En todos los seres humanos hay dos postulantes simultáneos: uno se dirige a Dios y otro se dirige a Satán, escribió el eximio poeta francés Charles Baudelaire en su clarividente y provocativamente tentadora poesía. El gran Rimbaud, autor de Una temporada en el infierno, dirá, para animarnos a seguir: ¡Que no sepan por Dios, si es danza o es batalla! ¡Furioso, Belcebú rasga sus violines!
Dudo que exista un escritor que haya paladeado a lo largo de su vida, con más dignidad, el dolor y el sufrimiento que Fiódor Dostoievski. Al tocar el suelo de este incomparable escritor ruso, ingresamos al mundo místico y virgen donde sentimos un sutil terror que nos cautiva para acercarnos a los eternos elementos.
En ocasiones siento que fue la reencarnación de un cristiano primitivo sometido a tormentos, como los peores criminales y los iniciados que profesaron la fe de Jesús, al damnatio ad bestias –un tipo particular de pena de muerte– aplicado a los primeros cristianos lanzados a la arena del circo para festín de los leones en el siglo I de la era cristiana.
Descubrir a Dostoievski
Siempre me dolió y padecí a Dostoievski, desde que leí la primera página de Memorias del Subsuelo: Soy un hombre que está enfermo. Soy irremediablemente malo. Nada tengo de simpático. Creo que estoy enfermo del hígado… No me cuido y nunca me he cuidado… En ese instante, sentí el grueso tirón de los dientes de un felino sobre mis muslos y escuché el grito ahogado con sordina por la algarabía de la plebe emborrachada de placer disfrutando el martirio de los otros.
Como bien lo explica Stefan Zweig en una de sus más deslumbrantes biografías:
Quien se conozca bien y profundamente, conocerá también verdadera y entrañablemente a este hombre, que es, si alguien puede serlo, la medida última de toda humanidad. Dostoievski es, por el hilo de su vida y por su estrella, hermano inseparable de todos los misterios del ser. Su mundo gira entre la muerte y la locura, entre el sueño y la llama clara de la humanidad.
Su padre, Mijaíl Andreievich Dostoievski, médico militar al igual que el de Schiller, uno de sus favoritos, era de origen noble; su madre, María Fiodorovna Niechaieva, tenía sangre aldeana; y así se enlazan en su existencia y la fecundan las dos raíces del pueblo ruso. Tuvo una formación severamente religiosa. Su madre suspendía frecuentemente los oficios domésticos para contar a los hijos el nacimiento, pasión y muerte de Cristo.
Nació el 30 de octubre de 1821. Lo bautizaron el 4 de noviembre, en la iglesia Pedro y Pablo del hospital de los pobres y le pusieron Fiódor, el nombre de su abuelo materno. Sería el segundo de siete hermanos. Aliona Frolovna, una especie de nana, será un personaje muy importante en la familia, los primeros años. Una mujer tremendamente grande y gorda, de apetito voraz, cuya barriga llegaba a las rodillas.
Un retrato para la historia
El siguiente es el magistral retrato que hace Stefan Zweig, en mi opinión, el más vivo y el que mejor define la fisonomía del gran novelista:
El rostro, diríase a primera vista, el de un aldeano. Color de tierra, sucias casi, hundidas las mejillas, donde mordieron, dejando sus surcos, los sufrimientos de largos años; la piel sedienta y abrasada, resquebrajada sin sangre y sin color, chupada por el vampiro de veinte años de enfermedades.
A ambos lados del rostro, emergiendo como dos potentes bloques de piedra, los pómulos eslavos, y en el centro, la boca áspera, el mentón hendido, que se esconde bajo el matorral silvestre de la barba.
Fiódor guardará hasta su fallecimiento, como una reliquia entre sus tesoros más preciados, sus primeras lecturas del libro Ciento cuatro historias del Antiguo y Nuevo Testamento. Cuando aprendió a leer, recordaba que su padre contrató a un diácono erudito para que les enseñara Historia Sagrada.
Jamás habla de su niñez solitaria y demasiado disciplinada, entre dos polos extremos, la manu militari y déspota de su padre y la mucha atención, ternura y protección de su madre, que fallece prematuramente en 1837, a los 37 años, y su padre dos años después, que le causó, por sus constantes desavenencias con él, un profundo sentimiento de culpa. Por lo que los silencios del novelista serán siempre severo silencio o repugnancia orgullosa de secreta compasión ajena.
Estos años, según Henry Troyat, que en otros escritores llevan imágenes coloridas y rientes, recuerdos tiernos y dulces nostalgias, son en su biografía un vacío gris. El mismo Dostoievski lo confiesa en uno de los tantos pasajes escritos:
Todo lo extraordinario e indomable de nuestra existencia se plasma únicamente por la concentración interior, por una sublime monomanía emparentada seguramente con la locura.
Una vida de elevaciones y caídas
En la vida de Dostoievski –según Zweig–, lo que comienza siendo melodrama acaba siempre en terrible tragedia. Una tensión extrema lo controla todo: las decisiones se concentran en pocos segundos sin transición, y diez o veinte minutos de éxtasis, o de hecatombe, fijan su suerte. Esta sabia crueldad hace de su vida una obra de arte; de su biografía una tragedia. Y con simbolismo maravilloso, su obra artística reviste las formas del destino de su creador.
Ya el mismo nacimiento del novelista sugiere un símbolo. Viene al mundo en un asilo. La vida le marca pauta desde que ve la luz: siempre marginado, despreciado, junto a los deshechos de la vida, y, sin embargo, en el epicentro del destino humano, cerca del sufrimiento, el dolor y la muerte.
A los 16 años, Fiódor Dostoievski y su hermano Mijaíl son internados en la Escuela de Ingeniería Militar de San Petersburgo, donde lee a Shakespeare, a Pascal, a Víctor Hugo y a Hofmann.
Estudiando en esta academia comienza a padecer ataques de epilepsia, que cada vez se harán más frecuentes y lo acompañarán hasta el final de sus días:
Un segundo de arrobamiento, y la vida se hunde impotente. Detrás de cada éxtasis acecha el ocaso gris del sentimiento adormecido, y en los largos días de nublado que siguen se va incubando traidoramente el nuevo rayo homicida.
Nace el gran novelista
En adelante, cuando sale al mundo, será un ser retraído y huraño. Transita todos los caminos y paisajes del libertinaje, pero solitario siempre, poniendo asco en todos los placeres, su sentimiento de culpa presente en todos los goces, mordiéndose de manera permanente los labios hasta hacerlos sangrar.
Termina sus estudios de ingeniería en 1843. Después de adquirir el grado militar de subteniente se incorpora a la Dirección General de Ingenieros de San Petersburgo. En 1846 termina su primera novela, que tendrá un gran éxito: Pobre Gente.
El profesor de origen ruso y naturalizado francés, Henry Troyat, miembro de la Academia Francesa, escribe en su biografía del autor de Crimen y Castigo: ¿Cómo conciliar las pasiones literarias de Dostoievski, su incondicional amor por el lirismo, por ‘‘lo bello y lo grande’’, por lo sonoro y lo patético, con la modesta historia de Pobre Gente?
Por un lado, Schiller, Víctor Hugo, Racine, Walter Scott, George Sand, Shakespeare, Byron, Pushkin, Lamartine, con su cortejo de nobles amores, crímenes espectaculares, lamentaciones elegiacas y, por otro lado, el pobre oficinista Dievuchkin, metido en su uniforme viejo, alojado en una buhardilla y reconfortado solo por la ternura de una muchachita que vive en la misma manzana de casas.
Es Belinski, crítico y promotor principal de su primera novela, quien se aproxima para puntualizar:
Honor y gloria al joven poeta cuya musa ama a los inquilinos de las buhardillas y de los sótanos, y dice a los habitantes de los palacios dorados: ‘‘También son hombres, también son vuestros hermanos’’.
Hombres y hermanos, Dostoievski lo comprende en una especie de estremecimiento bienaventurado. Se hunden los decorados orientales, las siluetas de la gran historia caen para siempre al vacío. Solo quedan las pobres gentes, los humillados, los ofendidos.
En cualquier rincón oscuro, un corazón de consejero puro y noble, cándido y consagrado a sus jefes y, con él, una jovencita, ultrajada y triste. Su historia me desgarra el alma.
Dostoievski había encontrado su camino, sentenció Troyat.
El milagro secreto de Dostoievski
Cada ascenso se paga con una rodada; cada instante de gracia es seguido de largas horas de agobio y desesperación. La historia del Milagro secreto de Jorge Luis Borges será una original réplica posiblemente inspirada en la tragedia que se cierne sobre Fiódor Dostoievski en 1849.
Solo que en el caso del cuento del escritor argentino, el protagonista es Jaromir Hladik, un judío perseguido por los nazis en 1939, quien habla con Dios en la oscuridad para decirle:
Si de algún modo existo y no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días. Tú, de quien son los siglos y el tiempo.
Acusado de conspiración, Dostoievski es detenido una noche de abril de 1849, por pertenecer a un grupo liberal simpatizante del nihilismo, conocido como el Círculo de Petrashevski, bajo el cargo de sedición contra el zar Nicolás I. Cosacos y oficiales irrumpen en su cuarto; su ocupante, que no ha salido del asombro, es tomado preso; su identificación secuestrada.
Y otra vez –dice Stefan Zweig– su destino se condensa en un instante, en el más apretado y más rico de su existencia, un instante infinito en que la muerte y la vida se dan los labios en ardiente beso.
Bajo el claroscuro ambiente del alba, junto a otros nueve condenados a la misma pena, ya le han vestido con la mortaja de la muerte, ya le han atado a la estaca y vendado los ojos. Ya ha escuchado la lectura de la sentencia, y oye el redoblar de tambores…; todo su destino se apelotona y se estruja en un puñado de esperanza; su desesperación infinita y su infinita ansia de vivir se condesan en una sola molécula de tiempo…
Y de pronto, el oficial levantó la mano, agitó un pañuelo blanco y leyó el indulto que conmutaba la pena de muerte por el presidio siberiano. Dios había oído su súplica y aceptado su propuesta hecha la última noche, para que culminara su grandiosa obra literaria en un plazo de 30 años.
Su bien ganado prestigio literario con la aparición de Pobre Gente se precipita al vacío. Pasará cuatro años en el que todo su horizonte estará cercado por mil quinientos postes de madera y solo muecas y lágrimas podrá compartir con sus camaradas durante esos espantosos años.
Solo tiene por compañeros de vida a criminales, ladrones y asesinos; por trabajo diario, partir alabastro, transportar rejas y palear nieve. La biblia es el único libro que se le tolera, y sus amigos, un perro sarnoso y un águila aliquebrada. Cuatro años lo tienen sepultado en la Casa de los Muertos.
De nuevo, el Ave Fénix levanta su vuelo
Cuando sale de Siberia (1854) y llega a San Petersburgo todos lo han olvidado. Empieza de nuevo, esta vez, animado y emprendedor. Lleno de fuerzas renovadas, inicia su dura marcha contra el infortunio hasta alcanzar otra vez el reconocimiento con la pintura mejor lograda de sus cuatro años de presidio: sus Memorias de la Casa Muerta (1861-1862).
De las cenizas surge una obra que le basta para rehacer su prestigio de buen escritor: su relato, dedo acusador contra la violación de los derechos humanos, llega al Kremlin; el zar llora sobre el libro y miles de labios vuelven a pronunciar emocionados su nombre: ¡Dostoievski!
Funda, con su hermano Mijaíl, una revista que llena casi él solo, El Tiempo, pero de nuevo la sombría voluntad que gobierna su destino vuelve a atacarlo. Había llegado el momento en que el poeta conocerá la ansiedad y el desasosiego del nómada involuntario.
Las autoridades sacan de circulación. Desde ese momento el martirio va invadiendo su vida. Muere su mujer, y poco después su hermano y mejor amigo Mijaíl, además de su gran colaborador. Tiene a su cargo una obligación que pesa como plomo: la manutención de dos familias. Su columna se dobla bajo la presión agobiante de las deudas.
Desesperado, lucha y se defiende con las uñas hasta el final. Pero el destino, siempre más fuerte, lo quiebra: una noche cruza la frontera huyendo como un criminal de sus acreedores.
Con su maestría clásica, Stefan Zweig describe este triste y conmovedor pasaje de la vida de soledad y desesperación de este genial escritor eslavo:
Es terrible pensar cómo el más grande de los poetas rusos, el genio de su generación, el mensajero de un mundo de lo infinito, andaría errante durante años, sin hogar, lleno de miseria, de país en país.
A duras penas encuentra techo en algún cuartucho mezquino, oprimente, donde solo se respira el vaho de la pobreza; el demonio epiléptico se clava en sus nervios; las deudas, los pagarés, los compromisos, le azotan sin tregua de uno a otro trabajo. La timidez y la vergüenza le azotan de una en otra ciudad.
A uno se le encoge el corazón cuando lee algunas de las cartas de este coloso de las letras, escritas a amigos en San Petersburgo, clamando ayuda.
Son epístolas humillantes y serviles como gemido de perro hambriento, en que para suplicar diez rublos invoca cinco veces el nombre del Salvador; estas cartas espantosas jadean, lloran y aúllan por un mísero puñado de dinero.
Dostoievski pasa las noches enteras escribiendo. No importa que en el cuarto contiguo su nueva mujer gima con las contracciones de parto, mientras el ataque de epilepsia tiende sus odiosos tentáculos para derribarle, al mismo tiempo que la casera le amenaza con la policía para cobrarle alquileres atrasados, y la portera lanza maldiciones al cielo porque no le pagan.
Escribe. Y escribe para la posteridad, Crimen y castigo (1866), El jugador (1866-67), El idiota (1868-1869) Los endemoniados (1871-1872), obras monumentales del siglo XIX.
Luego de su retiro definitivo del ejército, ya era un cristiano devoto. Se transformó en un crítico del nihilismo y del socialismo de su época. Sus cuestionamientos fundamentales consistían en que no se podía trasladar una doctrina nacida en Europa, como el marxismo, al pueblo ruso, como no se debía imponer tampoco el cristianismo católico a un pueblo eminentemente cristiano ortodoxo.
La obra de un gran novelista
Dostoievski es el más grande novelista de los asuntos infinitos del alma. El más convocante a la introspección, porque penetra con agudeza todas las ramificaciones emotivas, mezquinas, ruines, nobles y auténticas que mueven los sentimientos humanos.
Es un precursor de la criminología que cede sus espacios a los especialistas en la materia para que se nutran de sus personajes y aligeren sus búsquedas en explicaciones a las tentaciones, desviaciones, satisfacciones y perversiones del espíritu humano. Su literatura constituye un enriquecido mundo referente para la psicología, la psiquiatría y la elaboración de perfiles de conducta.
Toda su obra es un intenso recorrido por toda la miseria y la grandeza humana, sin dejar para él nada más que la vivencia desbordada de sufrimiento del deber cumplido a través de su vida. Desde el Evangelio, no vive más notable develador de todos los dolores. No hay maestro más potente y subvertidor de los valores establecidos que este poeta rendido a la servidumbre de su estrella por conciencia y por humillación.
Es poderoso y fuerte –dice Zweig– porque le han hecho así el poder y la fuerza de su destino, y sin los martillazos que este descarga sobre el yunque de su existencia no se hubiesen forjado las energías de su alma. En mi caso, no he conocido, en mi desprendida vida laica, un discípulo del Señor tan ejemplar para soportar los padecimientos de los primeros cristianos y experimentar su ejemplo en la cruz.
Un epílogo necesario
Me atrevo a sugerir que su obra –especialmente Crimen y castigo y Memorias del subsuelo– en el género novelístico, es la de más fuerza emotiva y la de más profundidad psicológica para su estudio en el siglo XIX, como lo es En busca del tiempo perdido de Marcel Proust en el siglo XX. Ambos autores son imprescindibles para la comprensión del desarrollo humano, como Esquilo lo fue en la antigüedad en el teatro y Shakespeare lo es en el mismo género, después del Renacimiento hasta nuestros días.
Su obra es prolífica; su escritura, seca, ligera e intensa como la estepa rusa. Rigurosa en el detalle, calmosa en el desenlace, de misteriosa emotividad. Son muchas sus novelas, todas de una riqueza literaria y vivencial extraordinaria. Muchas fueron publicadas por entrega.
La última fue Los hermanos Karamazov (1879-1880). La temática fundamental de su obra girará fundamentalmente respecto al futuro de la humanidad y las injusticias sociales del tiempo que le tocó vivir. La mayoría versan sobre la condición humana y abordan temas como la pobreza, las bajas pasiones, la degradación moral, las relaciones amorosas y familiares, el egoísmo, la vanidad, el orgullo, la culpa.
Dostoievski asume el realismo psicológico y trabaja con varias disciplinas sus argumentos, como la filosofía, la teología y la ética. Algunas de sus obras tienen carácter claramente autobiográfico, como La memoria de la Casa de los Muertos, Memorias del subsuelo, El jugador y Los hermanos Karamazov. Varios de sus personajes sufren de epilepsia, enfermedad que lo acompañó toda la vida y sobre la cual afirmaba que en los segundos que precedían a cada ataque él podía ver a Dios.
Siento que Fiódor Dostoievski pudiera ser en novela lo que Shakespeare en el teatro: el psicólogo de los psicólogos. El abismo del corazón humano le atrae con fuerza mágica, y su verdadero mundo está en la inconciencia y lo subconsciente, en lo insondable.
Así lo confirma, para mí el mejor de sus biógrafos, Stefan Zweig:
Desde Shakespeare nadie nos había enseñado tanto de los misterios del sentimiento y de las leyes indiscernibles que los gobiernan, como Ulises que retorna del mundo infra terreno, trayéndonos, el mensaje enigmático de las almas.
Muere un 28 de enero de 1881. Detrás del cortejo, una multitudinaria manifestación de seguidores. Tres semanas después caerá el zar asesinado. Dostoievski muere como Beethoven, bajo la tormenta, en el tumulto sagrado de los elementos.
El gran filosofo Friedrich Nietzsche, autor de Así habló Zaratustra, comentará: Dostoievski es, dicho sea de paso, el único psicólogo que ha podido enseñarme algo: es uno de los azares más venturosos de mi vida…
Hermann Hesse, Nobel de literatura en 1946, recomendará a las nuevas generaciones su lectura con esta apología:
Debemos leer a Dostoievski cuando nos encontremos en un mal momento, cuando hayamos apurado hasta las heces nuestra capacidad de sufrimiento y sintamos que la vida es una herida infinita, abierta y abrasadora, cuando respiremos el aire de la desesperación y hayamos muerto mil muertes de desesperanza… cuando ya no esperemos nada, entonces estaremos por fin preparados para oír la música de este poeta terrible y maravilloso.