Posteriormente Kundera se afanó en supervisar las traducciones de sus novelas y estas mejoraron, pero ignoró en sus declaraciones que en el mundo de la traducción existe un gran intrusismo (uno de los grandes problemas es la desprofesionalización del sector) y que el éxito radica, como en muchas otras áreas del conocimiento, en encontrar a verdaderos profesionales.
Artífices de la literatura “universal”
Muy diferente es la relación de confianza y admiración de muchos otros autores, como los receptores del Nobel de Literatura Günter Grass y José Saramago, con sus traductores. Este último, que estaba casado con la traductora de sus obras al español, Pilar del Río, exaltó que gracias a la traducción, la literatura nacional se convierte en universal.
Grass, quien trabajaba estrechamente con sus traductores, llegó a declararlos sus mejores lectores y a criticar que no se valorara suficientemente su trabajo. No en vano Claudia Toda esclarece que Grass es conocido por organizar, junto con su editorial alemana, distendidas reuniones con sus traductores para discutir su obra durante varios días antes de que comenzaran a traducirla. Durante esos encuentros, les leía fragmentos enteros y explicaba el ritmo de la novela, todo un lujo para un traductor literario.
Otro ejemplo curioso de una gran admiración por el oficio del traductor y su trabajo es J. M. Coetzee, quien publicó la traducción al español de su última novela, La muerte de Jesús (2019), realizada por Elena Marego, un año antes que se pudiera adquirir el original en inglés.
Mejorar los originales
Desde hace algunos años, las traducciones son valoradas como lo son los originales desde los que parten en el gran viaje de la traducción, al menos desde una perspectiva traductológica.
Así, señala la experta África Vidal en Dile que le he escrito un blues que las ideas de Borges sobre la relación entre el original y sus traducciones han dado lugar a interesantes debates y coindicen, además, con los empeños contemporáneos en exaltar la obra traducida como la una obra literaria en toda regla.
De hecho, Borges llegó a defender que algunas traducciones son incluso mejores que el original. Y no fue el único. El autor brasileño Joao Guimaraes Rosa sostenía que su traductor al italiano, Edoardo Bizzarri, ofrecía una versión mejorada de sus novelas (cabe señalar que entre ambos existió una extensa correspondencia en la que el autor ayudó al traductor a desgranar sus pensamientos).
Otro maravilloso ejemplo es Peter Handke, Premio Nobel de Literatura en 2019, a quien le importunaba que su traductor al francés, Georges-Arthur Goldschmidt, abandonara la traducción de sus obras durante meses por no sentirse inspirado y, sin embargo, comprendía después que la espera era necesaria al leer el resultado de su trabajo. El autor austríaco llegó incluso a congratularse de los “buenos errores” que enriquecían su texto original y declaró en Lento en la sombra (1990) que parte de los logros de sus textos en francés se debía al trabajo de la esposa de Goldschmidt, Lucienne, quien permaneció en el anonimato.
Traducción es creación
En el más tedioso de los mundos, traducir un texto literario se reduciría a encontrar una equivalencia léxica de un texto de uno a otro idioma. Sin embargo, la traducción es un ejercicio intelectual que trasciende el fenómeno lingüístico. Es un compendio de maravillosas imperfecciones, pero también una forma creativa de reproducir un universo y sus silencios sin aspirar a la univocidad. No debería entonces sorprendernos que los buenos traductores son también, en ocasiones, grandes autores o quizás, podríamos decir, los buenos autores son también grandes traductores.
En el caso de las obras de Elena Ferrante, Celia Filipetto personifica este cambio de perspectiva de las últimas décadas hacia el trabajo del traductor. Su nueva novela comienza como una madeja que hay que desenmarañar; la traductora es la experta que tira de ese hilo que nos transportará por las aguas del relato. Además, para aquellos que disfruten escuchando la novela, el audiolibro cuenta con la maravillosa voz de la actriz Aitana Sánchez Gijón. De nuevo, la voz de una mujer.
Patricia Álvarez Sánchez, profesora de Traducción e Interpretación, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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