Presentarse como víctima permite eludir responsabilidades y achacar a terceros errores propio, también sirve de excusa para acciones violentas o represivas
Está muy propagada la tendencia de personas o colectivos de hacerse pasar por víctima de forma más o menos consciente. La punta de lanza es quejarse de una supuesta agresión o menosprecio y responsabilizar a un determinado entorno social del que espera compasión y reparación. La situación se hace más compleja cuando este comportamiento lo asume de manera intencional un gobierno, una corriente política o un grupo violento.
El victimismo ha devenido en una estrategia de poder eficaz para extremistas, regímenes y líderes. Presentarse como víctimas de fuerzas externas se ha convertido en la justificación ideal para acciones violentas y consolidar su hegemonía. Desde el conflicto en el Medio Oriente hasta las políticas represivas de gobiernos populistas de América Latina, presentarse como víctima les sirve para fines específicos y muy diversos.
En el contexto del conflicto israelí-palestino, los extremistas lo han tomado como bandera para cometer crímenes en nombre de una supuesta opresión de un villano omnipresente: Israel. En Europa y Estados Unidos, ha encontrado eco entre algunos sectores de la izquierda radical, que idealizan al «oprimido» sin una comprensión profunda del conflicto. Ignorar las atrocidades cometidas por estos grupos y condenar únicamente a Israel perpetúa una visión distorsionada y maniquea. Alimenta aún más la espiral de violencia y sufrimiento.
Un conflicto a la medida
Cuando los revolucionarios de izquierda perdían fuerza, un cierto progresismo huérfano se hizo cargo de la revuelta palestina contra Israel. Y lo que comenzó como una preferencia minoritaria de pronto se convirtió en una posición mayoritaria. Ganó apoyos significativos de las más altas esferas del poder político y de la academia, tanto en Europa como en Estados Unidos. Transformó la mentalidad de una época.
El cambio se evidencia en la exagerada cobertura mediática que se ha dedicado al conflicto en los últimos 50 años, que solo mermó un poco a mediados de la segunda década del siglo XXI con la aparición del Estado Islámico como problema internacional. Todas las miradas están sobre esa región como si el destino del planeta se estuviera jugando en esa pequeña franja de tierra.
El enfoque mediático tiende a transmitir poca información precisa, pero no escatima esfuerzo en reforzar el estereotipo de la confrontación entre lo que se considera un Estado racista y colonial, un recién llegado al mundo árabe, y un pueblo aplastado y desposeído.
Los actos de violencia y terrorismo cometidos por grupos radicales palestinos son minimizados o justificados por algunos sectores. Mientras tanto, las acciones defensivas de Israel son constantemente escrutadas y condenadas. Un doble rasero que distorsiona la realidad del conflicto y perpetúa una visión simplista y dañina. La complicidad para ignorar las atrocidades de un lado y magnificar cada acción del otro, contribuye a que se tenga una imagen polarizada y parcial. Una compasión selectiva que no ayuda a las verdaderas víctimas.
Disfrazar intenciones
El antisionismo a menudo se utiliza como una forma velada de antisemitismo. Critican las políticas del Estado de Israel y las convierten en una excusa para atacar y deslegitimar al pueblo judío en su conjunto. En muchos casos, se disfraza de una postura política legítima, pero en realidad perpetúa prejuicios y odio hacia los judíos. Un fenómeno especialmente preocupante. Ciertos grupos radicales lo utilizan para legitimar actos de violencia y discriminación.
El antisemitismo moderno se camufla bajo el manto de la crítica política, lo que hace aún más difícil combatirlo. Es importante saber distinguir y denunciar esta peligrosa tendencia. Una crítica legítima a las políticas de un Estado es muy distinto del odio hacia un grupo étnico o religioso. Lo que ha sucedido en los campus universitarios, del viejo y Nuevo Mundo, desde la matanza de jóvenes israelíes por parte de Hamás el 7 de octubre de 2023 y la posterior respuesta militar de Israel en Gaza, demuestra que el antisemitismo -el correlato del antisionismo- ha encontrado otro modo de desarrollarse.
Mientras, las esperanzas de moderar el conflicto se han visto frustradas. El destino real de millones de hombres y mujeres sometidos a humillaciones y a condiciones de vida precarias, gobernados por una Autoridad Palestina corrupta y por Hamás, un grupo terrorista, en Gaza, parece importar poco. Estamos ante una competición mundial por el título de víctima.
No es que sea un santo
En lo que va de este siglo se ha culpado a Israel, entre otras cosas, del calentamiento global, la caída de Wall Street, las muertes en el tsunami asiático de 2004, las caricaturas de Charlie Hebdo que enfurecen a los musulmanes y, más recientemente, de una tormenta mortal en Libia.
Y no es que su conducta sea irreprochable. Ha confiscado territorio, aunque después de guerras que comenzaron sus vecinos. Además, tiene sus propios extremistas y su ejército a veces comete errores terribles. Sin embargo, en nada ayuda señalarlo como el belicista, el agente de división que retrasa la llegada de la concordia universal, la espina en el pie de la humanidad.
La nueva y creciente pasión que despierta Gaza permite a Irán y a sus aliados en Líbano, Siria, Gaza y Yemen transformar a Jerusalén en una distracción conveniente de sus miserias y ponerse a la cabeza de la resistencia del mundo musulmán.
Asimismo, la reiterada condena de Israel por parte de los ministerios de Asuntos Exteriores en Europa es un tipo de catarsis colectiva, que supuestamente exonera a las naciones de los crímenes pasados contra los judíos. Lo denominan victimología inversa: los descendientes lejanos de los judíos expulsados de sus patrias europeas serían ahora equivalentes a sus verdugos nazis de sus antepasados.
Más allá de palestinos e israelíes
El victimismo no se limita al Medio Oriente. En América Latina, regímenes autoritarios como los de Cuba y Venezuela han recurrido a esta estrategia para mantener el control. Presentándose como víctimas de conspiraciones internacionales y sanciones injustas, estos gobiernos desvían la atención de sus propias fallas, la falta de libertades, la represión y la crisis económica interna.
En México, ha sido utilizado para fortalecer la conexión con el pueblo culpando a la élite y los medios de comunicación de la situación económica y social que vive.
Incluso en el escenario global, líderes como Vladimir Putin han recurrido a esta artimaña. En varios discursos ha presentado a Rusia como una nación rodeada de enemigos y amenazada por fuerzas externas, especialmente por lo que él llama nazis en Ucrania.
También ha deslegitimado la soberanía de ese país al afirmar que «nunca tuvo una tradición de Estado genuino» y que, en realidad, fue creado por Rusia. Esta retórica no solo busca dar sustento a la invasión, sino también minimizar la legitimidad del gobierno ucraniano y sus esfuerzos por defender su territorio.
La victimización es la mejor manera de apuntalar una ideología en crisis. Cuando has perdido credibilidad desde el punto de vista ideológico por los errores propios, la manera más simple de sobrevivir políticamente es transformarte en víctima. Es el último recurso de un político o un Estado fracasado. Le permite tener una explicación para su fracaso y seguir adelante. En las sociedades actuales, cuando ser víctima es la más alta distinción, lograr convertirte en una te otorga un reducto inexpugnable.
Populismo victimizado
El victimismo convive a sus anchas con el populismo mundial, son aliados inseparables en muchos casos. La gran meta populista es satisfacer con urgencia las necesidades del pueblo que no han sido satisfechas. Surge entonces el argumento de que si no se han podido satisfacer a través del ejercicio de la política, es porque alguien lo ha impedido.
Y para no admitir que la práctica de la política convierte a cualquier agente populista en la misma esencia de lo que denunciaba, establece un agravio emocional. Que otorgue un significado a sus seguidores y dirijan su atención a lo externo y no hacia los propios líderes.
«Lo hemos intentado, pero no nos han dejado» es una de la frase recurrente. Otra es «no cometamos los mismos errores, eso se lo han hecho creer las fuerzas oligárquicas que denunciábamos». “Somos víctimas del sistema que denunciábamos”. La posición de víctima anula el conflicto de manera definitiva. Impide que se asuman responsabilidades y achaca a terceros la culpa mientras alimenta el bucle populista. «Nosotros siempre somos la respuesta, cuando lo conseguimos, y cuando no también». Porque siempre hay una explicación en la que la responsabilidad es de ellos y nosotros las víctimas.
Siempre lo que le ocurre al líder tiene una explicación exógena. Aunque esto de que el ataque sea exterior o interior no importa. A veces se combina para conseguir un todo identitario. La víctima siempre es el líder, pero este tiene además la compasión de dejar que sus seguidores se sientan víctimas por empatía. Así crea un vínculo de agravio y resentimiento que los blinda ante cualquier intento de atomizarlos.