Por Andrés Ortiz Moyano
19/08/2017
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En el pensamiento occidental, el terrorismo yihadista ha instaurado una insoportable psicosis colectiva. Es el círculo perfecto de la propaganda del terror ya que, ante cualquier tragedia, la ciudadanía siempre piensa en el autodenominado Estado Islámico o Daesh.
“El objetivo del terrorismo es impulsar un tipo de violencia que aspira a alcanzar un impacto social que mueva a los gobiernos a cambiar sus políticas”. –apunta Jesús Manuel Pérez Triana, analista de seguridad y defensa, autor de GuerrasPosmodernas.com–. “Por tanto, la clave del terrorismo no está en la violencia en sí, sino en cómo la tratan los medios y cómo la percibe el público. Ahí es donde se juega la victoria o la derrota del terrorismo”. En cualquier caso, es el interminable rosario de atentados con el que Daesh está regando Occidente, Oriente Próximo y, con carácter progresivo, ciertas zonas de Asia, el principal motivo de este miedo generalizado, sin parangón en su capacidad de alcance geográfico y social.
La acción propagandística de Daesh y del terrorismo islámico en general “busca en paralelo varios objetivos diferentes”. –explica Manuel Torres Soriano, profesor titular de Ciencia Política de Universidad Pablo de Olavide de Sevilla – “Uno de ellos es generar miedo entre el enemigo.
El éxito alcanzado en ese objetivo, más allá de la indudable calidad y eficacia de los productos propagandísticos, no hubiese sido posible sin un elevado nivel de actividad terrorista. Las amenazas contra Occidente no son nada nuevo, sin embargo, por primera vez la opinión pública se las toma muy en serio, ya que atribuye credibilidad a sus protagonistas”.
El terrorismo islámico, un viejo conocido desde los procesos de descolonización de mediados del siglo XX, se ha adaptado extraordinariamente bien a los nuevos tiempos. Daesh, en su doble vertiente de protoestado medieval en sus tierras sirias e iraquíes del califato, y también como organización terrorista, evidencia una extraordinaria versatilidad.
Cuando, a finales de 2016, sus muchos enemigos comenzaron la toma de Mosul, todo parecía indicar que los días de gloria tocaban definitivamente a su fin. Y si bien es cierto que el califato como tal se constriñe cada día y su caída se antoja más cercana que nunca, la vis de red terrorista clandestina parece fortalecerse cada vez más.
“Es más que probable que ISIS vuelva a comportarse como grupo clandestino cuando sea obligado a perder más territorio”, asevera Kyle W. Orton, investigador del think tank Henry Jackson Society. Resulta, pues, paradójico que el miedo a su actividad es mayor cuando sus líneas y estructuras se difuminan, pues el califato es, a pesar de todo, un enemigo que ocupa un territorio y presenta, a su manera, tropas que combatir.
Para sumar un nuevo ingrediente a este inquietante cóctel, ni siquiera se puede considerar su red como un entramado terrorista tradicional. Lejos parece haber quedado el modelo de organización terrorista paramilitar, en el sentido de un soporte logístico y financiero amplio, de los tiempos de ETA, IRA o los anarcoterroristas. Ni siquiera Al Qaeda, el gran referente de terrorismo islámico de las últimas décadas, parece adaptarse a este nuevo patrón intangible.
El profesor Torres Soriano añade, “en comparación con Al Qaeda, Daesh ha rebajado el umbral de espectacularidad y sofisticación de sus atentados, una estrategia que ha resultado exitosa si tenemos en cuenta cómo ha conseguido alimentar la ansiedad ante un nuevo atentado terrorista”.
Daesh ha marcado una pauta sin precedentes, extendiendo un mensaje de miedo y destrucción que trasciende fronteras. Asistimos a un perfil de terrorista, por llamarlo de alguna forma, evolucionado, de perfil bajo, pero que, a pesar de ello, está poniendo en jaque a todos los servicios de inteligencia y fuerzas de seguridad occidentales. Los casos de Salman Abedi, el asesino de Manchester, o de los atacantes del doble atentado en el London Bridge y Borough Market han sido particularmente hirientes para la opinión pública, pues habían sido investigados previamente por su radicalización y, aún así, acabaron matando inocentes.
Ese subperfil con una aparente nula preparación militar se ha reforzado por un aspecto puntual pero muy relevante dentro de la extensiva y completísima maquinaria propagandística de Daesh, defiende atacar a quien sea, donde sea y con lo que sea. “Si no eres capaz de encontrar una bala entonces selecciona al impío americano, francés o a cualquiera de sus aliados. Golpéale la cabeza con una roca, asesínale con un cuchillo, pásale por encima con el coche, tírale desde un lugar muy alto, estrangúlale o envenénale”. En septiembre de 2014, Abu Mohammad al Adnani, a la sazón portavoz oficial del califato y pieza fundamental dentro de la jerarquía califal, lanzó esta arenga a través de los medios oficiales de Daesh. Al Adnani, muerto en un bombardeo de la Coalición Internacional en agosto de 2016, es todavía una pieza capital para comprender el nuevo modelo de actividad terrorista. Principal ideólogo de su estrategia de comunicación, fue además uno de los más íntimos colaboradores del califa Abu Bakr al Baghdadi, de quien se postulaba incluso como sucesor en caso de muerte o enfermedad de éste.
Esa disponibilidad que demandaba Al Adnani, ese nulo escrúpulo en la ejecución del terror, añade gasolina, cómo no, a la psicosis general. No en vano, los últimos atentados se han cometido con cuchillos y armas blancas, coches y camiones de alquiler (hay compañías que ofrecen alquileres por apenas 250 euros), pistolas sumamente baratas adquiridas en el mercado negro de la Deep web (internet profunda), o bombas caseras.
Más aún, atentados en zonas de ocio y puntos de encuentro social como los cometidos en Túnez, Niza, París (sala Bataclán), Berlín o Manchester; transporte público y aeropuertos (San Petersburgo, Estambul o Bruselas); o incluso zonas centrales y transitadas de grandes ciudades (Londres o París), han afectado a la vida cotidiana de los ciudadanos. Desde altos niveles de alerta nacional, hasta recomendaciones sin precedentes por parte de los gobiernos. Como botón de muestra, la propia industria turística se ha visto afectada por una mayor demanda de destinos ‘seguros’.
España como ejemplo
Existen, no obstante, medidas antiterroristas que se han ido aplicando en los últimos años. Desde el pacto antiyihadista español entre PP y PSOE hasta medidas concretas en países como EEUU (la polémica ley antiinmigración de Trump), Francia (control de viajeros y usuarios digitales), Reino Unido o Alemania, pasando por proyectos de contranarrativa yihadista con interesantes resultados como el del proyecto norteamericano Think Again Turn Away (“Piensa de nuevo, da lavuelta”, iniciativas de comunidades islámicas como la campaña #NotInMyName (“No en mi nombre”) o la reciente propuesta de contenidos basados en la concordia elaborada por el gobierno kuwaití.
No existe todavía una política global efectiva, aunque sí se puede contar con referentes eficaces como, por ejemplo, la propia actividad española. Gracias a una legislación flexible en la materia y una notable experiencia por los años de actividad de ETA, España se erige como uno de los estados más exhaustivos en la lucha. No en vano, 722 yihadistas han sido detenidos desde el 11M y cerca de un tercio de ellos en los últimos años de actividad del Daesh.
Pérez Triana explica: “Las medidas más efectivas en España han sido la cooperación internacional, la vigilancia de las redes sociales, el trabajo a pie de calle en los barrios, etc. La cooperación con Marruecos ha sido fundamental. Pero luego, si vamos al plano europeo encontramos que por mucho que se haya repetido la voluntad de luchar, hay todavía camino por recorrer”.
La lucha antiterrorista y la confianza en la acción de las fuerzas de seguridad de los estados es el camino para acabar tanto con el terrorismo yihadista como con la histeria colectiva que ha generado.