Soy un apasionado de la cultura como variable fundamental de identidad, integración, democratización y defensa histórica de nuestros valores republicanos y ciudadanos. En esa línea me identifico con Miguel Otero Silva. Él no sabía si era más historiador, escritor o periodista que político, embriagado de pasión y amor por Venezuela. Albergo mis propios laberintos.
Casas muertas
“Llegó la fiebre amarilla en 1890. En seguida aparecieron el paludismo, la hematuria, el hambre y la úlcera. Se esfumaron los airosos contornos del padre francés. La espléndida iglesia quedó a medio construir, desnudos los ladrillos de las paredes, arcos sin puertas, ventanas sin hojas” En esta cita, Grisel Guerra de Avellaneda en su ensayo “Escribir y leer desde y sobre una dictadura”, evidencia cómo desde la literatura -que es cultura- se lanza al mundo un grito contra la desolación, la barbarie, la nada.
Es el alma consternada de Otero propia de la prosa de Machado: “Cuando el jilguero no puede cantar, cuando el poeta es un peregrino, cuando de nada nos sirve rezar, Caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Golpe a golpe, letra a letra, Casas muertas anuncia el ocaso de los bosques, el germinar del diablo negro y las selvas de hormigón.
“La flor de los Llanos”, frase que describe la potencia de nuestra geografía, explica los orígenes de la gallardía llanera mezclada de copla, temple sabiduría pero también hostilidad infinita del taita, del ser indómito que llevamos por dentro. Generales como Joaquín Crespo de Parapara de Ortiz, representan el mesías criollo con riendas, bordones y estribillos muy particulares.
Bajo sus fauces no sólo iba el caballo, sino el poder y la muerte, sea la propia o ajena. ”La muerte de Ortiz es la muerte del pueblo venezolano que agoniza frente al fin de la economía agraria y a la ineficiencia de un gobierno autoritario-caudillista. No pierde ocasión [Otero] de relacionar el momento de esplendor del pueblo con la época de gobierno del caudillo, que como en todo gobierno personalista hace girar los recursos en torno a sus predios”.
Así ha sido nuestra historia. De lo audaz a lo perecedero. Bajo la presidencia de Crespo vivió Ortiz horas de fugaz esplendor, debatiéndose contra un destino que estaba ya trazado. “En la casa de doctor Núñez -secretario general de Crespo- [en La Nuñera], se celebraron grandes banquetes a los cuales asistió Crespo en persona, montado en su caballo blanco, resuelto a colear un novillo entre los tranqueros de la calle real…”
Esa Venezuela pandémica, entre esplendores, Nuñeras, majos o colonos, es la que ha ido y ha vuelto. Cuando hemos dado el gran salto evolutivo a la desruralización, a la masificación educativa, a la modernización, los fantasmas de Ortiz embisten a caballo “la flor de la llanura”, esfumando libertades y el cantar del jilguero, para convertirlos en pompas de jabón, dolor y miseria.
“Y se derrumban las casas, como el país en que nacimos. Con cada casa que cae, con cada pueblo que muere, muere el país” [ob. cit]. Y nace otra nación. La de la Oficina No1, la petrolera, la de Mr. Taylor, que aniquila el mito de la civilización de campo, la tierra prometida de Bello y de Gallegos, el cronotopode la llanura triunfante [Dixit Grisel Guerra], por el país portátil.
El divorcio cultural
La llegada de taladros y excavadoras entre un puñado de chozas de bahareque y moriche, no desdicen de la historia, pero sí de la tradición. El desplazamiento rural-aunque es un hecho evolutivo-también es un alejamiento de nuestra representación cultural. El divorcio de lo político, enfocado en el desarrollo, regalías, rentismo y populismo-debilita enormemente la autoridad moral del líder con el lugareño. Los gobiernos locales, la descentralización, los cabildos no existen por casualidad.
Son las células originarias del poder que quedaron castradas por campamentos de lonas y casas móviles, ansiosas de dinero. Sembrar el petróleo es la expresión más pura del imaginario minero. Al decir de María Sol Pérez en su obra “Venezuela Petróleo, Cultura y poder” la frase da escalofrío. Es depender del mito del dorado. Es el Estado Mágico de Fernando Coronil Imber, “el Estado como brujo magnánimo capaz de lograr el milagro del progreso a punta de oro negro, que estalla con el caracazo”.
Casas Muertas no es la muerte de un puñado de caseríos de bahareque. Es la muerte de la cultura, del sentido de pertenencia sin el cual el progreso es ficción, es surrealismo, es opereta, es banalización, es peculio. Es el mismo espejismo que vivimos hoy. Y algunos dicen: ¡Venezuela se arregló! Pues tener en cuenta que no puede arreglarse una nación sin cultura, creatividad ni conocimiento. Sin su llanura.
Paola Bautista Alemán en su ensayo “La hora de la representación real” nos lleva al concepto de la representación donde el elemento ético en la política se nutre del cultural.
Cito:
“El liderazgo moral. La historia enseña que la vida de quienes han encabezado luchas como la nuestra en otras latitudes y tiempos ha estado marcada por una visión trascendente de la política. Por “visión trascendente” me refiero a valores inmateriales del espíritu humano que le dan sentido al esfuerzo, a la existencia del mal y al sufrimiento. Hay tres ejemplos que me conmueven: Lech Walesa, Oswaldo Payá y Vaclav Havel. Los dos primeros se aferraron a su fe cristiana y el último, a los bienes que ofrece la cultura”.
Sin cultura somos casas muertas. Sin representación de nuestras raíces nada trasciende. La lucha se marchita. Nuestras creencias, costumbres, valores, tradiciones son representación. La siembra del petróleo nos dejó los pies desnudos. Es el fraude del rentismo [Isabel Pereira] que nos ha convertido en mendigos antes que ciudadanos productivos y creativos. El Dorado está en cada uno de nosotros, nos dice Pereira. Esa es nuestra genuina representación. No el hombre a caballo.