Aunque algún académico de tipo weberiano pueda no estar de acuerdo, ni la historia ni la política se dejan regir de acuerdo con tipologías. Pues si pensamos que los procesos históricos asumen movimientos multideterminados, la razón tipológica debe contentarse solo con detectar situaciones y señalar sus características del mismo modo como cuando fotografiamos un paisaje sabiendo que al día siguiente después de una lluvia no será el mismo.
Tampoco, por cierto, debemos renunciar a la confección de “tipos”. Por el contrario, los necesitamos para comparar estructuras y procesos. Al fin y al cabo, todo conocimiento es comparativo. Basta con manejar los “tipos” con prudencia, a sabiendas que no son “cosas” sino, para decirlo con Norbert Elías, simples “figuraciones”.
Tal vez en lugar de “tipos” deberíamos hablar de formas o formaciones (la forma fascista, la forma dictatorial, la forma democrática, etc.) y, naturalmente, de la forma totalitaria, la más fácil de definir por una razón muy sencilla. Totalitarismo alude a todo el poder concentrado, sea en una persona, en un Estado, en un partido. Totalitarismo es el poder total. Si esa totalidad del poder no existe, no hay totalitarismo.
EL TOTALITARISMO DE LA ERA POSINDUSTRIAL
En textos anteriores nos hemos regido por una escala de formas de dominación no democráticas o antidemocráticas, las cuales pueden, en determinadas condiciones, culminar en esa fase llamada totalitarismo. Así, hemos hablado de gobiernos autoritarios, autocráticos, dictatoriales y, finalmente, totalitarios, que son los que acumulan la totalidad del poder. Un poder que al politizarlo todo deja de ser político.
En ese punto hay cierto consenso: el totalitarismo fue un fenómeno del siglo XX que cristalizó en tres países: la Alemania hitleriana, la Rusia estalinista y la China maoísta.
Después del derrumbe del comunismo, no pocos autores llegaron a pensar en que estaba descartada la posibilidad de un resurgimiento de nuevos regímenes totalitarios. No obstante, tras dos decenios transcurridos del siglo XXI, podemos decir que tal esperanza carecía de fundamentos.
En los hechos, hay dos países a los que, sin titubeos, podemos caracterizar como totalitarios (o neototalitarios): la Rusia de Vladimir Putin y la China de Xi Jinping. El primero alude a un poder totalitario personal; y el segundo, un colectivo (el PCCh), aunque en los dos últimos años ha derivado del colectivismo partidario a un personalismo excluyente representado en Xi Jinping.
Importante es mencionar que se trata de reaparecimientos totalitarios, tanto en China como en Rusia. Una indicación de que en ambos países los elementos de la dominación totalitaria constatados por Hannah Arendt permanecían latentes. No desaparecieron. En la China posmaoísta (que no estudió Hannah Arendt) fueron mantenidas todas las estructuras de la dominación totalitaria, pero el poder, sobre todo bajo Deng Xiao Ping (1979-1997), asumió formas deliberativas, las tendencias fueron permitidas y las discusiones circulaban a la luz pública.
Durante la era de Xi Jinping, de acuerdo con lo mostrado en el faraónico XX Congreso del PCCh, el partido volvió al centralismo antidemocrático y al oprobioso sistema de “purgas”.
En Rusia, el proceso que ha llevado hacia la (re) totalización del poder ha sido más lento. Durante Gorbachov (y su entrada a la “casa europea”) y durante los primeros tiempos de Yelsin, Rusia pareció experimentar un proceso de occidentalización. Putin, desde su llegada el año 2000, hasta 2007, con su inesperada agresión verbal a Occidente en la Conferencia de Münich, había mantenido la apertura posdictatorial, cumpliendo al menos con las formas electorales.
La conversión del poder autoritario en una autocracia personalista comenzó a cristalizar en el año 2008 con las agresiones a Chechenia y Georgia. Se cumplió una premisa de Arendt: el totalitarismo es impulsado por el imperialismo (Origins of Totalitarianism).
Por el momento no es posible determinar con exactitud si fueron las guerras de Rusia las que llevaron a la dominación totalitaria o fue el proyecto totalitario que acariciaba Putin la razón que impulsó las guerras de expansión de Rusia. Los indicios –sobre todo a partir de la invasión a Crimea en 2014– apuntan hacia la segunda posibilidad.
Lo importante es que el proceso que llevó del autocratismo al totalitarismo está articulado con la expansión territorial de Rusia. Durante una guerra rige el estado de excepción, y si esa excepción no es transitoria sino permanente, deja de ser excepción.
En el caso de China, no fueron guerras, pero sí desafíos geoestratégicos los que probablemente impulsaron al partido dominante a instituir un «estado de excepción permanente». El crecimiento económico de China convenció a su dirección política de que debía reconocer el punto de inflexión donde la nación no solo debía ser una potencia económica sino, además, política. Para Xi y los suyos había llegado la hora en la que China debería reclamar derechos hegemónicos como conductor, no solo de la economía, sino de las relaciones políticas internacionales mundiales.
La era de la globalización –es un evidente convencimiento de Xi– exigía una China global y no regional. Política y militar, no solo económica. Desde ese autorreconocimiento, Taiwan no solo interesa a China por razones económicas sino también simbólicas. Si China logra sentar soberanía política sobre Taiwan, mostraría al mundo que está en condiciones de doblegar la hegemonía política-militar, si no la occidental, por lo menos la estadounidense. Y para enfrentar esa escalada global, China necesita de sus perros de presa atómicos, que son, por lo menos a tres: Kim Jong-un en Corea del norte, el Irán de los ayatolas y, naturalmente, la Rusia de Putin.
La Rusia de Putin ha seguido un camino diferente en la ruta hacia la totalización del poder. Para Putin, no se trata de alcanzar un futuro luminoso, sino de recuperar un pasado sagrado: el de la Santa Madre Rusia.
De tal manera, que mientras el totalitarismo chino puede ser definido como posmoderno, el de Rusia es evidentemente premoderno (un imperialismo de la era posimperial, según Timothy Garton Ash). En los dos casos, sin embargo, no encontramos solo una simple reedición de los totalitarismos maoísta y estalinista, sino de nuevas formas totalitarias, acordes con su tiempo. Ambos son totalitarismos del siglo XXI. Y eso significa, mientras los totalitarismos del pasado reciente surgieron en el marco determinado por la era de la industrialización, los del presente pueden ser vistos como totalitarismos posindustriales.
Para poner un ejemplo, la base social que lleva a la emergencia del fenómeno totalitario provino, en el caso del nazismo y del comunismo, de la conversión de las clases en masa. Pero aquí debemos puntualizar: las masas que hoy emergen en China y Rusia son diferentes a las que nos describiera Arendt y otros autores (Gene Sharp, por ejemplo) que se han ocupado del tema del totalitarismo. Mientras las masas de los totalitarismos del siglo XX eran masas pauperizadas, utilizadas como carne de cañón para alcanzar objetivos meta-económicos por medio de la industrialización forzada, las masas del periodo posindustrial son masas consumistas, férreamente ligadas al mercado local. En ese sentido (solo en ese) las masas de Putin se parecen más a las de Hitler que a las de Stalin y Mao.
Hitler, recordemos, elevó los ingresos, el consumo y el bienestar de las masas de trabajadores (ocupación plena, vacaciones pagadas, seguro social, automóviles). El trabajo esclavizado impuesto por Stalin en las fábricas urbanas y en las granjas colectivas (koljoses), lo reservó Hitler para el infierno de los campos de concentración, los que también existían en cantidades en la Rusia y en la China comunista. Podríamos decir, incluso, que bajo los totalitarismos estalinista y maoísta hubo, en un muy corto plazo, ese proceso de acumulación originaria (Marx) que en el mundo capitalista se extendió a lo largo de siglos. Sobre, y no durante, esa fase de acumulación, fueron erigidos los totalitarismos del siglo XXI.
OCCIDENTALIZACIÓN ECONÓMICA, DESOCCIDENTALIZACIÓN POLÍTICA
Si volvemos a Hannah Arendt, encontraremos dos elementos inherentes a la dominación totalitaria del siglo XX: el terror y el adoctrinamiento ideológico. Ambos existen, sin duda, en las dictaduras de Xi y de Putin, pero en un nivel más bajo y, a la vez, distinto. El terror continúa de modo más sutil. Ya no se trata tanto de la vigilancia policial, casa por casa, sino de una digitalizada, menos estricta y más eficiente. Basta simplemente que los ciudadanos no participen en política, actividad reservada en China para la casta comunista, y en Rusia suprimida del todo.
Raramente, solo en contadas ocasiones, las masas de ambos países son movilizadas para vitorear a sus líderes. Más importante es que se queden en casa, informadas por la televisión estatal, y que en su tiempo libres acudan a los mercados a consumir productos, aunque se hayan inventado en el odiado Occidente. Contradicción que no parece importar demasiado a los administradores del poder. Ellos no están en contra del mercado occidental, están solo en contra de las ideas y de los derechos humanos occidentales. Vamos a ponerlo más claro: Ni Xi ni Putin están en contra de la occidentalización del mercado, pero sí en contra de la occidentalización de la política.
Que las masas de los respectivos países consuman toda la chatarra que quieran, sigan todas las modas, bailen y canten la música occidental, los tiene sin cuidado. Incluso, dichas inclinaciones son estimuladas desde el alto poder. Pero, ay de las mujeres si asumen el feminismo occidental; ay de los ciudadanos si reclaman pluralismo político; y ay de quien defienda los derechos fundamentales del ser humano.
LAS IDEOLOGÍAS DEL PODER NEOTOTALITARIO
Desde un punto de vista doctrinario, también existe una gran diferencia entre los totalitarismos del siglo XX y los del XXI. Los detentores del poder del antiguo totalitarismo creían actuar en nombre de doctrinas, la fascista y la marxista leninista, a las que eran conferidas dos características: la universalidad y el futurismo. De acuerdo con esas doctrinas, los tres dictadores imaginaban que sus ideologías eran válidas para todo lugar y que el mundo terminaría, tarde o temprano, siendo fascista, para unos, comunista para otros. El Tercer Reich iba a ser mundial y el comunismo también. De una u otra manera, los dictadores totalitarios del siglo XX creían tener a la historia universal de su parte.
Xi y Putin también creen en doctrinas, pero sus características son radicalmente diferentes. Los dos dictadores nos hablan de un nuevo orden mundial, pero ese orden lo entiende cada uno a su manera. Lo único que para ellos está claro es que ese nuevo orden significará la derrota económica y política de Estados Unidos, primero, y de occidente, después. Pero desde un punto de vista teórico, ético, político y hasta utópico, ese nuevo orden está vacío. Eso explica por qué las ideologías a las que recurren los nuevos totalitarismos distan mucho de ser futuristas, como lo fueron las del comunismo y del fascismo. Al contrario, son más bien –si me permiten el término– “pasadistas”.
La dictadura de Putin, incapaz de ofrecer un futuro esplendoroso, ofrece un regreso a un pasado supuestamente glorioso y heroico: el de la antigua Rusia, sea la de los zares o la de Stalin. Para algunos rusos ese retorno –en un vocabulario psicoanalista: esa regresión– puede ser fascinante. Pero es difícil que la gran masa apolítica rusa se adhiera a las reaccionarias utopías de Putin. Mucho menos atractivo puede ser el culto “pasadista” para habitantes de naciones que fueron parte del imperio soviético. Imposible, por ejemplo, que las naciones de Asia Central, en su mayoría musulmanas, sientan entusiasmo por ser otra vez parte de una Rusia, ya no soviética, sino cristiana-ortodoxa.
La doctrina de Putin es nacionalista, pero no mundialista. Peor aún, es “rusista”. Como medio de dominación ideológica internacional, no sirve para nada. ¿Qué nos puede ofrecer Rusia aparte de represión, fanatismo religioso, y glorias zaristas?, se preguntan con toda razón los ucranianos. Dicho con las palabras del escritor alemán Peter Schneider: “El único objetivo claramente establecido que Putin promete a sus rusos y a los pueblos que van a regresar al Imperio Ruso es la restauración del poder, la grandeza pasada y una participación en el esplendor del imperio resucitado“.
La dictadura de Xi Jinping, por su parte, parece haber comprendido que la doctrina marxista ha dejado de ser un producto de exportación ideológica. En el mejor de los casos es solo consumible para los cretinos que gobiernan en países como Cuba, Nicaragua, Bolivia o Venezuela. Eso explicaría por qué, bajo Xi, los jerarcas chinos parecen estar cada vez más preocupados por promover la unidad espiritual de sus habitantes mediante la intensificación y propagación de la filosofía confuciana, hoy obligatoria en todos los establecimientos educacionales.
En cierto modo, el partido comunista chino ha adoptado una doctrina marxista confuciana (algo así como un vaso de leche mezclado con ají) cuyo propósito es reivindicar una tradición nacional y nacionalista y así mantener sujetas ideológicamente a las grandes masas de la inmensa nación.
En otros términos, los totalitarismos chino y ruso no son internacionalistas sino tradicionalistas. La religión ortodoxa y la filosofía de Confucio, ambas magníficas creaciones del espíritu humano, han pasado, bajo la égida neototalitaria de nuestro tiempo, a convertirse en ideologías de Estado. Su función no es nada espiritual: mantener, gracias al carisma (Weber) de la religión y de la tradición, la cohesión del frente interno a fin de avanzar económicamente hacia la construcción de un nuevo orden mundial donde las democracias sean la excepción y las dictaduras la regla.
El problema es que ese objetivo no es imposible. De hecho, los dos totalitarismos del siglo XXI cuentan con el apoyo directo o tácito de todos los antidemócratas del mundo, de casi todas las dictaduras y autocracias del mundo, de muchas mentes tecnocráticas del mundo.