La COVID-19 genera toda una cascada de sentimientos que nos causan miedo, ira o tristeza. Nos enfrentamos a la situación más límite que como especie hemos tenido ante nosotros. Gestionar estas emociones es lo que nos hace ser más humanos
Durante la historia humana han ido ocurriendo cíclicamente situaciones en las que la polarización social ha dominado las relaciones. Desde las conquistas de antaño hasta las más recientes guerras han tocado las teclas necesarias para que individuos de una misma especie terminen odiándose y matándose por cuestiones que han ido desde la territorialidad o la expoliación de recursos hasta la religión.
No sé si en algún momento te has parado a reflexionar qué es necesario para que un ser humano insulte, agreda o incluso mate a otro. ¿Qué es lo que hay detrás de la conducta consumada? Sencillamente, lo mismo que para que un ser humano halague, abrace o salve la vida a otro: una conducta final que viene precedida de una respuesta emocional a la que se asocian diferentes interpretaciones de la realidad que esa persona está percibiendo.
De un modo inconsciente el ser humano se ha creído, en general, dueño de sus acciones, pensando que dominaba sus pensamientos y, por lo tanto, las emociones vinculadas a estos. Sin embargo, la neurociencia nos muestra que antes que racional, nuestro cerebro es emocional (es fisiología) y, que para cuando el procesamiento de la información alcanza nuestra parte cognitiva (lo consciente), ya ha podido generar una emoción que condiciona nuestra manera de percibir el mundo.
Nuestro complejo cerebro vive tratando de integrar cada día dos procesos diferenciados neurológicamente, que conviven, que se mezclan y de los que uno terminará siendo el impulsor de nuestra acción final.
Por un lado, tenemos un circuito emocional que en menos de 100 milisegundos procesará la información recibida del entorno (por ejemplo, las noticias de los medios), la pondrá en relación con las experiencias pasadas y producirá una respuesta emocional en la que nuestro cuerpo se modificará para actuar con base en la emoción que se ha generado. De este modo, si ha surgido ira, mi cuerpo, inicialmente, se prepara para pelear, mientras que si ha surgido alegría, se preparará, por ejemplo, para facilitar la interacción social. En la literatura científica, este sistema se llama bottom-up (de abajo arriba), y es un sistema involuntario, reactivo, en el que aún no ha entrado nuestra capacidad de análisis y raciocinio.
El segundo circuito es más lento. En concreto, se calculan 250 milisegundos los que tarda la información en llegar a nuestro neocórtex, la zona donde podemos tomar conciencia, razonar y regular nuestra conducta de un modo consciente para que no sea el impulso emocional el que domine nuestras acciones. Este circuito me ofrece la posibilidad de darme cuenta, de parar, de tomar distancia de la reacción emocional y decidir de un modo más consciente y proactivo cuál es la mejor conducta.
Este es un circuito denominado top-down (de arriba abajo) y, en nuestra evolución filogenética como especie, se desarrolló más tarde. Generó una diferencia notoria con el resto de los homínidos, dado que nos aportó, entre otras, la capacidad de razonar, anticipar o prever las consecuencias de una posible acción.
Vemos, por lo tanto, que en nuestro cerebro el circuito corto que tiene relación con la aparición de nuestras emociones se dio antes de manera evolutiva que nuestra capacidad de raciocinio. Del mismo modo, vemos cómo la aparición de una emoción es mucho más rápida que la posibilidad de razonar.
Sigamos.
Como hemos dicho antes, estos circuitos conviven continuamente entre sí y, en cierta medida, podríamos decir que su actividad es inversa. En otras palabras, a más intensidad de respuesta de abajo arriba, menos respuesta de arriba abajo, y viceversa. Cuanto más potencio mi capacidad de darme cuenta, parar y regular, más voy disminuyendo el circuito reactivo de mi cerebro. Cuando el primer sistema se activa de manera excesiva y la emocionalidad supera un listón personal, se da un proceso llamado “secuestro amigdalino”, que bloquea nuestra capacidad de pensar y razonar (pensemos lo que puede ocurrir en una situación desbordante, como puede ser, para algunas personas, un ataque de celos).
El primer sistema está creado para la supervivencia, para actuar de un modo reactivo ante circunstancias del entorno que, en algún momento de nuestra evolución, han exigido respuestas rápidas para sobrevivir en el instante. Esto lo convierte en un sistema reactivo, rápido y, esencialmente, barato en cuanto al esfuerzo personal que requiere.
Si bien nos ofrece una reacción de supervivencia, es un sistema cortoplacista que no piensa en el después ni se preocupa con respecto a las posibles consecuencias que una acción reactiva pudiera tener luego de que se hace. Podríamos decir que dispara, pero sin pensar en las consecuencias del disparo.
El segundo sistema tiene una función diferente. Es un sistema que, cuando no se deja llevar por el primero, permite parar y abrir un espacio para “darse cuenta”. Aquí es donde el raciocinio puede entrar y dar espacio tanto a la cognición como a la reflexión, por lo que pide un mayor tiempo.
La COVID-19 nos recuerda nuestro pecado de soberbia, mostrándonos que no podemos controlar ciertas cosas de la naturaleza
Este es un sistema que requiere más energía. Pensar tiene un costo energético mayor que reaccionar de manera instintiva hacia las cosas. Este es el sistema que nos permite mirar a largo plazo y anticipar las consecuencias de nuestros actos eligiendo entre diferentes opciones de conducta, permitiendo, por ejemplo, entender que un esfuerzo hoy, puede ser productivo mañana. Este sistema permite empatizar, ponerse en la piel del otro, y todo eso que es necesario para lograr una armónica convivencia.
Resumiendo lo dicho, el primero está orientado hacia la supervivencia, mientras que el segundo da lugar a la convivencia.
Vemos cómo en nuestro cerebro conviven diferentes opciones que nos ofrecen perspectivas distintas. Una no es necesariamente mejor que la otra, sino que nos ofrece una posibilidad de respuesta que estará más adaptada a un contexto determinado. La opción bottom-up es ideal para un entorno de supervivencia puro y duro como sería vivir en la selva amazónica, mientras que la opción topdown se tiene que cultivar en contextos más actuales como los que, en general, vivimos nosotros, en los que la acción rápida, cortoplacista, no suele ser la más eficaz a medio plazo.
¿POR QUÉ TODO ESTO?
La COVID-19 está produciendo una cascada de situaciones que, en mayor o menor medida, están generando y generarán diferentes emociones en nosotros:
Miedo por la incertidumbre vinculada a una situación completamente nueva. Miedo también por la amenaza que supone el virus para nuestra salud o por una anticipación en la que el futuro ha tomado un tono oscuro cuando lo miramos.
Ira (como emoción básica que engloba el enfado, la cólera o la rabia) porque esta situación restringe, de algún modo, nuestra libertad a movernos. Ira también por observar situaciones que catalogamos como injustas para nosotros o nuestros seres queridos o por la frustración que supone querer y no poder.
Tristeza, por la pérdida de seres queridos, por la distancia respecto de estos o el sentimiento de soledad. También tristeza, pues en ocasiones nos esforzamos para mejorar la situación, pero no tenemos recompensa alguna.
Experimentar estas emociones con mayor o menor asiduidad será completamente normal durante el proceso, y con mayor o menor intensidad, estamos abocados a tener que lidiar con ellas, pero aquí es donde se inicia el reto de ser más humanos.
El circuito corto que hemos comentado antes se activa generando emociones, y el circuito largo nos permite manejarlas. En su proceso natural una emoción (según nos dice la neurofisiología) debería de durar unos 90 segundos, aparecer de un modo involuntario, conllevar un cambio en nosotros que nos prepara para una acción predeterminada, y pasados esos 90 segundos, diluirse para permitir que volvamos a la calma anterior a la propia emoción.
Cuando no manejamos bien nuestras emociones, ese timing inicial de 90 segundos va a empezar a alargarse; es entonces cuando la emoción se transforma en sentimiento. A medida que el sentimiento se alarga, se convierte en un estado de ánimo, que, con el tiempo, podría transformarse en un estilo emocional y personal. El proceso vivido sería del siguiente modo: surge enfado en mí, me siento enfadado, estoy irascible, soy irascible.
Que una emoción termine en un estado de ánimo depende de un factor esencial, que es nuestra gestión de la propia emoción. Cuando gestionamos de un modo correcto, facilitamos que el proceso de extinción emocional se dé en unos tiempos saludables para nosotros. Sin embargo, podría ocurrir que en una situación como la que estamos viviendo, en la que los inputs de información, nuestra mirada al futuro, el sentimiento de indefensión, etcétera, retroalimentan continuamente las emociones de miedo e ira, y nuestro estado emocional tienda al mantenimiento.
Entonces podría ser que la experiencia emocional vaya prolongándose en nosotros, y lo que empecemos a observar en nuestro entorno sea una irascibilidad general, que se manifiesta, por ejemplo, en hiperreactividad, en falta de empatía o en un contagio social que empuja a la división y la polarización. Solo podría ser.
Si es el miedo el que domina nuestra mirada, se centrará en los peligros, las amenazas o en todo aquello que tiene un tono marcado de incertidumbre
El sistema bottom up se activa de manera crónica y comienza a secuestrar nuestra capacidad de filtrar, sesgar y reflexionar, condicionando, así, nuestra perspectiva del mundo. Es entonces cuando la ira va ganando la batalla y solo veremos esa parte de la realidad que nos ofende, esas personas que parecen atacarnos y todo eso que me genera frustración. Si es el miedo el que domina nuestra mirada, se centrará en los peligros, en las amenazas o en todo aquello que tiene un tono marcado de incertidumbre.
Es decir, ese sistema empieza a condicionar de manera determinante mi campo perceptivo de la realidad para retroalimentarse a sí mismo. Cuando esto se alarga más en el tiempo, el sistema más instintivo domina generando en nosotros el modo supervivencia, y el espacio para la reflexión va inhibiéndose con las consecuencias que podemos esperar: más reactividad, más cortoplacismo, menos empatía, etc., entrando, de este modo, en un bucle circular que se autoalimenta.
Para nuestro cerebro, sin duda, esto es lo fácil y lo barato, pero aquí es donde el ser humano pierde lo que en esencia le hace humano. Cuando hablamos del reto de ser realmente humanos hablamos de esto, hablamos de cómo vamos a plantearnos afrontar la situación que tenemos ante nosotros. Cuál de los circuitos vamos a elegir para tomar las complejas decisiones que tendremos que tomar los próximos meses.
Recordemos que la otra opción sigue ahí, dentro de nosotros, nuestro cerebro sigue teniendo la capacidad de parar, de no dejarse llevar por el sistema reactivo de supervivencia, de encontrar un espacio que me permita mirar más allá del miedo y la ira, mirando hacia un medio y a largo plazo. Indudablemente, es más laborioso hacerlo, exigirá de nosotros un esfuerzo mayor que lo anterior, pero no tengo duda alguna de que con el tiempo nos daremos cuenta de que el beneficio que alcanzaremos será infinitamente más satisfactorio.
Creo que esta es la situación más límite que como especie hemos tenido ante nosotros, el clima empieza a ahogar nuestra propia supervivencia, la COVID-19 nos recuerda nuestro pecado de soberbia, mostrándonos que no podemos controlar ciertas cosas de la naturaleza, y el aumento de la desigualdad social nos recuerda que, aunque nos lo neguemos a nosotros mismos, hace tiempo que dejamos de pensar como especie.
Por otro lado, nunca en nuestra historia ha sido tan sencillo difundir información y producir grandes redes de personas que compartan el propósito de un mundo más humano.
No podemos engañarnos pensando que será sencillo, no podemos esperar a que sea otro el que empiece hoy. Ahora tenemos la oportunidad individual de dar el pequeño paso de parar, de tomar conciencia de nosotros mismos, y analizar qué parte de mí está guiando mis actos. Esto (y creo que solo esto) permitirá abrir ese espacio interior para ampliar mi mirada, para pensar más allá del cortoplacismo y la reactividad, paro encontrar en cada uno de nosotros una mirada amplia hacia la convivencia porque de esta supervivencia dependerá directamente nuestra convivencia.
*Experto y docente en psiconeuroinmunología clínica. Docente de meditación y gestión emocional. Director del Centro Terapéutico Ethos. Codirector del Healthy Institute. Vicepresidente de la Asociación Española de Psiconeuroinmunología Clínica.
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