Durante la Revolución Francesa no obligaban a llevar el gorro frigio, como símbolo de que se era partidario de la libertad proclamada por los revolucionarios; de hecho, quienes aún defendían al régimen depuesto, los girondinos, no lo llevaban, y muchos de los seguidores de Danton o Robespierre tampoco. Por el contrario, durante el régimen nazi, aunque no era obligatorio que los ciudadanos alemanes portaran la suástica en sus indumentarias, el no hacerlo demostró ser malo para la salud.
Las consecuencias de no identificarse con el nazismo, de no compartir sus postulados, y de no formar parte de las juventudes hitlerianas, de las SS, o de alguna de las bandas o cuadrillas del nazismo, podían ser letales.
En pleno siglo XXI, puede que la magnitud de la intolerancia no sea la misma mostrada por el nazismo –o el estalinismo, el fascismo, o el franquismo–, pero eso, que solo parecía el mal recuerdo de una época ya superada, sigue estando presente, y sigue acosando a quienes, siguiendo el consejo de Kant, se atreven a pensar por sí mismos y a vivir según sus propias convicciones.
La idea de la democracia, que parecía haber ganado terreno en el último cuarto del siglo XX, hoy parece estar en retirada. Todavía hay quienes piensan que las dictaduras pueden ser buenas o malas, y que, a veces, la censura y la tortura son herramientas necesarias. La tolerancia y el respeto al otro no forman parte de la práctica política de nuestro tiempo.
Si la caída del Sha de Irán, de Ferdinand Marcos, de Batista o de Anastasio Somoza, alguna vez fue vista con alegría y esperanza, lo cierto es que quienes les sucedieron en el poder no han resultado menos despóticos. No han mejorado la calidad de vida de sus pueblos, no han acabado con la corrupción ni han abierto nuevos horizontes a la libertad. Muy por el contrario, como en el relato de Benito Pérez Galdos en Episodios Nacionales, los ayatolas y los Ortega han querido imponer literalmente “a palos” su propia concepción de la libertad a todos aquellos que no quieran aceptarla, obligándonos a portar atuendos o símbolos con los que no nos identificamos o que no nos apetece.
Mahsa Amini, es una de las víctimas más reciente de esos desafueros. Para quien no conozca su historia, Mahsa Amini fue una joven iraní, de 22 años de edad, activista por los derechos de las mujeres, asesinada hace escasas semanas por “la policía de la moral” del régimen de los ayatolas de Irán, por no llevar correctamente el velo que debía cubrir su cabellera.
Ese simple hecho –totalmente trivial en una sociedad democrática– le costó que fuera detenida y golpeada brutalmente. Para las mentes cavernícolas que gobiernan en Irán, es un delito no ceñirse estrictamente a los preceptos del islam, sin importar cuáles sean las creencias de cada uno. Supuestamente, la intención inicial de los autores de esta tropelía era detenerla, tal vez abofetearla y darle algunos golpes, y llevarla a la estación de policía para que recibiera una “lección informativa” sobre la obligación de llevar el velo y sobre la forma de hacerlo adecuadamente, luego de lo cual sería puesta en libertad.
Eso fue, por lo menos, lo que se le dijo al hermano de Mahsa Amini, quien estaba con ella al momento de su detención. Sin embargo, horas después de la golpiza inicial, Mahsa fue trasladada a un hospital, donde los médicos comprobaron que había recibido un violento golpe de porra en la cabeza que la dejó inconsciente y, dos días después, le causó la muerte.
Desde luego, sorprende –e indigna– que, en algún lugar, alguien pueda perder la vida a manos de los que mandan por un hecho que en otros lugares pasaría desapercibido. Es motivo de asombro, de disgusto y de rabia que, en esta etapa de la historia, cuando creíamos superados los tiempos de la inquisición, un gobierno –del signo ideológico que sea– pretenda imponernos los preceptos de una religión y castigarnos por no apegarnos a ellos.
Y es desconcertante que un gobierno cualquiera, cuya tarea es trabajar por el bienestar general y preservar nuestras libertades públicas, se atribuya la autoridad de darnos lecciones sobre moral, para lo cual cuenta con una policía debidamente aprovisionada de porras. Sorprende, igualmente, que el ayatola Alí Jamenei –el líder supremo iraní–, no haya tenido inconveniente en afirmar que, en el caso de Mahsa Amini, la policía de la moral solo había hecho “su trabajo”.
Las ideas de la libertad y de la democracia llegaron a nuestras vidas con la promesa del Estado laico, que no interfiere en un asunto tan íntimo, y tan personal, como es el tener o no determinadas creencias religiosas, o practicar el culto que a cada uno le apetezca. En democracia, no está prohibido llevar una estrella de David, una crucecita, una medialuna, o incluso una estampita de Eva Perón, de Hugo Chávez, o de Donald Trump. Pero tampoco es obligatorio exhibir cualquiera de esos atuendos ni está prohibido portar una pata de conejo, si es eso nos inspira confianza.
Nuestras creencias no le conciernen a los demás, y mucho menos al Estado. Cosa distinta es portar un signo supremacista, que pueda incitar al odio, a la discriminación, o a la violencia. El problema es que ahora, algunos sectores que profesan el islam –igual que ayer el catolicismo radical– se comportan como una especie de Ku Klux Klan (o de moderna Gestapo), que mata, amenaza, persigue a escritores, asesina a quienes publiquen una caricatura de Mahoma, declara una guerra santa a los infieles y, cuando está en el poder, impide que las mujeres puedan acceder a la educación, conducir un vehículo o salir a la calle sin la compañía de un varón. Además, reprime con dureza a quienes no se someten a sus dictados. Mahsa Amini es una de las víctimas más recientes de esa insensatez.
Sin embargo, este no es un asunto que atañe exclusivamente al fanatismo religioso, sino una lacra que se ha extendido y que trata de imponer a los gobernados las ideas políticas de los que mandan. Es normal que quienes tienen el poder deseen conservarlo y que, para ello, procuren convencernos de que sus ideas sobre la sociedad en que vivimos, o sobre el modelo de sociedad a que quieren conducirnos, son las correctas.
Pero, lo que no es aceptable es que esos gobernantes pretendan convertir su ideología en una nueva religión, que todos debemos observar y respetar, aunque para ello sea necesario hacer uso de la fuerza. Y lo cierto es que, para este propósito, muchos de esos gobernantes, disponen de fuerza bruta en abundancia.
El primer paso es el endiosamiento del líder supremo, llenando las calles, plazas y avenidas, con su imagen, que es la del “hombre nuevo”, que todos deben imitar. El siguiente es el adoctrinamiento de los niños, mediante el catecismo político que se les imparte en las escuelas.
Paralelamente, los seguidores del régimen tendrán que uniformarse, llevando sus camisas pardas –o rojas–, y se elaborará una lista con los “enemigos de la revolución”, para despedirlos de sus empleos, negarles una beca, o rechazar su ingreso a la universidad. En América latina, Cuba, Nicaragua y Venezuela, conocen muy bien este guion copiado de Hitler, Stalin y Kim Il-sung.
Por supuesto, al igual que el fanatismo religioso, la intolerancia política también censura, encarcela, tortura y asesina, como se refleja en los escalofriantes informes de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Sus mártires suman miles, sin que para llegar a esa cifra sea necesario incluir a las víctimas de las dictaduras militares del cono sur o de Centro América, o a las víctimas de la narcoguerrilla colombiana, de los militares y los paramilitares.
A lo que nos referimos es a una cosecha más reciente, igualmente despreciable que las anteriores, y que es el producto de esa nueva ola de populismo autoritario que pretende imponerse en el continente americano. Dependerá de sus ciudadanos evitar que eso ocurra y preservar nuestras libertades.