A Charles Kettering (ingeniero y empresario) le interesaba el futuro porque pensaba pasar allí el resto de su vida. El futuro es inexistente, una opción que permanece velada hasta que se hace presente y, sin embargo, ocupa un tiempo importante en el día a día del ser humano.
Bien sea el futuro más inmediato –qué tengo que hacer cuando termine de trabajar–; un poco después –qué haré el próximo fin de semana–; incluso un futuro de tiempo difuso en el que divagamos acerca de qué será de mí, de los míos o de la humanidad. Para ser algo que no existe, el futuro parece tener una gran importancia. Ya que el futuro es incierto, me interesa especialmente cómo afecta a nuestro presente el modo de mirar al futuro.
Al fin y al cabo, vivimos hoy, y no mañana, en este aquí y este ahora que se actualiza en cada instante. Podríamos decir que la esperanza es una posición particular de mirar al futuro, una experiencia personal en la que la cognición, la emoción y la motivación que surgen al mirar lo que está por venir generan una expectativa positiva (Martí, 2006). Snyder y colegas (1991) definen la esperanza como un conjunto cognitivo que se basa en la reciprocidad de acciones y caminos exitosos, en el que existe una determinación hacia los objetivos y un plan para alcanzarlos.
La esperanza integra tres componentes. El primero, definir los objetivos que al individuo le gustaría alcanzar. El segundo, una profunda reflexión sobre los caminos que pueden llevarnos a alcanzar esos objetivos. Y el tercero,que incluye las acciones necesaria para desarrollar y mantener la motivación hasta satisfacerlos (Tavsi Curum & Orcan, 2015).
Estaremos de acuerdo en que tan falso o verdadero es pensar que las cosas van a salir mal como que van a salir bien. Si bien es ingenuo dar por sentado que lo que ocurrirá se ajustará de un modo cerrado a mi proyección, tiene todo el sentido cultivar una mirada hacia el futuro que produzca en mi presente el mejor estado personal desde el que pensar, sentir y actuar.
“Ya que el futuro es incierto, me interesa especialmente cómo afecta nuestro presente el modo de mirar al futuro. Al fin y al cabo, vivimos hoy, y no mañana, en este aquí y este ahora que se actualiza en cada instante”
Y no, parece que no es lo mismo mirar al futuro con esperanza o sin ella. Solamente habría que recordar cómo nos hemos sentido en aquellos momentos en los que la esperanza nos dominaba y lo diferente que ha sido nuestra experiencia cuando la desesperanza tomaba el control. Desde una experiencia puramente interior, la esperanza mejora nuestro estado de ánimo y nuestro deseo de perseverar (Peterson, 2000). También mejora nuestra resolución de problemas y nos ayuda a atender a la información que es más relevante para hacerlo (Scheier, Weintraub y Carver, 1986; Aspinwall y Brunhart, 1996). Incluso mejora la interacción social ya que aumenta el deseo de cultivar las relaciones humanas (Seligman, 1990; Buchanan y Seligman, 1995; Snyder, 2000, 2002). Sí, la esperanza tiene valor.
Sabemos que nuestra mente está especialmente condicionada por lo reciente, por aquellos eventos de mayor peso emocional. Cuando tenemos un par de eventos positivos la mirada hacia el futuro adquiere un tono en el que las comisuras de los labios suben, nos vemos más capaces de lograr nuestros objetivos y por lo tanto más esperanzados. Por el contrario, un par de eventos negativos con facilidad nos hacen torcer la mueca y que nuestra mirada hacia el mañana se tiña de pesimismo, perdiendo ese impulso empoderador.
Tiene cierta lógica que nuestra memoria a corto plazo, en la que las consecuencias de la pandemia, las dificultades económicas derivadas, el aplastante desarreglo ecológico o la acuciante crisis humanitaria ocupen un lugar protagonista y pesen lo suficiente como para sesgar nuestra mirada hacia la falta de esperanza. Sin embargo, solo hace falta ampliar nuestra visión y mirar con más perspectiva para darnos cuenta de que, después de cada crisis, el ser humano ha sabido reinventarse, adaptarse y seguir hacia delante, siempre.
“Cuando tenemos un par de eventos positivos la mirada hacia el futuro adquiere un tono en el que las comisuras de los labios suben, nos vemos más capaces de lograr nuestros objetivos y por lo tanto más esperanzados”
Detrás de las quejas y el pesimismo inicial el impulso de supervivencia empuja a que continuemos dando lo mejor de nosotros mismos para reinventarnos y avanzar. Por lo tanto, sí, hay esperanza. La esperanza se convierte en una invitación a la reflexión en el presente para habitar un futuro mejor, encontrando hoy las acciones que me permitan crear un mejor mañana.
Y no sirve procrastinar, no a estas alturas, ni encontrar excusas en las que uno se excluye de la ecuación, justificándose en que otros (políticos esencialmente) son quienes tienen que arreglar este desaguisado, no.
Si bien hay grados de responsabilidad y ámbitos de influencia mayores o menores, cada uno de nosotros debemos situar nuestros propios objetivos para un mundo mejor, vislumbrar los caminos para alcanzarlos y encontrar la motivación suficiente para realizar todo el recorrido. En lo pequeño y en lo grande, para cambiarme a mí o para cambiar el mundo así construimos la esperanza y, lo que es más importante, así podemos aprovechar hoy su inmenso valor.
Después de todo, el ser humano es una gran integración de opuestos en la que cabe ser artífice de la degradación planetaria, pero también de encontrar soluciones imposibles a nuestras meteduras de pata.
Por eso la esperanza está ahí, en la parte más humana de nuestro ser, en esa parte que toma conciencia y se implica en alcanzar soluciones incluso ante lo improbable. Así que hoy más que nunca la esperanza es tu lado humano y el mío, la esperanza eres tú, la esperanza soy yo.