Entre las múltiples paradojas de la actividad política, las hay que pueden ser narradas, a fuerza de no ser creíbles, pero las hay que no pueden ser relatadas, a fuerza de ser ciertas. Pero la que voy a narrar ahora, además de poder ser narrada, por increíble que pueda parecer, fue cierta, tan cierta que espanta la coherencia y el sentido más íntimo de la lógica.
Corría el 31 de mayo de 2018, dos años ya, y comparecía a primera hora en el Senado para dar cuenta de los presupuestos de la Secretaría de Estado de Servicios Sociales e Igualdad. A esa misma hora, en un plano convexo, se sucedía en el Congreso de los Diputados el debate que, a la postre, abocaría en la aprobación de la moción de censura por el que vendría a ser Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Huelga decir que los senadores en mi Comisión estaban teletransportados a otra esfera planetaria, la de la Carrera de San Jerónimo. Y fueron tomando asiento para comenzar mi sesión de control.
Al punto de empezar la sesión, cuando el Presidente de la Comisión comenzaba a poner orden en la sala, caí en la cuenta de que nada era lo que parecía. El principal grupo de apoyo al Gobierno iba a pasar a la oposición en el periodo de dos días, de modo que la encendida defensa del presupuesto quedaría en una aporía si correspondía al nuevo Gobierno su impulso definitivo. El principal partido de la oposición en ese momento se iba a convertir, por arte de birlibirloque, en la fuerza parlamentaria que apoyaría al nuevo Gobierno, de modo que toda la crítica presupuestaria revertiría en menos de una semana.
Las posibles fuerzas políticas que respaldaban la moción de censura abatirían sus críticas en el momento en que el candidato propuesto en la moción de censura fuese investido. Las fuerzas nacionalistas, en uso consuetudinario de la capitalidad parlamentaria, reprocharían la escasa dotación de determinadas partidas presupuestarias, a pesar de que, por pura dicotomía intelectual, que es barbarie ilógica, nieguen que el Estado tenga competencias en la materia. Pero la pasta es la pasta. Y estaban los que asistían impasibles al revés de la trama porque habían apoyado el presupuesto. Su aliado mutaría en un día, y sin dejar de mostrar, en cambio, los dientes en todo momento, pues al poder se puede acceder por la estética dental. Y así hasta ahora, 2020.
El presupuesto es un “continuum”, con un gasto cautivo recurrente que reduce a su mínima expresión el poder discrecional de las Administraciones. Y de tanta continuidad, se ha acabado cronificando, porque a pesar de su exigua estatura, la sombra de Montoro es alargada. Y prorrogada. Y no era difícil que de Montoro se pasase a Montero, que solo hay una distancia de una vocal.
En 1959 publica el maestro Benedetti su libro «Montevideanos» y, entre espacios de ficción y realidad, a la costumbre del escritor, hay un relato titulado «El presupuesto», cuya actualidad sesenta años después es irrebatible. Un fragmento como ejemplo: “Primeramente, el Presupuesto estaba a informe de la Secretaría del Ministerio. Después que no. No era en Secretaría. Era en Contaduría. Pero el jefe de Contaduría estaba enfermo y era preciso conocer su opinión. Todos nos preocupábamos por la salud de ese jefe del que sólo sabíamos que se llamaba Eugenio y que tenía a estudio nuestro presupuesto”. Eugenio, hoy y aquí, puede ser un Eugène francés, un Eugen alemán o un Eugenius sueco en un despacho entre el Atomium y la Grand Place de Bruselas.
No es, en cambio, una circunstancia nueva en la historia de nuestro país, pues en sus crónicas parlamentarias, Fernández Flórez ya lo predicaba de los Ministros de Hacienda de la Segunda República: «Chapaprieta ha anunciado que reformará los presupuestos de Marraco, porque no hay tiempo de hacer otros. Marraco había reformado los de Lara. Lara, los de Carner. Carner, los de Prieto. Prieto, los de la Monarquía». Fernández Flórez acaba contando después la historia de una familia pobre, hasta el punto era su pobreza que solo tenían un gabán, el del abuelo, que se iba zurciendo de generación en generación para uso de los descendientes. «Una esperanza mueve los crespones de nuestra tribulación: el señor Chapaprieta es un buen sastre». Sastre y desastre. Ochenta años después, tan lejos, tan cerca.
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